UNIVERSO CRIANZA

10 cosas que no sabía antes de ser mamá

Decir que la maternidad cambia a una persona es una declaración obvia. Pero es al hacer un análisis profundo del ser que se es después de tener hijos que uno descubre cómo se ha convertido en otro sujeto nuevo, que ve el mundo de una manera distinta.

Carolina Vegas *
12 de mayo de 2018
El amor incondicional, el que nos puede llevar a abrirnos el pecho y extraer nuestro propio corazón para entregárselo a otro, ese solo lo aprendí con mi hijo | Foto: Pixabay

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1. No hay forma de planear la maternidad


Soy organizada, disciplinada y, sí, muchos dirán, cuadriculada. Estoy acostumbrada a planear todo y no me gustan las sorpresas. Tenía claro que quería primero establecer mi carrera, disfrutar de mi vida en pareja sin hijos, vivir fuera del país un tiempo, escribir un libro y publicarlo, y luego tener un hijo. Idealmente antes de cumplir los 32. Todo iba acorde al plan. Pero a la hora de buscar un embarazo, todo se torció. Resulta que en muchas ocasiones, millones alrededor del mundo, quedar embarazada no es fácil, ni rápido. La fertilidad es un tema espinoso y lleno de aristas, de tabúes y de silencios. Por eso a veces la vida pasa y parece que la infertilidad no existe. En mi caso particular una endometriosis y un síndrome de ovario poliquístico me cimbraron en algo el camino y los planes. Igual tuve mucha suerte y al final logré quedar preñada, llevarlo a término y tener a mi hijo. Pero también en el proceso me encontré con la misma enseñanza. Es imposible planear un parto. Empecemos con que la fecha posible de parto es un indicativo, casi nunca es la fecha que se puede marcar en el calendario con certeza, pues muy pocos niños nacen el día que calcula el ginecólogo. Y por el otro lado, mi plan de parto natural, sin epidural y cantando mantras mientras coronaba mi hijo, dándole la teta apenas saliera de mí, fue un sueño que nunca se cumplió. Luego de una inducción fallida y 12 horas de contracciones, terminé en un quirófano. Mi hijo nació por cesárea, mi esposo conoció el color y la textura de mis entrañas, y no pude amamantarlo sino tres horas después de nacido. Que fue también cuando por fin lo pude alzar y apreciar bien, porque soy miope y las gafas no me las dejaron entrar a la sala de cirugía.

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2. La memoria es frágil

Y el tiempo vuela. Aunque quisiera no olvidar ninguna palabra, ningún gesto, ninguna caricia, ninguna sensación, ningún olor, sé que inevitablemente eso sucederá. Ya ni siquiera me acuerdo de cosas que no anoto. Sé que es un truco de la biología, el famoso “baby brain”, que busca no solo que el cuerpo de la madre se enfoque en gestar, parir y criar, sino que también olvide lo duro, lo difícil, lo doloroso y lo quiera volver a hacer. Yo gozaba de una memoria maravillosa, prodigiosa casi. Ahora, desde que nació mi hijo, he olvidado dos años seguidos el cumpleaños de quien es mi mejor amiga desde hace 30 años. Ni hablar de todas las veces que voy al supermercado, lista en mano, y llego sin dos o tres cosas obvias como la leche, los huevos y la crema humectante. Pero también he olvidado que mi hijo no habló durante más de un año, que su cuerpo pesaba poquísimo, que podía durar horas mirándolo mientras dormía agarrado a mi seno. Que sea cada día más independiente, haya dejado el pañal y cuente historias, parece ser un estado eterno. Y menos mal, porque de solo pensar en aquel bebé que ya no es me entra una nostalgia inmensa, porque el tiempo es amigo y enemigo y no hay momento en que uno sienta más la finitud de su propia vida que cuando se convierte en mamá o papá.

3. Ahora sé que me voy a morir

Soy consciente de mi mortalidad y de la mortalidad de todas las personas a quienes amo y siento el paso de cada minuto. Eso me hace apreciar más la vida, pero también me hace sentir que como arena se me escapa entre los dedos. Antes no me importaba morirme, es más siempre pensaba, de forma egoísta ahora lo sé, que prefería ser la primera de mi familia inmediata en morirme, para no vivir la ausencia y el duelo por los demás. Hoy siento que no puedo morir, no todavía, no hasta que mi hijo tenga 80 años. Y que ninguno de mis seres queridos puede hacerlo tampoco. Y me despierto a mitad de la noche angustiada, porque sé que una mamá tampoco debería poder enfermarse jamás. Debería estar prohibido. El caso es que desde que di vida, percibo a la muerte más cerca que nunca.

4. Ahora entiendo a mis papás

Aunque eso no quiera decir que no los cuestione, claro que no. Porque qué sería de los padres sin hijos que los hicieran esforzarse un poco más y querer ser mejores también, siempre. Pero la verdad es que hoy entiendo tantas cosas que quizás antes me parecían intensas, mamonas, superfluas y hasta ridículas. Entiendo que un hijo amado es un apéndice más del cuerpo, carne de mi carne, alma de mi alma. Que cada dolor que él sienta lo sentiré yo también. Que cada lágrima suya, hasta la más cocodrilezca, rodará por mi mejilla. Y sobre todo, que así me equivoque, siempre actuaré pensando en su bienestar y en su futuro. Que pondré sus necesidades por encima de las mías y que haré lo necesario para que él sea feliz. Porque así me criaron a mí, y los padres de uno son la primera escuela de crianza que tenemos, para bien o para mal.

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5. Y no puedo dejar de pensar en los otros niños

En los niños que crecen sin amor, maltratados, víctimas de tantas violencias. Y veo a mi Luca y pienso que ningún niño merece sentir dolor o miedo. Ni merece crecer sin saber que su único deber en la vida es ser feliz. Cuando somos pequeños nos cuentan la historia del Coco para asustarnos. Para hacernos creer que el peligro está allá, afuera, en la calle, lejos de la familia. En teoría lejos del amor. Pero despertar de adulto y descubrir que en un país como Colombia el lugar más peligroso para un niño, niña o adolescente es su propia casa, que las violencias se ejercen de puertas para adentro y que el Coco es una excepción, lo hace a uno pensar que sin duda el cambio más importante que necesita este país parte de la idea que tenemos sobre la crianza misma. De cómo estamos queriendo y educando a nuestros hijos. De cómo está ahí la semilla de la sociedad a la que aspiramos ser. De la sociedad que somos.

6. El miedo

En la Colombia en la que crecí, y he vivido, es imposible vivir sin miedo. Es casi como una camiseta más que uno se pone todos los días. Es una realidad del estado de los nervios, inevitable, que no se va. Y aun así, desde que soy mamá he sido capaz de sentir más miedo que antes, porque ya en caso de emergencia no soy yo la que se tiene que salvar. Ahora tengo que salvarlo a él y esa es mi misión esencial. Entonces tengo miedo de un temblor, un incendio, una bomba. Quizás por eso es que aún insisto tanto en que durmamos todos juntos en la casa, porque creo que la cercanía me regala segundos de acción valiosísimos en caso de una emergencia. Pero así mismo siento miedo cuando lo veo intentar saltar de la cama al piso, cuando su tío lo columpia con una fuerza que percibo excesiva, cuando toco su frente afiebrada. Y es un miedo más grande que el que sentí jamás.

7. El verdadero significado de la palabra “cansancio”

Lo lamento, de antemano me disculpo, no es mi intensión discriminar. Creo con firmeza que la maternidad y la paternidad deben ser una opción y una decisión personal y respeto a todos los que optan por no seguir ese camino, es su derecho. Pero debo confesar que me parece tiernísimo y chistosísimo cuando alguien que no es padre o madre me dice que está muy cansado. Me parece una ternura porque ellos, de verdad, a menos que hayan sobrevivido el apocalipsis zombie o la tortura, no tienen idea del real significado de la palabra cansancio. No saben qué se siente después de meses de dormir si mucho dos horas de corrido, con constantes interrupciones. No conciben el desgaste de pensar todo el día en logística y la carga de la doble jornada. Y pueden aún dormir los días de descanso laboral, o ver maratones de series por Netflix, leer el periódico mientras se toman el café de la mañana, ir al baño solos, sostener una conversación sin interrupciones. En fin.

8. La paciencia

Cada hijo es un maestro que llega a enseñarles a sus padres lecciones que de otra manera no tendrían cómo aprender. En mi caso fue la paciencia. Ya hay cosas que me pasan de largo más fácil. No tengo problema a la hora de esperar en una fila, de hacer un trámite, de recoger cientos de juguetes regados por el piso, de esperar a que el niño se duerma. He aprendido a darle importancia a lo que lo tiene y quitársela a lo que no. La prioridades han cambiado y tengo claro que primero está mi familia, luego yo y después lo que sea. También es una lección para el ego, cuando uno aprende a poner a otros por delante de uno y entiende que el universo no gira alrededor de nadie.

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9. Lo injusta que es la sociedad con las madres

Las madres perfectas no existen, así como tampoco existen las personas perfectas. Aun así por virtud de no sé qué estigmas locos se espera que de todos los seres que caminan sobre la faz de la tierra las mamás sean los más cercanos a la divinidad, a la pulcritud, a lo sublime. Eso lo único que genera son ideas retorcidas y presiones absurdas que recaen sobre nosotras con el peso de un piano que tenemos que cargar todos los días. Y ni hablar de lo que han generado la redes sociales con sus madres de selfies perfectas, cutis impolutos y cuerpos de modelo, que parecen tenerlo todo bajo control con hijos y casas prolijas, experticia de chef y carreras sobresalientes. Se espera que seamos todo eso y mucho más, mientras ni el Estado, ni la sociedad, nos lanzan siquiera un flotador salvavidas pequeño para no hundirnos en la vastedad de la presión de llenar todas esas casillas para no sentirnos fuera de lugar. Y es que en la mayoría de los casos ni siquiera es un tema de autoestima, es un tema de supervivencia, en donde no contamos con un real apoyo para poder llevar a cabo una crianza exitosa, sin sacrificar nuestras carreras o nuestras familias. La madre como el más divino de los seres y al mismo tiempo el más olvidado, criticado y desprotegido de los individuos, a todo nivel.

10. El amor

Antes de Luca el amor, el Amor, era una aspiración romántica, un ideal, un sueño. Claro que sentía amor. Claro que podía declaralo a otras personas. Pero el amor incondicional, el que nos puede llevar a abrirnos el pecho y extraer nuestro propio corazón para entregárselo a otro, ese solo lo aprendí con Luca. Sé que soy capaz de hacer cualquier cosa por él. De subir cualquier montaña, nadar cualquier océano, pelear contra el monstruo que sea, comerme todas las alverjas para darle buen ejemplo, ser la mejor versión de mí misma, por él. Para él. Y sé, hoy sé, que ese es el mismo amor que sienten mis papás por mí y conozco también el significado real de la palabra: “gracias”.

*Editora de SEMANA y autora de las novelas Un amor líquido y El cuaderno de Isabel (Grijalbo).