Quizá no hay otro lugar en el mundo donde dos procesos de paz –el de Santa Fe de Ralito que terminó en un acuerdo entre las partes y el del Caguán que creó la gran ilusión de un final de éxito– hayan generado luego, entre sus protagonistas, una brutal cadena de odios. Tal vez algún lector tenga conocimiento de un hecho parecido.
He explorado muchas experiencias y no he podido encontrar semejante paradoja. Lo usual es que quienes firman la paz o hacen un denodado esfuerzo para lograrla hablen de gratitud o, incluso, en algún momento, de importantes alianzas estratégicas.
No ocurre en Colombia. Las recientes declaraciones de Pastrana sobre el proceso de paz con las Farc mostraron cuán grande es el resentimiento del expresidente con quienes fueron sus interlocutores hace 13 años. No sabíamos que guardara tanto rencor. Tampoco imaginamos nunca que de las negociaciones entre los paramilitares y Uribe iría a resultar la más grande enemistad del país. La sed de venganza entre los principales jefes de las autodefensas extraditados a Estados Unidos y el expresidente no se aplacará en muchos años.
La situación es aún más extraña, o más irónica, si se piensa que quienes lideraron esas negociaciones de un lado y del otro tenían al inicio una afinidad o cercanía que presagiaba un fácil trámite del proceso. Para nadie es un secreto que los paramilitares sentían una gran simpatía por Álvaro Uribe y hoy está suficientemente demostrado que contribuyeron bastante a la elección de su bancada parlamentaria y a la propia campaña presidencial. No menor fue la contribución de las Farc al triunfo en la segunda vuelta de Pastrana. La empatía inicial se tornó en un desafecto sin nombre.
El Libertador ya había advertido ese rasgo triste de nuestra Nación en palabras tan ciertas como duras. “Cada colombiano es un país y un país enemigo”, dijo alguna vez en medio del desengaño. El rasgo perdura y es fuente de muchas desgracias. Nadie discute que en el telón de fondo de este conflicto hay dolorosas exclusiones políticas y desigualdades sociales, pero ya no podemos negar que hay también unas memorias vengativas que alimentan y prolongan esta confrontación.
Son las memorias del odio. De las afrentas personales que no se olvidan. De los recuerdos dolorosos de familia que se transmiten de generación en generación. Alguna vez, en un diálogo alucinante, alias Ernesto Báez le preguntó a Carlos Castaño que con cuál relato iba a aglutinar las fuerzas para formar el movimiento nacional de las autodefensas.
Castaño le contestó que no había motivación más grande que la venganza. Le hizo una lista enorme de personas que habían recibido alguna agresión de la guerrilla y tenían el suficiente dolor para apoyar la cruzada de exterminio. Luego contaría en su libro que había aprendido esto de los israelíes. No ha sido el único en invocar los dolores para acometer la guerra. Si examinamos los discursos de los jefes guerrilleros o de los más caracterizados dirigentes del país encontramos un aliento parecido.
En Colombia tenemos la doble desgracia de acumular odios por las agresiones recibidas y por las reconciliaciones intentadas y fracasadas. Por las traiciones urdidas. Es una marca infame de nuestra historia. Ahí seguimos. He pensado con verdadera angustia en la herencia de odios que arrastramos a propósito de las declaraciones de Pastrana y de la marcha del 9 de abril para respaldar las negociaciones de La Habana. He recordado, no sin aprehensión, la marcha del 4 de febrero de 2008 contra las Farc y el secuestro.
Me aterra pensar que la marcha de abril se convierta en la contracara de aquella masiva acción contra las Farc. Visité fugazmente ese 4 de febrero dos o tres concentraciones y sentí el dolor y el rencor. Lo comprendí. Pero supe que de allí no saldría un país distinto.
Tampoco saldrá nada de esta marcha si los organizadores no tienen el coraje y la nobleza de enviar un mensaje de perdón y de reconciliación. Si no orientan sus energías a conjurar las memorias vengativas. Si no son capaces de frenar el vituperio contra aquellos que hoy atacan el proceso de paz. Me niego a pensar en un fracaso de la paz que agregue más odios a este país de odios.