OPINIÓN

El nobel en su laberinto

Este país, que nunca le ha reconocido nada a Juan Manuel Santos, debería exigirle que no renuncie al imperativo moral de llevar a buen puerto la paz que pactó en La Habana.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
18 de marzo de 2017

Juan Manuel Santos, el gobernante que le cambió la hoja de ruta del país al lograr firmar un acuerdo con las Farc para acabar 50 años de guerra, un hecho histórico que ninguno de sus predecesores ha logrado, está hoy perdido en su laberinto.

De un momento a otro, toda su armadura se le fue al piso. Es el presidente con los índices más bajos de popularidad en la historia reciente de Colombia y ni sus logros, que son grandes, se los valen: ni la drástica reducción en el número de muertos registrada desde hace más de un año ni su decisión de sacar adelante una ley de víctimas y de restitución de tierras, que por primera vez admite la responsabilidad del estado en el continuo despojo de tierras que sufrieron miles de colombianos en estos años de guerra.

Tampoco han encontrado terreno fértil sus reformas sociales que buscan impulsar una reforma agraria integral que contribuya a allanar las diferencias sociales y económicas entre la ciudad y el campo. A los poderosos dueños de la tierra que no quieren que nada cambie, no les gustan y los empresarios siguen todavía de espectadores silenciosos, como si lo que pasa en el campo no fuera con ellos.

Es decir, ni sus aciertos, ni sus audacias, ni su premio Nobel, le han servido para mitigar el impacto de sus errores y desaciertos. Como sucede con los héroes trágicos de Shakespeare que terminan victimas de su condición humana, a Santos se le ve cada día más atrapado en sus contradicciones y anegado por sus propios errores.

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El más protuberante de sus errores fue haber propuesto un plebiscito para refrendar los acuerdos pactados en La Habana asumiendo que lo iba a ganar. Y su mayor contradicción fue pensar que ese triunfo lo podía lograr entregándole esa campaña, a los políticos para que la politiquería fuera la encargada de sacar adelante el bien supremo de la paz.

Su obsesión por aplastar al uribismo pudo más que su obsesión por la paz y los efectos de esa derrota, todavía siguen siendo demoledores para él y para el país, así se haya logrado un nuevo acuerdo con las Farc en el que se incluyeron muchas de las propuestas planteadas por el No.

El uribismo que Santos quería aplastar revivió como el ave Fénix y en cambio el Acuerdo del Colón se vio afectado seriamente en su legitimidad no solo por el triunfo del No, sino porque 20 millones de colombianos no fueron a las urnas. Hoy en las encuestas, Santos está a cuatro puntos de las Farc, guerrilla que a diferencia del Nobel presidente, ha ido ganando imagen favorable.

En medio de esa fragilidad, revienta el escándalo de Odebrecht y Santos pierde lo único que le quedaba: la pretensión de que su gobierno era distinto al de Uribe en temas de corrupción. Esa supremacía ética de la que tanto se preciaba, quedó demolida porque este escándalo demostró que no hay muchas diferencias entre los uribistas y los santistas a la hora de hacer política y financiar campañas. Ya se sabe que en la del 2010 en la que Santos era el candidato de Alvaro Uribe, se aceptaron pagos de empresas –y no solo de Odebrecht-  que no quedaron registrados en las cuentas y en la del 2014, es posible que haya sucedido lo mismo en las dos campañas, es decir en la de Santos y en la de Oscar Ivan Zuluaga.

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Que el uribismo insista en no aceptar su responsabilidad en este escándalo y en todos los demás que se sucedieron en su gobierno –el saqueo del DNE, el robo de los Nule, la toma del DAS por los paramilitares, la Yidis-política, entre otros-, con la tesis de que todo fue a sus espaldas, es una vergüenza que ojalá los colombianos se la cobren en las urnas.

Pero que el presidente en ejercicio, que nos prometió cambiar el rumbo del país,  salga con el mismo estribillo de que todo fue a sus espaldas cuando la lupa esta puesta en sus dos campañas presidenciales, es doblemente desconcertante.

El país parece haber llegado a un momento muy complejo en el que vuelve a tener vigencia ese diagnóstico fatídico hecho por Álvaro Gómez Hurtado  antes de que lo asesinaran según el cual, el gran problema del país, era que el régimen imperante era corrupto y que por eso había que tumbarlo. Sea por lo que sea, Santos que quería ser recordado como el portador de la paz, va camino a ser recordado como el presidente que se consumió en el escándalo de Odebrecht.

Es incierta la forma como Santos puede salir de su laberinto sin autodestruirse, como suele ser el destino de los atormentados héroes trágicos de Shakespeare que siempre terminan pagando un precio muy alto por sus errores y desaciertos.

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Pero por otro lado, este país, que nunca le ha reconocido nada a Juan manuel Santos, debería no solo pedirle que asuma la responsabilidad política de lo que haya sucedido en sus campañas sino exigirle que no renuncie al imperativo moral de llevar a buen puerto la paz que pactó en La Habana.

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