Al presidente Juan Manuel Santos le ocurre últimamente que lo que hace con la mano izquierda, se lo tira con la derecha.
En la mano izquierda está la iniciación del proceso de paz, cuyo anuncio hace más de un año revivió el optimismo por la reconciliación nacional, y en la derecha un ministro de Defensa –Juan Carlos Pinzón- a quien con sobrada razón las FARC definen como “un francotirador de la paz”.
En la mano izquierda las leyes de víctimas y restitución de tierras, que mostraron al comienzo de su gobierno a un mandatario en apariencia interesado en reivindicar las luchas campesinas y recuperar el campo para la prosperidad, y en la derecha un manejo errático de la protesta popular (“ese tal paro agrario no existe”) y el nombramiento de un ministro de Agricultura neoliberal –Rubén Darío Lizarralde-, representante de un grupo de voraces empresas palmicultoras.
En la mano izquierda un nuevo ministro de Minas y Energía –Amylkar Acosta- que se opone a la venta de Isagn, y en la derecha un decreto del ministro de Hacienda –Mauricio Cárdenas- que aumenta el precio de la acción para favorecer su venta.
En la mano izquierda una coalición de fuerzas agrupadas en la mesa de la Unidad Nacional con el propósito de acompañar a Santos en la altruista consolidación de la paz, y en la derecha la expedición de un decreto que les resucitó a los congresistas de todos los partidos los ocho millones de pesos que les había recortado el Consejo de Estado.
Podría pensarse que no es que lo que hace con una mano lo borra con la otra, sino que su modo de gobernar consiste precisamente en tratar de quedar bien con todo el mundo, y la parte loable del asunto estaría en que eso le implica hacer concesiones a la izquierda por aquí, a la derecha por allá y al centro por acullá, y los demás que se pongan en la fila para atenderlos.
Esto en teoría podría sonar pragmático y en tal medida conveniente, pero en el fondo -y en la superficie- revela una falta de coherencia ideológica, como de “traidor a su clase”, para usar una expresión de su propia cosecha. Y esta incoherencia, que también puede entenderse como falta de autenticidad, podría estar engendrando una de dos: o la semilla de su propia destrucción o una eventual reelección untada de generosa mermelada.
Decía Fernando Duque que mientras Uribe sobornó a dos congresistas (Yidis y Teodolindo) para lograr que le aprobaran la reelección, el actual presidente acaba de comprar la suya sobornando al Congreso en pleno, con la ‘prima de servicios especiales’ ya citada. Y en esto también tiene razón Juanita León, cuando escribe en La Silla Vacía que “más que su primo, lo puede perjudicar la prima”.
Lo cierto es que al día siguiente de haberles regalado tan voluptuosa prima, Santos se fue a conversar con su partido, el de la U, para que lo asesoraran y le dijeran si había llegado el tiempo de levantar las negociaciones con la guerrilla, o se aplazaban hasta después de las elecciones, o se continuaba en el proceso, o qué hacer, Dios mío, qué hacer. Y a modo de antepenultimátum puso como fecha límite el 18 de noviembre, siete días antes de la que él tiene para decidir si se va o aspira a quedarse.
Si nos atenemos a ese juego esquizoide que hasta ahora ha mantenido entre una y otra orilla –la de continuar el proceso o la de continuar la guerra-, todo daría para pronosticar que el próximo 18 de noviembre Santos dejará de endulzarle el oído a la izquierda con lo de la paz y regresará con la derecha (a la que supuestamente había traicionado) a repartir “más chumbimba”, que es lo mismo que semanas atrás había pedido su compañero de ‘clase’, Fabio Echeverri Correa. Con lo cual, de paso, le habrá arrebatado al expresidente Uribe su principal caballito de batalla.
Este timonazo ahora hacia la diestra, que se expresa tanto a nivel verbal como operacional en la arena del conflicto (Espada de Honor 2, con 50.000 nuevos hombres), podría obedecer al generalizado escepticismo que ronda en torno al proceso de paz, donde a la par que las FARC buscan la revolución por decreto, el gobierno pareciera buscar la rendición por la vía del diálogo. Y como hoy el 89 por ciento de los colombianos no acepta asignar curules a los guerrilleros en el Congreso sin elección popular, y el 53 por ciento rechaza un referendo para ratificar los acuerdos de paz (encuesta de Cifras & Conceptos), el presidente, que es amigo de quedar bien con todo el mundo, ha endurecido su lenguaje y ha vuelto al sirirí de “si fracasa el proceso no se habrá perdido nada, porque no se ha cedido nada”.
Espero por supuesto estar equivocado en este vaticinio pesimista, pero el problema con Santos es que por querer estar bien con todos a la vez, cada uno de ellos sabe que no pertenece a su bando y, en consecuencia, podría ser el siguiente traicionado.
MORALEJA Y CONCLUSIÓN: en la coyuntura actual el presidente Juan Manuel Santos es el amigo de todos… y de nadie.