LIBROS
La bala vendida, una mirada a la historia colombiana
Alfredo Molano comparte la reseña del último libro de Rafael Baena, un relato que transcurre entre guerras de la Colombia de finales del siglo XIX, y que detalla la marcha fúnebre de mujeres que pierden a sus hombres.
La bala vendida es el nuevo libro de Rafael Baena que con sus otras novelas históricas –Tanta sangre vista y ¡Vuelvan caras, carajo!– completa el tríptico admirablemente escrito sobre la guerra y el amor.
Amores inconclusos, como los que todos hemos vivido, y guerras incompletas, perseverantes, como todas las que ha vivido el país y vivimos.
Baena crea en La bala vendida una mujer, Micaela, a su gusto y medida. Una potranca, caprichosa, altanera, que quizá de existir en carne y hueso no se habría dejado escribir. Más aún, es ella la que crea los demás personajes: el coronel Marcial Orduz, su hermano, en pie de guerra contra la regeneración de Núñez y Caro, cuatro años antes de que se inició nuestra última guerra civil regular; el coronel Vicente Orduz, hermano también, peleado en Venezuela y en Cuba al lado de Avelino Rosas, bajo el mando de Maceo; Débora, su cómplice y primorosa hermana, que detesta la guerra y, sin embargo, convierte Saia, la heredad familiar, en un refugio y sanatorio de guerreros más muertos que vivos; Sandalio, el mayoral de la hacienda, un negro fiel y liberal. Y claro, los amores de unos y otros.
Al lado desfilan los generales y caudillos. Uribe Uribe, una nulidad militar que se engomaba las guías de su bigote antes de cada encuentro con el ejército conservador; Vargas Santos, el Director General de la Guerra, un anciano al que no le podía dar el sol y a quien tenían que llevar en guando, más que a pelear a tratar de arbitrar la trágica rivalidad entre Uribe y Benjamín Herrera; Próspero Pinzón, el general del ejército godo que se arrodillaba a rezar el rosario mientras miraba a su tropa cometer las barbaridades más brutales en Palonegro.
El alcohol, otro personaje. Los generales emborrachaban a sus soldados con pólvora y ron y los mantenían borrachos con guarapo, ganaran o perdieran los encuentros.
La Guerra de los Mil Días comienza con el desastre de Los Obispos, donde todos, oficiales y soldados, celebraban jinchos la victoria de un combate menor, y termina con la borrachera de la derrota en el sitio de Cúcuta. ¿De qué otra manera se les podía insuflar moral de combate a unos campesinos llevados al sacrificio amarrados por el cuello y que no tenían ni la más remota idea de las razones que aducían los hacendados, sus señores, para pelear?
La bala vendida tiene un ritmo casi épico. Los sucesos, los amores, los personajes se van encontrando, tejiendo, en batallas menores, hasta la madre de las batallas, Palonegro, donde –dicen los que vivieron para contarlo– sólo se retiraron los combatientes cuando el hedor de los cadáveres hacía imposible respirar, y la sangre, al tobillo, hacía imposible cargar contra el enemigo.
Al final del libro, los generales se evaporan; también los amores. Micaela, hecha a la medida del deseo, termina administrando una empresa aduanera en Barranquilla, y Débora, cargando el peso de la hacienda.
A veces da la sensación de que Rafael es tan pesimista de la guerra como del amor y sin embargo, no renuncia ni la lo uno ni a lo otro.
Enamorado escribe sobre Micaela a sabiendas del peligro que encierran sus melindres; y, detestando la guerra, no renuncia a participar en ella escribiéndola.
La bala vendida está envuelta en una tensa nostalgia: de la hacienda de Saia, del deseo de Micaela, de la musicalidad de su hermana y del desengaño de Vicente cuando Uribe Uribe y el generalato liberal desautorizan la transformación de la guerra regular en guerra de guerrillas tal como lo demandaba el general Avelino Rosas, que había traído entre sus alforjas el Código Maceo, un manual de guerra irregular que echaría raíces en Tolima, Huila y Cauca 50 años después.
Baena es simple y llanamente un Escritor y un escrupuloso historiador.