OPINIÓN

Urge atender a todos los desplazados

Los riesgos para la población desplazada persisten, a pesar de los esfuerzos del gobierno.

Thérèse Morel
24 de abril de 2013

La visita del Presidente Juan Manuel Santos al predio Santa Paula, en Montería, despojado entre 1999 y 2006 por los hermanos Castaño y el cual fue restituido el pasado 12 de marzo mediante sentencia del Tribunal Superior de Distrito Judicial de Antioquia, es una imagen que refleja las transformaciones que se han registrado en el país en los últimos años.

Diez años atrás no se pensaría posible que víctimas del despojo realizado por parte de los más visibles representantes del paramilitarismo fueran beneficiarias de la protección de la justicia y de la asistencia económica por parte del Gobierno nacional. Tampoco era pensable que se retomara el diálogo con las FARC o que la agenda de las víctimas fuera una de las primeras líneas de la agenda gubernamental como lo es ahora.

Pero así como las políticas públicas y la voluntad del Estado han experimentado transformaciones, el conflicto, la violencia y su impacto sobre la población también han variado sustancialmente.

De una parte, nuevos y más grupos armados – algunos soportados en viejas estructuras – disputan territorios, diversificando sus fuentes de financiamiento y sus estrategias de control sobre la población. La vinculación a actividades como la minería del oro está generando impactos estructurales sobre procesos organizativos de las comunidades, sobre su cultura, la educación, la salud y el medio ambiente, sin que existan condiciones de protección para que las comunidades, en especial indígenas y afrodescendientes, puedan ejercer el control sobre sus territorios.

De otra parte, la intensidad de la presión sobre la población es mayor en las zonas en donde de manera desproporcionada se concentra el accionar de los grupos. El grado de concentración del conflicto en algunas áreas del país no es percibido por el conjunto de la sociedad. En términos de desplazamiento forzado, por ejemplo, mientras en el 2007 el 73% del desplazamiento se concentraba en el 17% de los municipios del país, en el 2011 el 27% del total de personas expulsadas se concentró en 3 municipios, Buenaventura, Tumaco y Medellín.

El Pacífico es una muestra más que representativa de esta realidad: homicidios de líderes, disputas por territorios, fracturas de procesos organizativos, desplazamiento forzado. Homicidios como el de Manuel Ruiz (Carmen de Bajirá, Chocó, abril 2012), Miller Angulo (Tumaco, diciembre 2012), y Demetrio López (Buenaventura, febrero 2013) ejemplifican el grado de violencia que se está viviendo y las dificultades que tienen las organizaciones étnico-territoriales y las víctimas para hacer efectivos sus derechos. En Córdoba, la semana pasada fue asesinado  Ever Cordero, presidente de la Mesa de Víctimas de Valencia y vinculado al proceso de restitución de tierras en la zona.

En el Pacífico hay consejos comunitarios que no pueden ejercer sus funciones. Hay juntas directivas desplazadas en su totalidad como consecuencia de las amenazas de organizaciones armadas. Los grupos armados en los cuatro departamentos de la región han llegado al extremo de definir esquemas de representación y de establecer organizaciones paralelas, para definir la participación y la disposición de los bienes del territorio. Afros, indígenas y campesinos ven así limitada su autonomía.

La discusión sobre participación política, protección de los territorios y aspectos culturales, sociales y productivos, en el marco del proceso de diálogo entre Gobierno y guerrilla, debería partir de la necesidad de reconocer y exigir de parte de todos el respeto de los procesos organizativos de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, y de generar garantías para que puedan participar libremente en los escenarios de discusión de políticas públicas y en los procesos de consulta previa.

Comunidades presionadas por esta realidad huyen en busca de protección a las cabeceras de las grandes ciudades de la región: Buenaventura, Tumaco y Quibdó. Allí se encuentran con escenarios de disputa cuadra a cuadra entre grupos armados que amedrantan a quien declara el desplazamiento y se apropian las casas de las personas desplazadas, sin que exista un marco de protección de viviendas abandonadas o en riesgo de abandono.

Allí, ven sus libertades restringidas y,  debido a que se da una amplia rotación de grupos armados, las comunidades sufren el castigo por parte de quien llega a intentar establecer el control local. Y para terminar de incrementar su vulnerabilidad, las autoridades no las reconocen como víctimas del conflicto, dada la interpretación que dan al artículo 3 de la Ley 1448 de 2011 y del hecho que no se ha dado aplicación aún a los criterios de interpretación definidos en la Sentencia C – 781 de 2012.

Pese a los cambios registrados en la  política nacional, el desplazamiento continúa siendo una realidad en Colombia, aunque su magnitud es hoy desconocida para la opinión pública dada la ausencia de reportes oficiales. Sin embargo, a través del seguimiento a los desplazamientos masivos realizado por ACNUR, entre 2011 y 2012 se presentó un incremento en un 60% en los casos identificados –no necesariamente registrados– lo cual llevaría a que en los dos últimos años más de 300 mil nuevos casos de desplazamiento podrían haber ocurrido en el país.

Contrario a lo que ocurría hace unos años, hoy el Estado tiene un compromiso decidido y explícito a favor de las víctimas; el problema es que la respuesta está siendo parcial frente al universo del mismo.

En ciudades como Quibdó, Medellín o Buenaventura, las comunidades nos dicen que las víctimas de homicidio, de vinculación forzada a las actividades de los grupos armados, son principalmente los hijos de quienes se desplazaron en los últimos 20 años. En esas ciudades, la ausencia de soluciones muestra que después de más de una generación las víctimas no han logrado superar la violencia; por el contrario sufren el impacto del círculo vicioso de la misma. De allí que resulte al menos contradictorio, que la administración que mayor convicción ha mostrado frente a su compromiso con las víctimas no haya podido asumir plenamente los retos de protección para esta población.

No es posible no abordar ni atender en su integralidad el problema, ni dejar de atender a un sector de la población porque se estará entrando en el mismo vacío que estamos constatando: en que las víctimas de hoy son la descendencia de las víctimas del pasado.

La ausencia de reconocimiento oficial de las víctimas de determinados grupos opera como incentivo para estos, quienes saben que no se van a llevar registros administrativos que los incriminen penalmente. En el plano de la responsabilidad local, la no inclusión de las víctimas de grupos post desmovilización, podría ser percibida como la invisibilización del impacto que su actuación genera sobre la población, incentiva la falta de respuesta de las autoridades locales como se evidenció recientemente en Buenaventura -donde casi 5.000 personas se desplazaron entre octubre y noviembre de 2012- y aumenta el grado de estigmatización frente a la población que se desplazó como medida  de protección.

Sin una corrección a esa aproximación parcial y discriminatoria, el esfuerzo de esta transformación resultará insuficiente frente a la situación humanitaria que se está enfrentando. Lo importante es que el Estado colombiano en su conjunto está a tiempo para adoptar los cambios que permitan asegurar la paz y la seguridad para todos los colombianos.

*Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Refugiados, Colombia

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