OPINIÓN

Los atracadores

Todavía crecen en el parque árboles de doscientos y trescientos años, más viejos que la República.

Antonio Caballero
16 de julio de 2011

¿Por qué se empeñan en destruirlo todo? Las cosas no están destinadas a durar para siempre, de acuerdo: el caso de la gran pirámide de Keops es único en la historia. Todo se acaba. Pero ¿por qué aquí, en Colombia, todo lo que está bien les disgusta tanto a las autoridades, sean políticas o económicas, eclesiásticas o de policía o simplemente académicas? ¿Y por qué quieren destruirlo? ¿Y por qué los demás no protestamos? En ninguna ciudad del mundo la gente aceptaría que las autoridades (no las enemigas: las propias) hicieran lo que están haciendo en Bogotá las nuestras: el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU), la Secretaría de Ambiente, el defensor del Espacio Público (?), y, claro, la Alcaldía Mayor: su secretario general, Yuri Chillán, ha dicho que en este caso específico la orden de destrucción “viene de muy arriba”. Se trata del aniquilamiento programado con saña de uno de los más bellos lugares que le quedan a esta ciudad ya casi del todo deshecha: el Parque de la Independencia. O lo que todavía subsiste de él, entre la plaza de toros, el Planetario y las torres de Salmona por el norte y los huecos de la 26 por el sur, y entre la quinta y la séptima, de oriente a occidente.

Es el parque más antiguo que tiene Bogotá. Se fundó hace cien años, para el primer centenario de la Independencia, en el entonces llamado bosque de San Diego, que constituía el límite de la ciudad por el norte y conservaba lo que varios siglos antes había sido un bosque sagrado de los muiscas. No solo es el más antiguo, sino también el primero, pues no había parques en las ciudades coloniales españolas. El único árbol solía ser el patíbulo. Así que la creación de un parque urbano a la francesa venía a subrayar la modernidad republicana conquistada un siglo más atrás. Todavía crecen en él árboles de doscientos y trescientos años, más viejos que la República. Y todavía anidan en ellos pájaros clarineros y vienen a posar gavilanes y águilas cuaresmeras, e infinidad de colibríes. Una orquídea desconocida fue descubierta allí hace apenas diez años. Hay niños que andan en zancos. Hay parejas que se besan tendidas en el pasto.

Pero ni siquiera el nombre le quieren respetar: quieren llamarlo Parque del Bicentenario. Ya le sacaron una buena tajada de tierra para abrirles paso a los buses articulados de la tercera fase de TransMilenio por la 26, y le talaron nada menos que ciento cuarenta y tres de sus grandes árboles: “Elementos arbóreos”, los llaman ellos, y a los sacrificados los llaman “intervenidos”. Entre ellos había una alta palma de cera. Como tumbar palmas de cera es un delito que tiene, en teoría, cárcel, dicen que se cayó sola. Van a sustituirlos por materas y jardineras de cemento, y aunque anuncian que todavía “se afectarán” (serán talados) otros veintiuno, “se mejorará el balance” con la siembra de cuarenta y ocho arbustos nativos.

(Estos datos los tomo de un artículo institucional publicado en el periódico Ciudad Viva, que edita la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte del Distrito, el cual, por otra parte, es por lo general un buen periodiquito).

Hay más. Pues el nuevo parque es “una propuesta integral de espacio público que busca articular el costado norte y sur de la calle 26 entre carreras quinta y séptima, integrando el Parque de la Independencia con los edificios patrimoniales (como el edificio Embajador, el Museo de Arte Moderno y la Biblioteca Nacional)”.  Pero esa articulación no se hace a nivel, como estaba prevista en un proyecto de Rogelio Salmona de hace algunos años que pretendía reparar el desaguisado cometido hace cincuenta años con la 26. Así que para salvar el desnivel de casi cuatro metros está proyectado un terraplén elevado con taludes, un túnel, una acera cerrada que, dicen los vecinos con amarga ironía, “será un atracadero maravilloso”, unos “senderos de material ecológico” (los vecinos explican: “Piso duro de imitación madera”), y unas “plazoletas de integración urbana”.

¿Y quiénes son esos “ellos” de que hablo? La empresa directamente constructora, o destructora, es Confase, filial de Opaín. Sí, la del aeropuerto, esa que se especializa en lograr adiciones de contratos, aumentos y anticipos. Confase exigió ­–por adición de contrato– un nuevo diseño para sustituir al desechado de Salmona, y se lo confió al arquitecto Giancarlo Mazzanti. Y detrás de Confase y Opaín está el IDU, responsable de tantos fraudes. Una juez (la Sexta Administrativa de Descongestión del Circuito de Bogotá) ordenó hace una semana la suspensión de las obras en respuesta a una acción popular interpuesta por un grupo de residentes del barrio. Pero la empresa no ha hecho caso de la orden judicial, y las obras siguen. Los vecinos preguntan en carta a la alcaldesa encargada, Clara López, detalles sobre responsables, montos, adiciones, posibles dobles contrataciones, ausencia de un Plan Director. La alcaldesa no responde.

Presentan el nuevo parque (que no es nuevo: es el viejo de la Independencia, mutilado) como “una nueva zona verde para la ciudad”. Tampoco lo es. Es simplemente un negocio. Y ya, desde antes de que esté terminado el “atracadero maravilloso” que temen los vecinos, es un atraco.

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