Gabriel García Márquez termina así la crónica de un viaje en avión entre La Habana y Caracas al lado de Hugo Chávez, justo antes de que este tomara posesión de su primer mandato: “Mientras se alejaba entre escoltas de militares condecorados y amigos de primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado con dos hombres opuestos. Uno al que la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista que podía pasar a la historia como un déspota más”.
La frase es genial porque Chávez, después de 15 años de una fulgurante carrera política, ha logrado que en su país y en el mundo unos lo vean como un salvador y otros lo consideren un déspota. La división de la opinión es tajante y apasionada. No hay resquicio en este momento para actitudes tranquilas ni posiciones diversas.
Ni en medio de la enfermedad atroz que doblegó un cuerpo tan recio como un toro de lidia, ni en el instante en que voló por todo el planeta la noticia de su muerte, se atenuaron las calificaciones de verdugo o dictador de sus contradictores. Pero, a la par, en esos meses de suplicio, crecieron los afectos y las adhesiones, que se manifestaron dramáticamente a partir de las 4:25 de la tarde del 5 de marzo, cuando falleció el hombre más influyente de América Latina en los últimos 20 años.
Vi, no sin asombro, el rostro adolorido de todos los mandatarios de la región suramericana, sentí la voz quebrada o las lágrimas de Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Kirchner, Dilma Rousseff, Pepe Mújica y otros tantos. Entendí que Chávez había suscitado una admiración y un afecto fuera de lo común, mucho más allá del respeto y el cariño que genera el compartir ideas y propósitos de gobierno en un continente joven, atribulado por graves problemas sociales y ansioso de cambios.
Pero el tiempo, que mitiga los odios y tranquiliza los amores, forjará una historia en la que seguramente Chávez no será ni salvador ni déspota. En muchos años se le reconocerá, tal vez, que gracias a su ilusión reformadora millones de personas salieron de la pobreza y accedieron a servicios de salud, de educación, de vivienda, compartiendo alguna parte de una colosal renta petrolera que antes se la repartían entre unas élites indolentes ante las angustias de los menos favorecidos.
Se dirá, quizás, que su vena de caudillo y su inspiración populista sirvieron para generar la más caudalosa, constante y fervorosa participación política en una región donde el abstencionismo, la apatía y la desconfianza hacia los partidos son plagas que marchitan sin cesar la democracia. Se reconocerá que bajo su influjo América Latina pensó un poco más en su autonomía, buscó un poco más su integración, empezó a tomar distancia frente a designios de Estados Unidos nada benéficos para nuestros pueblos.
Es probable, también, que con el correr del tiempo las personas más cercanas a sus ideas se den cuenta de que la construcción de una nueva Venezuela significa ante todo encontrar el camino para convertir la riqueza de recursos naturales en riqueza productiva, en industrias, en servicios competitivos; implica forjar una masiva y potente clase media y dar un salto en la cohesión social y en la unidad nacional. Aspectos en los que no es muy difícil descubrir que se retrocedió.
Se entenderá igualmente que la democracia es algo más que desatar oleadas de participación popular y someterse periódicamente a procesos electorales, así esto sea decisivo. Para cocinar una democracia profunda hay ingredientes indescartables: división de poderes, respeto a la prensa crítica y a la oposición política, acatamiento riguroso a las reglas preestablecidas; y en esto falló Chávez una y otra vez.
Lo mejor para Venezuela y para toda América Latina sería que los herederos y los críticos voraces de Chávez se dieran cuenta muy pronto de que sus aciertos están lejos de representar una salida a la encrucijada que afrontan nuestros países, y sus limitaciones y defectos no dan para definirlo como un déspota desalmado que arruinó el futuro de una nación y de un continente.