En una ocasión le pregunté a Ricardo Calderón si alguna vez pensó en ser policía. Al fin y al cabo, sus dotes de sabueso son poco comunes. Entonces me respondió que en sus años mozos lo había intentado pero desistió cuando se dio cuenta de que en la Escuela de la Policía no había agua caliente.
Incapaz de soportar los gélidos baños mañaneros, decidió estudiar periodismo en la Universidad de la Sabana, de donde saltó a la revista SEMANA como practicante.
Durante varios años fue el perfecto ‘carga-ladrillos’ de la sala de redacción. El que todos los periodistas de “cartel” mandan al juzgado, a la reportería de calle y a las interminables audiencias públicas de un juicio. En aquella primera época escribía sobre la Fórmula Uno en el día y en las noches corría en piques de carros en la autopista norte. Desde entonces, duerme poco.
Su primera misión periodística importante consistió en pasar navidad y año nuevo en El Caguán, durante los diálogos entre el gobierno y las Farc. Le bastaron pocos días para descubrir una extraña donación de refrigeradores que el gobierno de Irán le había hecho a un municipio de la zona de despeje y que daba pistas sobre la doble agenda de la guerrilla en ese proceso.
En 2002, cuando estaba tras la pista del tráfico de animales exóticos en Sucre, Ricardo se encontró con una investigación condenada a morir en manos de las autoridades de ese departamento. Se trataba de unas grabaciones que demostraban la conexión de algunos ganaderos y políticos, como el senador Álvaro García Romero, con la masacre de Macayepo. El reportaje que publicó SEMANA en ese entonces abrió la Caja de Pandora de lo que un lustro después se conoció como la parapolítica.
Lo del DAS fue una historia con más capítulos. El primero ocurrió cuando los paramilitares todavía eran dueños de medio país y Ricardo fue a entrevistar a uno de ellos, que era el amo de Cundinamarca. Allí se encontró con que estos señores tenían unos sofisticados equipos de comunicación, con los que hacían interceptaciones y que pertenecían al DAS. Y que detectives de ese organismo de inteligencia iban a rendirles cuentas a los jefes de las AUC, sin ningún pudor. Apenas era la punta del iceberg de la alianza criminal que se descubriría después en los computadores de Jorge 40.
La segunda parte empezó por casualidad cuando unos agentes del DAS querían denunciar la corrupción que se había presentado en la compra de unas cafeteras para la institución. De nuevo Ricardo, cigarro y café en mano, fue halando hilos hasta dar con la verdadera primicia: las interceptaciones ilegales que hizo ese organismo, en el marco de la mayor conspiración contra la justicia que haya vivido el país.
Fueron meses de escuchar grabaciones, revisar documentos, hablar con testigos perseguidos, verificar datos, mientras era acosado por los “tiras” de esa institución. Lo chuzaron, lo ‘hackearon’, le tendieron trampas, y le enviaron tantos sufragios como para hacer un libro. De esa época heredó una úlcera que calma, por ratos, con jarabe de caléndula.
Hace algo más de un año denunció la guachafita que tiene en la prisión del Ejército, en Tolemaida, cierto sector de militares protegido por ciertos poderosos altos oficiales en retiro. En su momento el gobierno anunció sanciones y medidas correctivas que al parecer, nadie dio…o nadie acató.
Un nuevo informe, publicado hace dos semanas, demuestra que aquella cárcel sigue siendo tierra de nadie. Y que hay, repito, un sector corrupto del Ejército que es intocable, y que tiene altísima protección política.
Posiblemente por eso quisieron matar a Ricardo –o silenciarlo- el miércoles pasado cuando balearon su carro en la ruta que de Ibagué conduce a Bogotá. El atentado le ha revelado al público lo mucho que Ricardo Calderón, quizá el más anónimo de los periodistas, ha hecho por la democracia de este país.
El Fiscal anunció que ya está sobre la pista de los culpables.
Ojalá no nos salgan con que fueron las FARC, o el Parche de Zuley.
Twitter: @martaruiz66