OPINIÓN

Las fantasías de los patriotas

Sospechosamente los colombianos, miembros de una sociedad desigual, intolerante y corrupta, profesan el orgullo patrio con mayor vehemencia que nunca, y con más pasión que los ciudadanos de otros países menos injustos, intolerantes y corruptos.

Semana
14 de agosto de 2008





Hay un bar de moda en el centro de Bogotá donde los clientes pagan treinta y cuarenta mil pesos por un trago. Saben que el trago no vale lo que cuesta, pero no lo están comprando para lo que lo comprarían por su precio justo, es decir, para emborracharse, sino para tener la fantasía de estar bebiendo en el centro de otra parte. Es con esa fantasía que se emborrachan.

Muchos de los clientes de ese bar no son mafiosos, ni ricos no mafiosos. En rigor, no tienen lo que están dispuestos a gastar: pagan la cuenta con tarjeta de crédito y terminan pagándola tres veces. Por cuenta del crédito, del decorado y de los precios inflados, viven por un rato la fantasía de ser otros en otro país: en uno donde podrían, con el sueldo que ganaran por su trabajo, pagar un trago caro de contado.

Mucho más al norte, hay un restaurante donde se sirve lomo de vaca a un precio que sería elevado en Nueva York. Antes que pensar que el placer de comer carne sobrepreciada convive con la conciencia de estar enriqueciendo desmesuradamente al dueño del local y de ser la excepción absurda en un país de pobres, es preferible asumir que los comensales compran la fantasía de estar comiendo carne en un lugar que no es Colombia; que la carne cara, como una droga, los hace soñar con que viven en un país donde el que transporta la vaca, el que la sirve en el plato y el que recoge la basura del restaurante ganan un salario que les permite comprar lomo de vaca a veces.

El bar elegante al que me refiero tiene un nombre patriótico, de prócer, y el restaurante que digo está decorado como un rancho autóctono, poblado de polvo, artesanías y objetos de arte popular. No creo que sea casualidad. Las cosas suelen significarse a través de sus opuestos, y así la fantasía del lugar remoto se expresa a través del orgullo de lo local. Es la típica reacción del complejo de inferioridad, que ante los demás sobrevalora lo propio porque en secreto siente o sabe que no es tan bueno.

Colombia está llena de esos paraísos artificiales a los que, a diferencia de los paraísos artificiales de Baudelaire, no se accede a través de las drogas comunes (que acá son baratas) sino del sobreprecio y la deuda. El país va bien y rumbo al primer mundo, para muchos, porque en él vivir cuesta tanto como en el primer mundo. Los colombianos no pagan más para tener más: pagan más para imaginar que lo poco que pueden obtener es más.

Esa misma mentalidad fantasiosa que sobrevalora lo propio ayuda a explicar dos fenómenos que van juntos: el patriotismo exacerbado y el apoyo irreflexivo al gobierno. Sospechosamente los colombianos, miembros de una sociedad desigual, intolerante y corrupta, profesan el orgullo patrio con mayor vehemencia que nunca, y con más pasión que los ciudadanos de otros países menos injustos, intolerantes y corruptos. La declaración chauvinista de orgullo genera la fantasía de que el objeto de orgullo es mejor que lo que es. En otras palabras: los nacionalistas deciden proclamar de manera casi maniaca que su país es una maravilla para no tener que lidiar con la evidencia cotidiana, que demuestra lo contrario. Con una mezcla de creatividad, irresponsabilidad e imprevisión, se satisfacen en lugar de ejercer el derecho de la crítica, o al menos el derecho al deseo.

Con su apoyo al gobierno nacional, los colombianos, en su mayoría, también están optando por la fantasía. Al no tener líderes que los representen, han resuelto que los representa el que está en el poder. Esto les permite imaginar que están mejor que lo que están; creer que son aquéllos cuyos intereses el gobierno sí parece representar: los hacendados, los inversores españoles, los políticos corruptos.

Sobrevaloramos lo que tenemos —un vaso de alcohol, una vaca, una nación y a un presidente— para creer que son distintos; para creer que nosotros mismos somos otros y vivimos mejor. El gobiernismo y el chauvinismo son formas de arribismo, como ir a bares y a restaurantes elegantes sin tener con qué. Probablemente tendremos que pagar la cuenta de ese arribismo muchas veces y durante mucho tiempo. Salvo los pocos que puedan pagar de contado.

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