MARTA RUIZ

Monumento a la mediocridad

Es un testimonio vivo de la cultura de hacer las cosas a medias, de los paños de agua tibia, de creer que las regiones pobres no merecen obras dignas.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
30 de diciembre de 2012

En Lorica, Córdoba, está la obra de ingeniería más insólita que he visto. Al llegar al río Sinú, en la vía que conduce a San Bernardo del Viento y Moñitos, la carretera de repente se estrecha y se eleva una curiosa estructura de concreto y hierro amarillo: un puente de un solo carril, en el que a duras penas cabe un carro. Se le conoce como La Doctrina y es famoso porque desde hace casi tres décadas funciona allí un semáforo humano.

Día y noche, bajo el sol inclemente de la sabana, o en medio de torrenciales aguaceros, usted encontrará en la mitad del puente una persona con dos trapos en la mano; uno verde, para dar paso, y uno rojo, para prohibirlo, y así evitar accidentes o congestiones a lado y lado del río.

Cuentan los habitantes que en el pasado, antes de que se construyera la exótica obra, los viajeros debían esperar durante varias horas la llegada de un planchón que, además de peligroso, era lento. Por una temporada un ferry vetusto sirvió para dar paso. La gente de la región, agricultores en su mayoría, clamaba por una solución que los sacara de la incomunicación y el aislamiento.

Por allá en los años 80, ante el incremento del turismo en la zona, algún político de Lorica movió sus influencias en Bogotá y se aprobó la construcción de la obra. Pero el dinero no alcanzaba para hacer un puente completo, de dos carriles. Alcanzaban, dijeron los ilustres dirigentes de entonces, para un solo carril. En otras palabras, para medio puente. “Era aceptar eso o nada”, dice uno de los patriarcas de Moñitos. Del ahogado el sombrero, se dijeron y el puente se inauguró en medio de festejos. Y a pesar de ser un poco extraño, se fue adaptando al paisaje. Al fin y al cabo, había resuelto un problema terrible y los lugareños, con el optimismo y la buena energía que los caracteriza, pensaban que más temprano que tarde alguien habría de completar la obra.

Sobra decir que de eso hace ya 25 años y la flamante estructura sigue igual, excepto porque la humedad, el viento y el abandono dieron cuenta en pocos meses de los dos semáforos que el Gobierno había instalado en las dos puntas del puente. Entonces, cuentan en San Bernardo, las propias autoridades del Ministerio de Transporte organizaron a las familias de la vereda circundante para que se convirtieran en semáforos humanos.

Desde entonces siempre hay allí alguien enarbolando los trapos rojo y verde. De día hay un sistema de rotación por familias, en turnos de dos horas. Abuelos y niños, jóvenes, mujeres, cada uno hace su parte. En la noche, cuando se supone que hay menos tránsito, un joven discapacitado asume ese trabajo para ganarse unos cuantos pesos. Como es de esperarse, los viajeros pagan el servicio de manera voluntaria pero constante, como si fuera un peaje, lo que ha significado un ingreso fijo para estas personas.

Durante muchos años yo pensé que alguien se había robado mitad de la plata, pues hubo épocas en las que los corruptos, con algo de pudor, no se la robaban toda y echaban algo de cemento a sus obras, así quedaran macheteras. Ahora me dicen que nadie malversó el otro carril. Que así fue planeado el bendito puente, lo cual no mejora mucho mi ánimo.

Al lado de la corrupción, el otro mal que tiene colapsada nuestra infraestructura es la mediocridad, y este puente es un monumento a ella. Es un testimonio vivo de la cultura de hacer las cosas a medias, de los paños de agua tibia, de creer que las regiones pobres no merecen obras dignas. El puente, en fin, es el reflejo de la mentalidad de quienes lo construyeron.

En Córdoba mucha gente piensa que este tipo de obras son normales, que el país está lleno de puentes de un solo carril, con semáforos humanos, porque la corrupción y la pequeñez no son males exclusivos de la Costa. De pronto hasta tienen razón.                                                                

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