OPINIÓN
Debate sobre las drogas, a medias, siempre a medias
Colombia no necesita las 450 páginas del estremecedor libro de Johann Hari ‘Tras el grito’, para describir el horror que ha significado la guerra contra las drogas a la manera como la impuso Estados Unidos.
Dijo Santos en la Asamblea General de Naciones Unidas: “Colombia no aboga por la legalización de las drogas ilícitas”. Ahí está el error. El presidente se había podido limitar a reconocer los avances en el debate: el reconocimiento del fracaso del modelo antidrogas que ha imperado, la mayor libertad a los países para establecer sus propias estrategias y la decisión de tratar el consumo poniendo los derechos humanos en el medio.
Con eso hubiese bastado. A renglón seguido tenía que haber afirmado que solo la legalización del comercio de las drogas y la despenalización del consumo puede sacar al mundo de la pavorosa trampa en que está metido. Pero Santos no está para esas audacias.
Colombia no necesita inventar argumentos complejos o presentar escenas dramáticas de nuestra realidad. No necesita un narrador espectacular para mostrar la grave y profunda afectación que ha significado en la vida de los colombianos, en la democracia, en el medioambiente y en la cultura, la fallida estrategia de ilegalización, represión, militarización, fumigación y estigmatización de la marihuana, la cocaína y buena parte de las sustancias alucinógenas y psicoactivas.
Colombia no necesita las 450 páginas del estremecedor libro de Johann Hari Tras el grito, para describir el horror que ha significado la guerra contra las drogas a la manera como la impuso Estados Unidos, a la manera como la han hecho los grandes países consumidores, a la manera como la imaginaron las fuerzas políticas más obtusas y delirantes.
Bastaría con una o dos páginas contando hechos, solo hechos, el asesinato de cuatro candidatos presidenciales, la infiltración de dineros en todas las campañas a la Presidencia y la determinación del triunfo en dos de ellas, la persistencia de no pocos parlamentarios y de numerosos gobernantes locales ligados a los grupos ilegales, la cifra seca de muertos, el número, solo el número, de hectáreas de bosques y de cultivos infectados por las fumigaciones, la asombrosa marca del narco en la arquitectura, en los libros, en la estética corporal, en las relaciones familiares y sociales.
La explicación es simple, brutalmente simple, todo negocio ilegal necesita una protección ilegal, esa es una ley inapelable, una verdad de hierro, que nadie, en ninguna parte, ha podido transgredir. Lo único relativo en esa ecuación es el grado de violencia, el número de muertos, la cuota de dolor. Tiene que ver con la historia del lugar, con la cercanía a otros conflictos, con la madurez de las instituciones.
Los dueños del negocio ilegal pueden recurrir al propio Estado, a muchos de sus agentes, para la protección ilegal, o pueden construir sus propios aparatos sicariales, o pueden, incluso, mezclar las dos opciones, o aún más, pueden contratar su protección con otro ilegal dedicado a fines completamente distintos. El cartel de Cali y los Rodríguez Orejuela, en su momento, pusieron el énfasis en la primera opción; el cartel de Medellín y Pablo Escobar pusieron el acento en la segunda.
Después todo se volvió más oscuro, más difuso, más extendido, más potente, más difícil de combatir. Los paramilitares y las bandas criminales aprehendieron las experiencias de Cali y Medellín y construyeron estructuras complejas que mezclan a bandidos, a uniformados, a políticos y a empresarios. Con estos aparatos han protegido una extensa gama de negocios ilegales que van desde el narcotráfico hasta la minería pasando por la extorsión, el contrabando y un largo etcétera.
Al otro lado una extensa variedad de negociantes de ilegalidades, especialmente narcotraficantes y ahora mineros del oro o agentes minuciosos del contrabando, pagan la protección de unas guerrillas que se han apoderado así de grandes sumas de dinero para financiar su guerra contra el Estado. Este soporte económico –ligado a la miopía de unas elites que no querían hacer una oferta seria de paz– ha servido, sin duda, para prolongar una confrontación que debió terminar a finales del siglo pasado.
Repito esto, a riesgo de cansar a los lectores, para ilustrar de nuevo la enorme importancia que tiene la palabra legalizar y el grave error que significa decir que nosotros los colombianos no abogamos por la legalización de las drogas ilícitas, o la negligencia para concertar una legislación y una nueva institucionalidad minera para conjurar la informalidad y la ilegalidad del sector y para promover negocios legítimos y emplear a los miles y miles de jóvenes enganchados en estos negocios oscuros.
La legalización de las drogas ahora prohibidas nos liberaría de la protección ilegal y violenta y nos enfrentaría al reto de analizar y tratar a los consumidores, al reto de examinar por qué aumenta el consumo en el mundo, cuáles dramas humanos hay detrás, qué daños reales producen estas drogas en la salud individual y social. No hay que bajar la guardia en esta prédica. Acá no cabe la diplomacia. No caben palabras de satisfacción con los pequeños pasos que se dan en los escenarios internacionales cada 10 o 15 años. Acá nosotros nos jugamos la vida, la vida misma, que sucumbe en la defensa violenta de estos negocios por jóvenes adentro y afuera de la institucionalidad.