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Revindicando a todos los gatos: una reseña del libro ‘Gatos sin fronteras’
“Dios creó al hombre para servir al gato”. Esa es una de las tesis que plantea el escritor español Antonio Burgos en su exitoso libro ‘Gatos sin fronteras’, que cuenta, con humor, la historia de Remo, el gato callejero que adoptó.
En una mañana invernal sacada de un relato de Dickens, “fría y lluviosa, con el cielo plomizo”, un gato callejero –que se llamaría Remo– decidió adoptar a Antonio Burgos para que escribiera su historia, que es la historia “de todos los gatos del mundo y la Historia del Mundo vista por los gatos”. Esa fantástica narración está recopilada en las páginas de Gatos sin fronteras. Andanzas y fortunas de Remo, un gato callejero.
En el libro, Antonio Burgos se construye a sí mismo como un personaje que funge como testigo de esta “historia novelada de Remo, un gato romano, altanero, caprichoso, sibarita y egoísta, fiel representante de la más ilustre estirpe del Felis Viator, el gato callejero”. Burgos es una especie de historiador-narrador-omnisciente.
Ahora bien, ¿qué significa que el lector tenga ante sus ojos una historia novelada? Que combina elementos de narración histórica con narración literaria para crear un relato sobre la reivindicación del gato como sujeto marginal.
Surge Remo
La reivindicación del gato como sujeto marginal se plantea en dos sentidos: el nombre de Remo, por un lado, y el hecho de que sea callejero, por el otro. En cuanto al primero, Burgos alude al mito fundacional de Roma –el mito de Rómulo y Remo– y a la caída del Imperio romano. Inicialmente, Burgos e Isabel, su madre, creyeron que el gato era hembra. Sin embargo, el portero del edificio advirtió el error: “Los gatos tan pequeños no tienen su minina fuera”, razón por la cual " los que no entendemos nos parece que son gatitas, pero es un gatito”. Ante el cambio de género, lo llamaron Remo a pesar de que en el mito fundacional de Roma este perdió con su hermano Rómulo.
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Con respecto al segundo sentido, el del carácter callejero del gato, Burgos afirma: “Yo no quería un gato noble, sino un gato burgués. Vamos, un gato de clase media gatuna, sin tantos pujos de pureza de sangre y raza ni pergaminos de linajes, ladino gato cuarterón callejero, cruzado de mil razas extrañas que a mi tierra vinieron”. Esto es importante: el gato cuarterón callejero cruzado de mil razas extrañas simboliza al gato marginal en el que confluyen todos los gatos. De ahí que uno de los capítulos del libro se titule ‘Todos los gatos son mi gato’.
Una clase subalterna frente al ser humano
Remo decide reivindicar al gato frente al ser humano: “Dios también creó al hombre para servir al gato. Quizá la verdadera imagen de Dios sea el gato, no el hombre”. Burgos hace referencia a una anónima reescritura de la Biblia: “En el primer día, Dios creó al Gato. En el segundo día, Dios creó al hombre para servir al Gato. En el tercer día, Dios creó a todos los otros animales de la Tierra para servir de potencial alimento al Gato”.
Esta es una ingeniosa reivindicación del felino como una clase subalterna, que se ve claramente en Fernández, el gato de Josemi, un amigo de Burgos. Como Fernández era brutalmente golpeado por la cocinera, “se planteó el gravísimo dilema como problema de familia: había que optar entre la cocinera y el gato. Ganó la cocinera”. Es decir, no podía ganar el gato; tenía que ganar la cocinera porque es muy difícil encontrar quién cocine.
Siguiendo esa misma lógica, el oscurantismo medieval europeo quiso deshacerse de los gatos negros, incluso hasta el punto de desencadenar la peste negra –irónicamente, la falta de gatos negros la desencadenó–.
El gato frente a sí mismo
A diferencia del perro, el gato jamás tiene dueño; el gato es dueño de sí mismo en la misma medida en que es dueño del ser humano que lo acoge (y no al revés): “Sin que te des cuenta, el gato te marca como suyo, te impregna de un olor que sólo él percibe”.
Y esto es tan incontrovertible que Burgo dejó de ser niño el día en que Mil Rayas, su gato de infancia, desapareció de su vida: “Nada marca más la infancia de un niño que la pérdida de su gato. Es como una adelantada idea de la cercanía de la muerte”.
Mil Rayas reencarnó en Remo, quien era y había sido, y seguramente seguiría siendo, Chanoine, el gato de Víctor Hugo; o uno de los gatos de Édgar Allan Poe, que lo seguían –como Remo a Burgos– a todos lados; o el Gato de Cheshire, quien le dice a Alicia, incluso cuando es todavía sonrisa sin gato, que su camino depende de a dónde quiera ir. Remo es también el gato de la oda de Neruda, que “quiere ser sólo gato” y que, siguiendo la máxima de Mark Twain, si se cruzara con Burgos o con otro ser humano, “resultaría una mejora para el hombre”. Remo es también el gato de Borges, que está en otro tiempo –que debe ser el de la eternidad–.
Así, el gato “ya está enseñoreándose de la literatura, medida de todas las cosas, brújula de todos los caminos de la creación y del pensamiento”, pero además se convierte en motor histórico. “En cuanto a Lincoln, di, Remo, la verdad de la Historia: que la bendita idea de la liberación de los esclavos la aprendió Lincoln del comportamiento de su gato”, porque todo “gato es muy buena persona”.