Voy a decirlo en forma dramática: estas negociaciones de paz se salvan si el presidente Santos y el jefe máximo de las Farc, Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timochenko, se empeñan a fondo en sembrar confianza en la ciudadanía, si asumen en el día a día el liderazgo del proceso, si salen a controvertir con argumentos ciertos a los enemigos de la salida política al conflicto armado, que son muchos y son muy poderosos.
Ahora no tenemos “unos enemigos agazapados de la paz” como dijera Otto Morales Benítez a principios de los años ochenta del siglo pasado. Ahora los enemigos de la negociación son abiertos y públicos, con gran resonancia en todos los medios de comunicación y en las redes sociales.
Sus argumentos son falaces, pero muy sugestivos para una ciudadanía adolorida por los estragos de un largo conflicto. No nos oponemos a las negociaciones de paz, dicen, nos oponemos a la manera como se está negociando, nos oponemos a hacerle concesiones al terrorismo. Mentiras. Están en desacuerdo con la salida negociada. Es así, pero no se atreven a decirlo. Su repertorio es la rendición. Que las guerrillas dejen las armas, sus jefes vayan a la cárcel y los combatientes ingresen a unos programas de reinserción. Es un discurso fácil, reiterativo y eficaz.
Esconden con gran habilidad dos verdades: 1. El Estado no ha podido ni podrá a corto o mediano plazo acabar con las guerrillas por la vía militar. Lo intentó con todos los recursos y con todo el apoyo nacional e internacional y no pudo. 2. Persisten como marcas de hierro unos problemas claramente identificados que han alimentado este conflicto: la enorme disputa por la tierra, la bárbara utilización de la violencia para impedir que florezcan nuevas alternativas políticas, la persistencia de los cultivos ilícitos y del tráfico de drogas, la negación inveterada de los derechos de las víctimas y, claro está, una triste disposición de jóvenes campesinos para enrolarse en grupos irregulares. Escamotean esto porque saben que al negar las causas del conflicto están aboliendo también las razones para la negociación.
Estaban esperando, con una ansiedad no disimulada, que Santos proclamara la necesidad de una tregua bilateral como entorno de la negociación, para soliviantar a la población y a los militares gritando a voz en cuello que el presidente estaba amarrando a las Fuerzas Armadas, que se estaba atravesando en la segura victoria de la fuerza pública. Pero, como el primer mandatario prefirió negociar en medio del conflicto, ahora, con el mayor descaro, utilizan cada acción de guerra, cada dolor que las guerrillas le infringen a los soldados o a la población, como un trofeo y un ariete para golpear a la mesa de La Habana.
Tienen otra bandera: la Justicia. Sin el menor sonrojo se opusieron al marco jurídico para la paz y señalan a diario que los tribunales internacionales no permitirán fórmulas de Justicia transicional que abran las puertas para el reintegro de estas fuerzas a la vida civil y la consecuente participación en la política nacional. Increíble. Porque son los mismos que, en los casos de violaciones a los derechos humanos por parte de los agentes del Estado, repudian los fallos de estos tribunales y controvierten su competencia para intervenir en los casos de derecho humanitario en nuestro país.
Santos y Timochenko tienen que salir a enfrentar esto. Tienen que salir a decir, en medio de los enfrentamientos dolorosos y de enormes dificultades, que esta negociación terminará con un acuerdo de paz al finalizar el año. No pueden dedicar sus cartas o discursos a hacerse acusaciones y reclamos. No pueden darles papaya a los enemigos de la negociación.
Me dicen amigos analistas que Santos puede mantener el discurso de que si las cosas no resultan se parará de la mesa y quedará muy bien haciendo un plan B de acción militar sobre las Farc. Nada más falso. El plan B lo hará Uribe como ministro de la Defensa de su candidato presidencial, quien derrotará a Santos montado en el discurso del fracaso de la paz. Tampoco Timochenko encabezará el plan B de la guerrilla. Las Farc no le perdonarán la derrota de una negociación que se mantuvo aun sobre el cadáver de Alfonso Cano.