OPINIÓN
...¿Y qué carajos significa el fin de la guerra?
Para que quede claro: éticamente, nada puede ser mejor que terminar una guerra.
¿Por qué los colombianos están tan divididos ante un acuerdo de paz que busca acabar una guerra de 52 años?, me lo preguntan una y otra vez, los periodistas extranjeros que han venido a cubrir lo que está sucediendo en Colombia.
Decir que tengo la respuesta a semejante interrogante, sería petulante. Colombia es un país difícil de leer, sobre todo para los colombianos. No obstante, sí creo que hay una razón muy simple que explica esa dificultad que tenemos los colombianos para no salir de la guerra: hasta el día de hoy, no hemos podido saber lo que en realidad nos pasó. Y un país sin memoria, siempre está condenado a repetir su historia.
La guerra misma nos impidió construir un registro de los horrores que sucedieron y de las razones por las cuales se produjo esa vorágine de violencia. En los noventa, cuando surgió el narcoparamilitarismo, todos llegamos tarde a sus masacres: desde los gobiernos y la Fiscalía, hasta los historiadores y periodistas. Y cuando las Farc secuestraron políticos y los mantuvieron en cautiverio como si fueran animales por seis, siete y hasta diez años, la sociedad y los medios fueron indolentes y se olvidaron de ellos. La clase media de las ciudades se acostumbró a ver la guerra a través de su televisor e incluso hubo gobernantes como Álvaro Uribe que se dieron el lujo de decir que aquí no hubo conflicto. Es decir, que los desplazados eran migrantes, que las víctimas de los agentes del Estado no existían y que la parapolítica era una patraña inventada por una Corte Suprema -a la que señaló de auxiliadora de la guerrilla-, diseñada para impedir que él pudiera acabar con la culebra de las Farc.
La fatalidad que impone la guerra nos condenó a vivir en la confusión y en la ignorancia. Por eso, luego de 52 años, aún no sabemos qué nos quitó esta confrontación.
Solo desde hace tres años hemos empezado a salir del oscurantismo: en 2013, el Centro de Memoria Histórica se atrevió por primera vez a dar una cifra oficial de muertos por el conflicto desde 1957 y dijo que eran 220.000. Esta cifra parece demasiado conservadora, sobre todo si se está hablando de 52 años y más aún si se la compara con el registro más bajo que hay de la guerra de Irak dado por Plos Medicine, investigación que dice que fueron 466.000 los muertos entre 2003 y 2011.
Puede que estos primeros hallazgos del Centro de Memoria Histórica sean precarios pero revelan aspectos de una guerra, que repito, no sabemos cómo ni por qué nos degradó: la nuestra no fue una guerra de grandes operaciones militares, ni de bombardeos a ciudades, ni de dos ejércitos enfrentados, como sucedió en Irak. Fue un conflicto de baja intensidad que se libró en el campo, lejos de los centros urbanos y que terminó siendo registrada por los noticieros bajo la rúbrica de noticias de orden público, al lado de las noticias de entretenimiento.
Lo novedad es que esta cifra de 220.000 muertos podría cambiar drásticamente con lo que se ha encontrado en estos tres últimos años de investigaciones. Según me explicó el director del Centro de Memoria Histórica, Gonzalo Sánchez, la nueva cifra puede ser escalofriante y aunque no quiso decírmela, mis fuentes me aseguran que esta puede ascender a más de medio millón de muertos. En ese nuevo registro, estarían incluidas las personas desaparecidas, cuyo número podría subir a 60.000 de los 25.000 que se habían establecidos en el informe ‘Basta Ya’, de 2013. Si bien la Fiscalía y la Unidad de Víctimas han empezado a sacar sus propias cifras recientemente -esta última tiene una cifra menos conservadora pero también menos depurada, que habla de casi un millón de muertos-, la realidad es que solo ahora estamos empezando a saber cuáles fueron las dimensiones de una confrontación de la que nunca tuvimos memoria.
Esta guerra que los partidarios del No menosprecian a tal punto que les parece insignificante terminarla, podría ser el conflicto con el número de desaparecidos más alto de América Latina, superando incluso las cifras de los de la guerra de Irak, de Sri Lanka y de Guatemala.
Lo poco que sabemos del horror de la guerra debería ser suficiente para que los colombianos comiencen a entender por qué este conflicto hay que acabarlo, y qué es lo que realmente ganamos con su fin ganamos la posibilidad de recuperar nuestra condición humana, para que volvamos a sentir el dolor del otro y dejar de ser indiferentes ante la barbarie.
He oído a muchos partidarios del No sustentando su voto con el argumento de que si pierde el Sí, nada cambiaría: “Volveríamos a lo mismo”, le dicen a uno, como si “lo mismo” fuese mejor que el fin de la guerra. Para que quede claro: éticamente, nada puede ser mejor que terminarla. Incluso una guerra maquillada como la nuestra. Ese debería ser un imperativo ético de todos los colombianos -los que la vieron por la televisión, los que la padecimos y los que hacen política acaballados sobre ella-. Todos, sin distingo de etnias, de color político o de equipo de fútbol, deberíamos estar de acuerdo en acabarla. Pero no se equivoquen: la única manera de finiquitarla es votando por el Sí. Yo, en mi caso, me niego a volver “a lo mismo”, así “lo mismo” sea lo único que haya conocido.