OPINIÓN
Aprender de Bojayá
Decir la verdad y asumir la responsabilidad de las atrocidades ante las víctimas que hoy son el centro de lo acordado en La Habana puede ser un camino más tortuoso y perturbador que el de ir a la cárcel.
La humedad era aplastante y esa pesadez que se sentía en el ambiente reflejaba de manera brutal el peso del dolor de las víctimas de Bojayá. A pesar de que se habían preparado para esta ocasión histórica, en la que por primera vez iban a verse frente a frente con quienes hace diez años lanzaron ese cilindro bomba -que cayó en la iglesia del pueblo matando a 79 personas, en su mayoría mujeres, niños y ancianos-, el nerviosismo que se percibía entre la comunidad era latente.
Es cierto: todos los sobrevivientes de la masacre de Bojayá habían contado con el apoyo de la Diócesis de Quibdó a través del padre Albeiro, así como de varias ONG internacionales y del sistema de las Naciones Unidas, pero a la hora de la verdad, lo que esta comunidad estaba a punto de hacer nunca se había hecho antes en Colombia. O por lo menos, no en la Colombia de los últimos 30 años, plagada de masacres que se sucedieron por todo el territorio nacional, en medio del silencio de los políticos, de los gobiernos de turno y de los medios. Por primera vez, las Farc habían accedido a ir al lugar de la masacre y asumir su responsabilidad en un hecho que les había cambiado la vida a los pobladores de Bojayá. Pero también por primera vez la comunidad había decidido recibir a las Farc en el mismo lugar donde años antes había estallado el cilindro-bomba que apagó para siempre la vida de sus seres queridos.
Las víctimas querían que el acto fuera íntimo y no les sobraba razón: no sabían cuál iba a ser la reacción de las Farc, ni si esa guerrilla iba a estar a la altura de las exigencias que imponía la ceremonia de perdón. Tampoco querían cámaras de televisión ni medios que los mostraran sin contexto y sin pudor.
Cuando el comandante de las Farc Pastor Alape llegó a Bojayá con su comitiva, el ambiente se sintió aún más pesado. Era evidente que llegaba a enfrentar a una comunidad que tenía sus ojos puestos en cómo respiraba. Debió sentir cómo lo seguían con la mirada desde que llegó hasta que se sentó en el lugar que le tenían ubicado.
La obra de teatro con que comenzó el acto fue el primer golpe que recibió el comandante de las Farc. Los actores, oriundos de Bojayá, recordaron cómo fue la masacre: quedó claro que además de las Farc, la comunidad responsabiliza a los paramilitares y al Estado. Le recordaron a Alape los nombres de los niños que murieron asfixiados y de las madres embarazadas que perecieron. Alape tuvo que sentir cada nombre como una astilla. Luego vinieron los alabaos, y la cantaora, dueña de una voz ronca muy singular, fue capaz de decirle en su cara que ellos no querían que los siguieran matando ni destruyendo, y que ese horror no se podía volver a repetir. Pastor Alape debió sentir la fuerza de esos cantos porque le hicieron sacar lágrimas a muchas de las víctimas que estaban siendo testigos de un acto sin precedentes.
Cuando le tocó a Pastor Alape el turno, el ambiente estaba aún más cargado porque se sentía el dolor de un pueblo que por primera vez había sido escuchado. Un dolor maduro, de esos que ha ido llenándose de argumentos poderosos a medida que pasa el tiempo. Él se levantó con una humildad que impactó. Le temblaba todo el cuerpo. Se le notaba que su alma había sido tocada.
Le tocó parar varias veces su discurso porque no pudo evitar que su voz se le entrecortara. Probablemente no pudo ante tanto dolor acumulado y no tuvo más remedio que aceptar lo que sentía y conmoverse. Esa fragilidad que reveló, me impacto más que su discurso. A mí personalmente, que también soy víctima de este conflicto, me faltó que pidieran perdón más explícitamente, pero le reconozco a las Farc un cambio profundo en su discurso porque por primera vez asumen su condición de victimarios.
El acto fue liberador. Las víctimas de Bojayá sintieron por primera vez que se abría un camino hacia la reconciliación, en el cual ellas están llamadas a tener un papel determinante. Y las Farc comprendieron que ese camino que se escogió en La Habana de privilegiar la reparación integral a las víctimas, a cambio de no ir a la cárcel, va a ser mucho más difícil de lo que ellos se imaginaron. Decir la verdad y asumir la responsabilidad de las atrocidades ante las víctimas que hoy son el centro de lo acordado en La Habana puede ser un camino más tortuoso y perturbador que el de ir a la cárcel.
El alto comisionado para la paz, Sergio Jaramillo, en su discurso en Bojayá recordó que el compromiso de no repetición para con las víctimas no es solo de las Farc sino del Estado y de los paramilitares. En Bojayá, la comunidad ya está preparada para hacer ese mismo acto con unos y otros. La duda que me asalta es la de si los paramilitares y el Estado están listos para enfrentar a sus víctimas como lo están empezando a hacer las Farc.