OPINIÓN

Mi pesadilla es ser... militar en los tiempos de Duque

En un claro del bosque observé un tumulto en torno a un cuerpo. Tenía seis balazos como seis objeciones. Y constaté que agonizaba el proceso de paz

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
8 de junio de 2019

El mismo día en que ascendieron al general Nicacio Martínez padecí una de las peores pesadillas de mi vida. Al menos dormí, me digo ahora, y en eso me doy por bien servido. Porque por estos días abundan las razones para padecer de insomnio: sube el desempleo; quieren activar la minería en Salento; convocan a Stefan Medina a la Selección.

Resulta tan crítica la realidad, que la única manera de soportarla es evadiéndose en un mundo de fantasía, como suele hacerlo el presidente Duque: creer en los siete enanitos de la economía naranja; montar un concierto en la frontera con Venezuela tan histórico como el muro de Berlín; viajar a California para vaticinar que Colombia será “el país de los grandes unicornios en Latinoamérica”, para decirlo en sus mismas palabras. Exiliarse, en fin, en su propio país de ensueño: un mundo en que los generales cuestionados ascienden en ponis por un arcoíris de colores, mientras Álvaro Uribe dicta órdenes y el jefe de Estado hace cabecitas en una nube.

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Digo que esa noche sucumbí a mi peor pesadilla, y sucedió así: me arrullaba la voz de Yamid Amat, que en CMI emitía un sonido gutural incomprensible, pero rítmico, ante cuyo embrujo narcótico terminé entregándome. Súbitamente, entonces, aparecí en el cuartel, vestido de camuflado.

Un coronel ingresaba en el pabellón y, a grito herido, nos decía que estos ya no eran los tiempos de Farcsantos; que ahora éramos la fuerza letal del Estado que entra a matar, (aunque con una perfección apenas del 60 por ciento en cada ataque, según nos tranquilizó). Luego nos ordenaba salir al campo a cazar guerrilleros, pero antes nos repartía un formulario para que tasáramos cada positivo con un premio: salidas, bonos, incluso fotos del doctor Uribe a cambio de capturas, detenciones o bajas. Qué bajo.

En la pesadilla me eximían de asistir al entrenamiento, porque no quedaban látigos, y aparecía entonces en esa suerte de geografía surrealista y extraña: esa Duquelandia edificada con los elementos de su gobierno, como si se tratara del nivel de un videojuego.

Caminé, pues, por un sendero lleno de guitarras. Pasó al trote Pachito Miranda tomándose selfies con el celular en alto. Pasó el canciller Holmes, presuroso, mientras ordenaba a su asistente sacar una cita con la junta editorial, esta vez del diario El País. Pasó Maluma.

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Me adentré en la selva, entre el ramaje, para lograr un positivo que pudiera cambiar por una salida de domingo, porque quería asistir a la final del Santa Fe. (Era un sueño, se comprende: normalizaba sucesos inverosímiles sin siquiera preguntármelo).

Avancé, pues, con cautela entre la espesura. En un claro del bosque observé un tumulto de gente en torno a un cuerpo. Le dieron a alguno, me dije: pendejo uno, que se deja anticipar. Saqué los binóculos (en el sueño tenía binóculos) y constaté que, efectivamente, agonizaba el proceso de paz. Se notaba que acababa de sucumbir ante el forcejeo del ministro de Defensa. Tenía seis balazos, como seis objeciones. Rodeaban el cuerpo el comisionado Archila y Miguel Ceballos, alto comisionado para la Guerra, inicialmente supuse que para auxiliarlo. Pero era para lo contrario: para que los senadores demócratas gringos, los periodistas del NY Times y los comisionados de derechos humanos de la ONU no pudieran socorrerlo.

Me invadió la angustia porque caía la tarde y no tenía bajas para mostrar. Una avioneta atravesó el cielo lanzando descargas de glifosato. Trepé por el filo de una montaña en que hacían fracking, y desde la cima observé a los siete enanitos, que caminaban en fila india mientras silbaban la canción de Hi Ho. Venían de trabajar en una mina de Salento. Observé a Tontín, que devoraba un burrito “Supreme”, y observé a Gruñón, que gritaba “sicario, sicario, sicario”. Pensé en capturarlo. Pero me dio miedo.

Cuando me hacía a la idea de pasar el domingo en el cuartel, lo observé. Espléndido y estático, se paraba en la línea de la llanura, impasible ante el paisaje que habitaba.

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Era un unicornio. Uno de los ejemplares mencionados por Duque después de su viaje a California: un ejemplar bellísimo. Sacudía las moscas con una cola blanca, larga y hermosa, como peinada por Norberto. Y rumiaba bocanadas de pasto con una indiferencia conmovedora.

Con pulso firme, ajusté la mira. Aguanté la respiración. Y le solté un balazo limpio y certero, que le destrozó el cuerno.

Cayó fulminado, como la imagen de Duque. Corrí hacia el cuerpo para ponerle botas guerrilleras y peto camuflado, y llevarlo a rastras a donde mi general Nicacio. Ahí estaba mi permiso dominguero. Podría decir incluso que se trataba del unicornio azul, de famosa inspiración castrochavista en cantautores cubanos.

En ese momento desperté. Y, ante la realidad noticiosa que venía con el día –aprueban Ley de las TIC, ministro de hacienda pelea con Banco de la República, Uribe arremete contra la ONU–, deseé con todas mis fuerzas profundizarme de nuevo.

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