OPINIÓN

El gran burdel

La venta de sexo en Medellín es otro producto de exportación, como las cirugías estéticas y la moda, aunque sus autoridades lo nieguen y se rasguen las vestiduras.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
29 de septiembre de 2014

No vamos a negar que Medellín es una ciudad hermosa, con un desarrollo que, en los últimos años, ha alcanzado visos internacionales. Los premios que ha obtenido, así lo confirman. La ciudad de la eterna primavera, cuya historia está ligada sin duda a esa tradición de ciudadanos pujantes, fue durante las décadas de los 80 y 90 la más peligrosa de Colombia y una de  las más inseguras del mundo. Esto tampoco lo vamos a negar. Las bombas y los muertos se constituyeron en un lugar común y fueron durante más de diez años la comidilla diaria de los noticieros de televisión y el principal motivo de los grandes tirajes de los periódicos del país.

Como la literatura es una extensión de la vida, la aparición en el ámbito nacional e internacional de novelas que narran estos hechos de sangre asociados al narcotráfico, se tomaron las librerías. La televisión hizo de las suyas adaptando relatos en donde los sicarios jugaban un papel importante. No olvidemos a ‘Rosario tijeras’ del colega Jorge Franco Ramos, o ‘Sin tetas no hay paraíso’, el guión de telenovela escrito por Gustavo Bolívar. Luego se escribieron otros guiones –más sangrientos— como ‘El cartel de los sapos’, ‘Las muñecas de la mafia’, ‘El capo’ y ‘El patrón del mal’, que han cruzado las fronteras nacionales y, hoy por hoy, hacen parte de nuestro mejor producto televisivo de exportación.

En todos estos relatos las mujeres han sido ‘cosificadas’ --en particular las antioqueñas--, cuya imagen se le ha vendido al mundo como las más hermosas del país, y cuyas tetas y traseros fueron concebidos por la divina naturaleza. Claro está que si la naturaleza se equivoca, ahí están los cirujanos plásticos, otro producto de exportación que ha convertido a Medellín en la capital colombiana de las cirugías estéticas.
No debería extrañarnos entonces que la capital antioqueña sea también la capital de la moda. De allí salieron Natalia París y Tatiana de los Ríos, cuyas imágenes en las libretas escolares han sido la fantasía de millones de muchachos y adultos que, sin temor a equivocación, soñaron con esos cuerpos acostados en sus camas, en esas mismas poses sugestivas que le dejan muy poco a la imaginación.

Tampoco vamos a negar que el narcotráfico contribuyó con creces a esto. Lo que muestran las telenovelas no es solo producto de la imaginación de sus guionistas, sino también la reproducción de los hechos con un grado aceptable de esa realidad vivida. Los miles de millones de dólares que entraban a la ciudad en forma de blanqueo, alcanzaban para comprar lo divino y lo humano. Y entre lo divino estaba la voluntad y los ideales de cientos de chicas que soñaban con ser actrices, reinas de bellezas, modelar en pasarelas nacionales e internacionales o, simplemente, convertirse en reconocidas presentadoras de televisión.

No vamos a negar que muchas de estas chicas les vendieron, literalmente, el alma al diablo. Les vendieron a los Escobar y a los Rodríguez Orejuela sus mejores polvos por la módica suma de un apartamento en un exclusivo sector de la capital antioqueña, un BMW último modelo o una estadía en Europa o los Estados Unidos. En la menor de las eventualidades, un paso por la mesa del cirujano plástico, que se encargaba de perfeccionarles ‘la cola’, ajustarles las bolsas de silicona en ‘los paraísos mamarios’ y corregirles un poco la nariz y un tanto los labios.

Algunas no vacilaron en dejarles a sus amantes ocasionales un descendiente. Otras, alcanzaron sus sueños de participar en el Reinado Nacional de la Belleza en Cartagena o convertirse en presentadoras de televisión. Las que se acostumbraron a los lujos, a los cruceros por el Mediterráneo, a los días soleados en Miami, a las joyas y a los carros lujosos, terminaron amarrando sus vidas a los sucesores de Escobar y los Rodríguez Orejuela. Algunas, hoy, están presas. Otras, viven en la Florida, colaborando con la justicia estadounidense.

Particularmente, visité por primera vez la ciudad de Medellín en 1988, invitado por la empresa Transempaques Limitada, que patrocinaba por entonces el Concurso Nacional de Cuentos ‘Jorge Zalamea’, convertido luego en Concurso Internacional de Cuento ‘Carlos Castro Saavedra’. Llegué a la capital antioqueña una noche de octubre bajo una lluvia torrencial y me hospedé en el Gran Hotel, muy cerca de la Avenida Oriental. El chico que subió mi maleta a la habitación era un tipo que recuerdo delgado y bien parecido, quien, después de la propina, se llevó la mano al bolsillo del uniforme y me hizo entrega de una tarjeta. La ojeé mientras le escuchaba decir que si necesita algo más no dudara en llamar. La tarjeta mostraba la foto de una chica en ropa interior y el anuncio de 24 horas de servicios. 

No puedo asegurar si aquello era un negocio particular del muchacho o una política del hotel. Lo que sí puedo decir es que, por aquel entonces, la ciudad de la eterna primera era ya un enorme burdel donde más de 2.000 prostitutas se tomaban los parques y sofocaban las llamadas whiskerías. Cerca de la célebre torre Coltejer se alzaban varios antros donde se podían ver grupos de chicas paseándose de un lado para otro en busca de clientes. No se necesitaba ser adivino para intuir lo que estaba pasando. Lo mismo ocurría cerca del hoy parque Berrío y otros espacios públicos de la ciudad.

Por eso, 20 años después, resulta paradójico y poco convincente los descalificativos que un alcalde hace a un documental que muestra en imágenes lo que para la mayoría de los ciudadanos es un secreto a voces: que en Medellín hay prostitución y que la virginidad de las niñas se negocia en las calles con la misma facilidad con que se compran unos gramos de cocaína o un cigarrillo de marihuana.

Repito, creo que Medellín es una ciudad hermosa y pujante que ha logrado lo que Bogotá apenas sueña: tener un metro, unos servicios públicos envidiables, una movilidad que compite en calidad con la de otras capitales de América Latina y que la sitúa a la altura de las grandes urbes del mundo. Ese es uno de sus grandes logros. Pero negar lo que es evidente y que sus autoridades amenacen con llevar el caso a la justicia internacional porque un canal inglés de televisión mostró el lado más oscuro de la ciudad, es, en términos menos retóricos, perder la perspectiva de los hechos y enterrar la cabeza en el piso como lo hace el avestruz.

Si el enfermo no reconoce su enfermedad, resulta poco probable que el médico pueda hacer algo por curarlo. Los lunares están ahí, visibles, aunque sus autoridades los nieguen. Lo mismo pasó hace unos años en Cartagena de Indias cuando Pirry realizó un documental que mostraba cómo el negociaba del sexo se llevaba a cabo --frente a los ojos de las autoridades-- en las estrechas calles de la ciudad. El alcalde Nicolás Curi, al igual que el Concejo de entonces, declaró al documentalista persona no grata e invirtió varios cientos de millones de pesos en publicidad para intentar limpiarle la cara sucia de la Heroica. No lo logró. Y Cartagena sigue siendo hoy un gran burdel, como lo es Medellín y otras grandes ciudades del país. Lo demás es buscar la fiebre del malestar en las sábanas. O intentar tapar el sol con un dedo, lo que es, físicamente, imposible. 

En Twitter: joarza
E-mail: robleszabala@gmail.com
*Docente universitario. 

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