Ahora que amainó la tormenta de una contienda electoral hasta cierto punto repugnante –sobre todo por la feroz campaña de propaganda negra que desplegó el uribismo-, conviene permanecer alerta ante posibles coletazos de la bestia herida, sin dejar de reflexionar en torno a la acusación de “traidor” que lanzó Uribe durante los cuatro años de mandato de su sucesor.
A esa palabreja se agarró como caballito de batalla desde el momento en que Juan Manuel Santos anunció que se embarcaba en la búsqueda de la paz para Colombia, con lo cual este aparecía traicionando la causa en la que se había empeñado su jefe, la de aplastar a los grupos guerrilleros por la vía de una victoria militar, la única permitida para el “guerrero” que Uribe se jacta de ser. Si esto fuera una novela, se diría que Santos traicionó a una esposa autoritaria y dominante para irse con una amante… de la paz, mientras hoy la despechada sigue buscando cómo vengar la afrenta cometida por quien gozó de sus favores y de su confianza.
Según Nicolás Maquiavelo, “los traidores son los únicos seres que merecen las torturas del infierno, sin nada que pueda excusarlos”. Esto da una idea de la gravedad del término, que se instala como una mancha de Caín sobre la frente, y explicaría por qué Santos quiso suavizar el anatema diciendo que más bien había sido “traidor de su propia clase”. Pero si echáramos un vistazo retrospectivo sobre la historia reciente, quizá podríamos llevarnos la sorpresa de encontrar que el verdadero traidor fue quien fungía de ofendido acusador.
Comencemos por anotar que Álvaro Uribe portó el carné de miembro del Partido Liberal durante toda su carrera política, desde que fue director de la Aeronáutica Civil, pasando por concejal, alcalde de Medellín, senador y gobernador de Antioquia, con una sola y única excepción: cuando fue candidato y luego presidente de la República, a nombre del movimiento Primero Colombia que fundó meses atrás con su primo Mario. Su última actividad política como liberal se dio cuando regresó de Inglaterra para apoyar a Horacio Serpa en su primera aspiración a la presidencia en 1998, en la que el candidato del liberalismo fue derrotado por Andrés Pastrana gracias a unas fotos que este se hizo tomar con Tirofijo y el mono Jojoy.
Cuatro años después se dio la paradoja de ver a Serpa y Uribe ya no trabajando juntos, sino enfrentados en busca del mismo cargo. Y fue precisamente a partir de 2002 cuando de la mano (dura) de Uribe el país dio un vuelco inusitado de 180 grados hacia la derecha, con un aspecto al que los historiadores no le han prestado la debida atención: el recién posesionado Presidente de la República se quita la careta de demócrata que traía hasta ese día, traiciona el ideario del pensamiento liberal y comienza a aplicar sin tapujos una ideología profundamente reaccionaria, emparentada en lo político al general Francisco Franco y en lo militar al general Augusto Pinochet, con la única diferencia de que Uribe no se impuso por la vía de las armas sino por la de la urnas, de modo que no se podría hablar de una dictadura sino de lo que Juan Manuel López Caballero definió como una dicta-blanda.
Si blandos hemos de ser pero de traidores se ha de hablar, diríase entonces que lo que traicionó Uribe fue la civilidad, entendida como una herramienta de concertación democrática mediante el diálogo y la búsqueda de consensos, para ser remplazada por una visión donde primó un autoritarismo ramplón acorde con su cosmovisión militarista. Y se dedicó a imponer lo que llamó el ‘Estado de opinión’, consistente en que el inmenso prestigio del que disponía sobre unas masas adocenadas le extendió patente de corso para atropellar, espiar o aplastar por igual a enemigos y contradictores.
En dicho contexto se ubica lo de las ‘chuzadas’ del DAS, pero esto es un piropo al lado de la campaña de exterminio benignamente conocida como de los ‘falsos positivos’, cuando bajo coordinación directa del general Mario Montoya (según confesión reciente del coronel Robinson González a la Fiscalía),
se convirtió en “política institucional” la ejecución extrajudicial de más de 4.000 personas para hacerlas pasar como bajas de la guerrilla, y a cuyos autores Uribe sigue considerando héroes de la patria y perseguidos por la Fiscalía, sin olvidar además que revirtió de manera infame la culpa sobre las víctimas al decir de estas que “no estaban recogiendo café”.
No sería por tanto errado afirmar que durante su gobierno Uribe traicionó a ‘los civiles’ para irse en busca de soluciones genocidas o de facto, en aplicación de doctrinas neonazis de ingrata recordación en nuestro continente. Pero no contento con ello, después de su gobierno se dedicó a minar la moral de la tropa y a soliviantar a las Fuerzas Militares contra su comandante en jefe, en lo que
el senador Juan Manuel Galán calificó acertadamente como “traición a la patria”, delito este que está en mora de recibir el justo castigo que toda democracia operante debería imponer a quienes se apartan de la institucionalidad o conspiran contra esta.
Así las cosas, es a la justicia –o si no a la historia- a la que le corresponderá algún día juzgar quién fue el verdadero traidor, si Álvaro Uribe Vélez o Juan Manuel Santos.
DE REMATE: Mientras los tribunales se pronuncian sobre este y los demás delitos atribuidos al expresidente de origen ‘liberal’, no deja de ser pertinente la recomendación que el analista Germán Yances formula a los medios de comunicación: “Actitud responsable es comenzar a revaluar la credibilidad de Uribe, después de la cantidad de mentiras y embuchados que le ha metido al país. Ignorarlo del todo sería censura, pero en adelante los medios deberán evaluar muy bien, en aras de la verdad y del buen periodismo, qué de lo que dice o hace Uribe puede ser tomado en serio para publicar”.
En Twitter: @Jorgomezpinilla