REFLEXIÓN
¿Hasta dónde llegarán las mentiras en internet?
Las noticias falsas y la visceralidad están desbordadas en internet y ninguna de las fórmulas planteadas para corregirlas ha funcionado hasta el momento.
Es una epidemia mundial. La difusión masiva de mentiras, noticias falsas, posverdades o como se las quiera llamar preocupa cada día más a la gente en todos los continentes. No es una coincidencia que se asocie con conceptos propios de la medicina: virus, peste, bichos. Y, según afirma un experto en el tema, Felipe Londoño de Precise Media, “lo único claro es que no existe una vacuna. Hace falta un Manuel Patarroyo o una ‘madame’ Curie, y no se ven por ninguna parte”.
Mentiras ha habido siempre en los medios amarillistas –los famosos tabloides- y los políticos han estado asociados con ellas. La demagogia se ha nutrido de promesas exageradas en las campañas electorales y de los logros en los gobiernos, y los ataques a los contradictores, con señalamientos sin prueba, han existido toda la vida. El derecho penal castiga algunas conductas con tipificaciones como la injuria y la calumnia. La mentira no nació en el siglo XXI.
Sin embargo, la epidemia parece tener algo nuevo. Después de la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones de noviembre de 2016 en Estados Unidos se ha hablado mucho de la llegada de una nueva era –la de la posverdad–, caracterizada por la inundación de mentiras ampliamente difundidas y creídas. Hoy se sabe que hubo campañas sistemáticas para propagar especies como que Barack Obama no había nacido en Estados Unidos o que el papa Francisco apoyaba a Trump, entre muchas otras, que tuvieron impacto demostrado en los votantes. En Reino Unido, con el brexit, y en el plebiscito sobre la paz en Colombia ocurrieron fenómenos semejantes.
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Hasta se ha llegado a decir que el aluvión de noticias falsas –fake news– puede llegar a poner en peligro la vigencia de la democracia. Desde los triunfos electorales del brexit y de Trump, las voces más pesimistas consideran que el mundo podría estar atravesando una etapa semejante a la de los años treinta del siglo pasado, que dio paso al auge de los populismos nacionalistas y a la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué diferencia a las mentiras en la política actual de las de siempre? Solo hay una respuesta posible: las redes sociales. La tecnología digital ha masificado el acceso de la gente a estas comunidades en las que no hay reglas de juego para comunicarse. Cualquiera puede, desde su teléfono, escribir un mensaje y acceder a miles, hasta millones, de lectores. Se trata de contenidos breves por naturaleza, y emocionales en su mayoría, que se leen mientras se aborda un bus o que pueden invadir espacios tan íntimos como una cena familiar. Por las redes, una creación del siglo XXI con tímidos antecedentes en los años noventa, puede llegar cualquier palabra hasta el último rincón del mundo y hasta la esfera privada de un individuo.
Nada de lo anterior explica por qué las redes difunden mentiras. De hecho, sería injusto decir que solo hacen eso. Por esos canales también transitan millones de mensajes reales y hay múltiples ejemplos de un buen uso de ellas para adelantar campañas en favor de causas relacionadas con el bien común, como la defensa del medioambiente, la igualdad de género o la solidaridad social. Pero nada de eso significa que no se han usado para mentir en forma masiva. “Es más fácil destruir que construir”, dice Londoño. Atentar contra una reputación toma menos tiempo y requiere menos datos que defender una honra. Sobre todo porque algunas de las características de las redes sociales facilitan difundir las mentiras eficientemente.
La clave está en la combinación de audiencias masivas y anonimato de los usuarios. Por definición, no existe responsabilidad. Se puede decir cualquier cosa sin poner la cara. Cualquiera es un informador. La regulación está rezagada frente al ímpetu de las acciones de los usuarios, y en todo caso es poco probable que un fenómeno tan enorme se pueda limitar con medidas legales. Con fuentes de difusión tan amplias y diversas, difícilmente serían aplicables los manuales de los medios tradicionales que incluyen principios éticos y reglas básicas para diferenciar la opinión de la información, para incluir fuentes diversas sobre una misma noticia, para establecer mecanismos de rectificación o corrección cuando hay errores, o para aceptar obligaciones en materia de rigor con la verdad. En las redes sociales, nadie exige nada de eso. “Las prácticas que se apartan de la ética son más factibles en internet”, dice Carlos Cortés, exgerente de Twitter en Colombia.
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Y los efectos en la política son profundos y nocivos casi siempre. Los ciudadanos se están desplazando masivamente hacia las redes para informarse. Leer mensajes de Facebook, Twitter, Instagram o cualquier otra comunidad virtual forma parte de la cotidianidad de los habitantes del siglo XXI. Lo saben los candidatos y los líderes políticos, que ya destinan porcentajes amplios de los presupuestos de campaña a los mensajes en las redes. No es una coincidencia que en elecciones recientes –como la de la segunda vuelta en Colombia en 2014 y en las presidenciales de Estados Unidos en 2016- se hayan producido escándalos por acciones de sofisticados hackers. En Colombia, espiaban las campañas del contrario. En Estados Unidos hay investigaciones serias sobre los intentos de Vladimir Putin, desde Rusia, para penetrar las campañas e influir en el resultado final. Los manipuladores virtuales son los nuevos genios de la mercadotecnia electoral.
Las vacunas
Ahora bien, ¿son tan malas las redes? ¿Hay salvación? En la jerga de las redes, fuertemente influida por el idioma inglés, algunas palabras describen prácticas cuestionables en el sentido de que confunden la mente de los ciudadanos porque difunden mentiras o tergiversaciones: troles, hackers, fake news, cuentas fantasmas. Una baraja de términos extranjerizantes que denotan conductas cuyo objetivo es cazar individuos para agregarlos a una causa. En esa esfera digital, en la que cabe todo el mundo, la conversación se hace en términos coloquiales y vulgares, sin ninguna sofisticación, con el efecto de degradar el lenguaje y el discurso de la política.
En la otra esquina, hay características del mundo digital que juegan una función constructiva –o podrían hacerlo- desde el punto de vista cívico o democrático. El acceso de cualquier persona, sin privilegios ni limitaciones, a canales de amplia audiencia, por ejemplo. O la posibilidad de publicar versiones u opiniones sin talanqueras impuestas por los grandes intereses. O el bajo costo, cercano a cero, de equilibrar las versiones de los hechos según las ópticas de los poderes tradicionales. Este conjunto de virtudes ha estimulado la creación de proyectos comunicacionales que en algunos casos han sido exitosos en términos de difundir visiones alternativas.
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La pregunta es qué pesa más: ¿la difusión masiva de mentiras o la utilización virtuosa de las redes? ¿Cuál podría ser una fórmula para alcanzar un resultado positivo? Los expertos consideran, en general, que controlar las comunidades virtuales es imposible. En primer lugar, por la magnitud del fenómeno. Imponer parámetros o controles en un universo tan extenso es más difícil que tapar el sol con las manos. Y en segundo, porque las propias redes tienen razones para no hacerlo. “Que la gente pueda compartir todo lo que quiere compartir es la esencia de esta actividad”, dice el profesor Clay Shirkey, en entrevista para The Guardian. El concepto de imponer límites o controles contradice la naturaleza libre del mundo digital.
Lo anterior no significa que no haya intentos. Las redes que cuentan con un mayor número de usuarios han intentado moderar la publicación de mentiras con fórmulas diversas, que buscan un delicado equilibrio entre evitar, al mismo tiempo, las mentiras y la censura. En general incorporan algoritmos para verificar datos, o mecanismos para que las propias comunidades, o editores especializados, alerten a los usuarios sobre el grado de confiabilidad de las versiones. Facebook, la red más popular del mundo, lanzó el 6 de abril un programa con el objetivo de minimizar la publicación de noticias falsas. Comenzó en 15 países, entre ellos Colombia. Por su parte Google anunció también, el 7 de abril, un nuevo mecanismo de “chequeo de datos”, en un grupo de países que, en una primera etapa, no incluye a Colombia. El proyecto ya se había iniciado desde octubre del año pasado, comenzó solamente en Estados Unidos, y ahora se irá expandiendo a cada vez más naciones.
Panorama incierto
En el escenario más pesimista se consolidaría el imperio de la mentira en las redes sociales. Es decir, ni los controles que ya están intentando las grandes redes, ni los que pueden aplicar las comunidades, ni los que se sugieren en organismos internacionales que protegen la libertad de expresión serían capaces de detener un fenómeno de semejante magnitud y de tanta fuerza. Esta opción obligaría a pensar en modelos políticos menos transparentes y democráticos, y en un periodismo en el que van quedando rezagados –o ‘enredados’- los intentos por salvaguardar la verdad.
Pero hay una visión optimista, en el otro extremo. Que los efectos negativos de la mentira sistematizada saturen a la gente, y esta reaccione contra la manipulación de las redes. Parece ingenua, pero casos recientes muestran que los fenómenos pueden ser pasajeros. Ya casi nadie recuerda la búsqueda de pokémones, que hace apenas unos meses hacía furor en todo el mundo. La semana pasada, por primera vez, más cibernautas utilizaron el sistema Android que Windows, lo que abre la hipótesis –impensable hasta ahora- de que en el mediano plazo los computadores puedan desaparecer, ante el ímpetu de los móviles. ¿Se desgastarán, también las redes? O al menos ¿su utilización para promover noticias falsas?
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En el mundo tecnológico también existe el péndulo. En el último congreso mundial, en Barcelona, Nokia sorprendió con la reaparición de un teléfono semejante a los ‘flechas’ de hace tres décadas, antes de que se iniciara la era de los inteligentes. Una gran multinacional no hace una innovación de tal naturaleza –así sea retro-, si no hay estudios de mercado que demuestren que hay gente hastiada con los excesos del mundo virtual, y que preferiría una versión moderada y más desconectada.
Cabría, entonces, un esquema intermedio. El de unas redes que, por efecto de controles propios y externos, logren realzar sus virtudes y minimizar sus defectos. Juan Carlos Flórez, concejal de Bogotá e historiador, hizo su última campaña en las redes, sin invertir un solo peso ni organizar un solo acto público ni una reunión. Las cuentas de campaña que le entregó al Consejo Electoral no tenían gastos y, en consecuencia, no pidió que le repusieran dinero por votos, como sería su derecho. Su concepción académica lo lleva a comparar lo que está pasando en el mundo de las redes con la coyuntura de los años treinta, cuando los caudillismos autoritarios proliferaron en Europa, en buena medida, gracias a la radio. Pero este medio no desapareció –y adquirió mucha fuerza- porque una cosa es el fenómeno y, otra, la forma de darlo a conocer. “Un martillo sirve para clavar una puntilla, y colgar un cuadro, o para golpear a una persona”, dice Felipe Londoño para argumentar que las redes, bien manejadas, pueden jugar un papel positivo. El problema es que nadie sabe quién puede ponerle el cascabel al gato. Y, tal como van las cosas, no van bien. La gente está enredada: atrapada por la red.