GRUPO RÍO BOGOTÁ
El pasado persiste: Historias de mastodontes, panches y caminos reales
Varios sitios de la cuenca baja del río Bogotá lucen detenidas en el tiempo. Trochas abiertas por los indígenas panches, caminos reales por donde transitaron las tropas de la independencia y hasta fósiles de mastodontes hacen parte de su historia.
Miguel Ángel Rico, un tolimense de 76 años, mira con ojos de enamorado una trocha empedrada que baja por una calle de Tocaima, uno de los municipios de tierra caliente que hacen parte del último tramo del río Bogotá, cuando sale de la capital rumbo a su desembocadura en el Magdalena.
Pareciera que el viento le susurrara mensajes ocultos en los oídos y su boca empieza a moverse dando señas de que dará una gran intervención.
"Esas piedras inertes fueron testigos de la independencia del país. Por ahí transitaron las tropas de la campaña libertadora de Simón Bolívar y el entonces vicepresidente Francisco de Paula Santander. Además, ese camino fue un punto de encuentro histórico entre ambos próceres, cuando su relación estaba a punto de sucumbir", comenta Miguel Ángel.
Según Rico, por la trocha empedrada, que fue abierta primero por los indígenas panches, llegó Bolívar luego de liberar a los países del sur, a finales de 1826. “En Tocaima lo esperaba Santander para evitar un rompimiento total. Aquí firmaron un acuerdo histórico que sirvió como norma orientadora de la política seguida por los dos gobernantes”.
En la época de la independencia, el camino de piedra de Tocaima era una megaobra que conducía a Bogotá y seguía hacia Agua de Dios, Neiva, la Plata y Popayán. Pero con la llegada de las carreteras y las urbanizaciones, hoy solo sobreviven cerca de dos kilómetros. “Aunque a simple vista luce como un empedrado incómodo para caminar, este camino fue una vía fundamental en la historia de nuestro país”, dice este tolimense radicado en Tocaima desde hace 16 años.
El camino real de Tocaima fue testigo de un encuentro histórico entre Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
Rico también se ha empapado de la historia de la época prehispánica, cuando la cuenca baja del río Bogotá era gobernada por los panches. “Tocaima y todos los municipios de esta parte del país fueron habitados por estos indígenas, que luego fueron exterminados por los españoles para quitarles el oro. Estos eran dominios del cacique Guacaná, el más poderoso de los jefes comarcanos”.
En 1544, recuerda el historiador de cabello platinado, el capitán Hernán Venegas Carrillo fundó un poblado con el nombre de Tocayma, que quedaba a las orillas del río Bogotá. Era un fuerte militar de donde salieron los españoles a conquistar el río Grande de la Magdalena.
“Tocaima fue candidata para trasladar la Real Audiencia, es decir convertirse en la capital del país, pero el clima desmotivó a los españoles. En la colonia, el pueblo padeció por frecuentes inundaciones, y en 1581, casi 40 años después de fundada, una gigantesca avenida de agua del río Bogotá, arrasó con parte del territorio, destruyendo el cabildo y convento”.
Rico afirma que una imagen de San Jacinto quedó flotando sobre las aguas. “Ante la inundación, los gobernantes del momento vieron la necesidad de trasladar a Tocayma a un sitio más seguro, en donde hoy está ubicado el pueblo que todos conocemos como Tocaima”.
Este municipio, catalogado como uno de los más turísticos de Cundinamarca, no es el único terreno de la cuenca baja donde sobreviven las trochas de los panches, que luego fueron empedradas en el dominio español para el tránsito de sus mulas y caballos. “Los indígenas que fueron esclavizados fueron los que rellenaran con piedras y rocas las trochas”, complementa el historiador más famoso de Tocaima.
Cada uno de los 15 municipios que conforman la cuenca baja, alberga como mínimo tres trochas empedradas, las cuales hoy en día son aprovechadas por sus habitantes como atractivo turístico y sirven de recordatorio sobre la sobredosis histórica que guarda esta parte del país, por donde también pasó el sabio botánico José Celestino Mutis.
Los suspiros del Bogotá
Los municipios de Agua de Dios y Tocaima están separados por las aguas del río Bogotá, que justo en ese tramo lucen un poco más agrestes, caudalosas y cargadas de espumas y contaminantes.
Desde 2013, por el Puente Antonio Nariño, una estructura metálica de 115 metros de largo y 11 metros de ancho, transitan los vehículos y habitantes de ambos pueblos de tierra caliente. A su lado, un puente de cemento con heridas del paso del tiempo y carcomido por la vegetación y algunos grafitis, lo mira con recelo y le advierte que llegó primero.
La mole de cemento fue el primer puente colgante de Colombia, construido en 1862 con un propósito sombrío: llevar a los enfermos de lepra al lazareto de Agua de Dios, un lugar en donde el que entraba no volvía a salir.
Rico, que de joven pudo bañarse en las aguas del río Bogotá, conoce parte de esa historia que muchos quisieran olvidar. “Agua de Dios era conocido por albergar aguas medicinales, por eso su nombre, y a las cuales muchos les atribuyeron poderes curativos. Por eso fue seleccionado como albergue para la gente que padecía de lepra”.
El puente de 120 metros de largo era el único sitio de ingreso. Fue bautizado como el Puente de los Suspiros, porque desde el extremo ubicado en Tocaima los familiares les decían un adiós eterno a sus enfermos en medio de hondos y tristes suspiros. “En ese municipio el Estado construyó el lazareto, algo similar a un campo de concentración nazi rodeado por alambres.”.
Este tolimense que, a pesar de estudiar medicina veterinaria decidió irse por las ramas sociales de la historia, afirma que los pacientes con lepra llegaban en tren hasta Tocaima, para luego ingresar por el Puente de los Suspiros a Agua de Dios en coches llenos de cruces. “Parecían vehículos nazis. Al otro extremo del puente siempre había policías que custodiaban el ingreso. Allí desinfectaban a los enfermos, mientras los familiares los lloraban desde la otra punta de la estructura. Muchos no soportaban el dolor y se tiraban a las aguas del río Bogotá”.
El Puente de los Suspiros esconde una historia cargada de dolor. Fue construido en 1862 para ingresar a los enfermos de lepra al lazareto de Agua de Dios. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
José Castañeda, nacido en Agua de Dios hace 41 años, asegura que todo empezó hacia 1870, cuando expulsaron a los primeros enfermos de Tocaima hacia el lazareto, uno de los tres que había en el país (los otros eran Isla de Oro en Cartagena y Santander). “El de mi pueblo tenía como 14 hilos de alambre para evitar que los pacientes escaparan. Todo el que fuera diagnosticado debía aislarse hasta su muerte”.
Para Castañeda, ingresar al lazareto era una pena de muerte anticipada y no volver a ser considerado como colombiano. “Les quitaban la cédula, les prohibían tener hijos y consumir alcohol. En 1907 fue creada una moneda propia, la coscoja, que tenía como propósito evitar contagios por el contacto con el dinero normal”.
En 1961 la ciencia corroboró que la lepra no era contagiosa, pero el estigma causado a la población de Aguas de Dios nunca se ha borrado. El gobierno firmó una ley que le devolvió los derechos civiles, políticos y garantías a los enfermos.
“Cuando terminé cuarto de bachillerato, en 1969, me salió un cupo en el Salesiano de León XIII en Bogotá, y no pude decir que era de Agua de Dios. Hoy en día, cuando paso hojas de vida informando mi procedencia, casi nadie me responde”, dice con nostalgia Castañeda, historiador, chofer, fotógrafo, vendedor y tinterillo padre de dos hijos.
El Puente de los Suspiros fue declarado en 2011 como patrimonio histórico y cultural de Colombia. Por su trayecto solo transitan los curiosos o los desadaptados que llenan de grafitis sus muros y barandas, pero los suspiros y recuerdos de la época de la lepra parecen seguir con vida.
Cementerio de mastodontes
La vereda Pubenza, ubicada a 15 minutos del casco urbano de Tocaima, hoy es conocida por los científicos, académicos y habitantes del sector como un cementerio de animales extintos hace millones de años.
Esa estampa inició en 1972, cuando Manuel Mendoza les daba pico y pala a varias rocas de una mina de yeso de su propiedad en el cerro Piedras Negras. Un día se percató de unos colores raros en el fuerte de trabajo, por lo cual decidió excavar más profundo. El hallazgo lo dejó frío. Encontró huesos de gran tamaño que no correspondían a la fauna nativa del sector, que por mucho alberga babillas o tigrillos.
“Los primeros huesos los encontró como a cuatro metros de profundidad, pero después de excavar más hondo logró sacar 100 partes. El animal en cuestión era un mastodonte de más de 15.000 años de antigüedad, una especie evolutiva entre el mamut y el elefante que hoy hace parte del museo de Ingeominas. También halló restos de un cocodrilo y antiguos petroglifos de los panches”, dice Rico.
En 2005, 33 años después del descubrimiento que dejó anonadada a la población, un grupo de paleontólogos, arqueólogos y habitantes dieron con un mastodonte infantil de hace 16.000 años, y restos arcaicos de cocodrilos y tortugas. “Menos mal los huesos no los llevaron para Bogotá. Fueron depositados en el Museo Paleontológico y Arqueológico de Pubenza, ubicado en la antigua estación férrea llamada La Virginia, inaugurado ese año”, añade Rico.
En 1972, Manuel Mendoza descubrió un fósil de mastodonte en la vereda Pubenza de Tocaima. Desde 2005 hay un museo que exhibe otros restos encontrados en la zona. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
Los restos del mastodonte bebé, cráneo, mandíbula y dos pequeños colmillos, están dentro de una caja de cristal. En otra están varios huesos desarticulados, como costillas, vértebras y partes de la pelvis.
“Toda esta zona era mar. Pero por los choques desde el centro de la tierra fueron elevándose las cordilleras que actualmente conocemos, al igual que rocas mesozoicas. Esto permitió que los animales del norte migraran hacia el sur para alimentarse. Así llegaron grandes mastodontes, que no corrieron con suerte terminaron enterrados en el fango, para luego convertirse en fósiles”, dice el historiador.
Los mastodontes fueron mamíferos herbívoros parecidos a los mamuts. Pero los primeros eran más pequeños, pesaban 4.000 kilos y tenían patas más cortas y dientes para masticar ramas y hojas. Los segundos solo comían hierbas. “Los mastodontes, al igual que los perezosos gigantes o megaterios, estuvieron presentes en Colombia durante la última glaciación, que finalizó hace 10.000 años”, indica Rico.
Los fósiles encontrados en Pubenza son tan solo una parte de la carga paleontológica de la zona. Rico asegura que los vestigios más antiguos sobre la presencia de humanos en Colombia provienen de allí y datan de hace 17.000 años. “En los restos los animales había artefactos líticos humanos, como piedras afiladas, que fueron manipuladas por el hombre”.
Anapoima, romance panche
La leyenda de la princesa Hanna de Luchuta con el cacique Poyma, dos indígenas panches de la cuenca baja del río Bogotá, sigue viva en la memoria de Anapoima, uno de los municipios más pudientes y pinchados de Cundinamarca.
Franz Castiblanco, un anapoimuno de 25 años con marcados rasgos indígenas, se sabe el cuento de memoria. “El matrimonio de estos indígenas dio como fruto al nombre Hanna-Poyma, y fueron los primeros habitantes del territorio. La llegada de los españoles los erradicó de la zona, quienes empedraron las trochas que comunicaban las montañas con el río Bogotá”.
Hoy sobreviven tres caminos reales: Santa Ana, río Bogotá y las Delicias, abiertos en el pasado por los descendientes de la primera unión indígena, y los cuales terminan en la piedra de la Ninfa, una estructura de tres metros en forma de mujer a donde los indígenas hacían sus ofrendas, ubicada cerca al río Bogotá.
Varios de los pobladores de Anapoima aprovechan estos senderos históricos para realizar caminatas ecológicas cargadas con la historia del pueblo. Castiblanco, con una rasta que le llega hasta la mitad de su espalda y aretes en sus orejas, es uno de ellos.
Este joven vive de hacer recorridos guiados por el camino real de Santa Ana, ubicado en la vereda del mismo nombre, a pocos metros del parque principal del pueblo. Lo hace desde pequeño junto con su mamá, quien le contó la historia del primer amor panche.
Las huellas de los panches aún permanecen vivas en el último tramo del río Bogotá. En Apulo hay varios petroglifos tallados en rocas por estos indígenas. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
“Los panches fueron los artífices de los caminos reales, construidos como atajos entre el río Bogotá y lo alto de la montaña, todos descendientes de la princesa y el cacique. Los colonos decidieron asentarse en el pueblo por lo agradable del clima, entre los 23 y 26 grados centígrados”, relata Castiblanco.
Franz se conoce de memoria el kilómetro que mide el camino de piedra. Y no es para menos, pues lo transita desde los siete años. “Nos hemos encargado de cuidarlo, por eso luce decorado por centenares de árboles del bosque húmedo que sirven de hogar y refugio a aves, insectos, mamíferos y reptiles. El sendero termina en un sitio de chorros de aguas medicinales y naturales que nacen en la montaña”.
Los pozos naturales ubicados en la desembocadura de la trocha tienen aguas con 25 minerales, a los cuales les atribuyen poderes curativos. Castiblanco, que acaba de terminar un curso de turismo natural en el Sena, trabaja con su mamá en darle forma a un proyecto de caminatas ecológicas, que incluirá jardines ornamentales, avistamiento de aves, un mariposario y charlas sobre la historia de Anapoima.
“Queremos investigar más a fondo sobre nuestros antepasados y empezar a defender la naturaleza. Me da mucha rabia cuando los turistas botan botellas y basuras por el recorrido, eso es ensuciar y profanar nuestra historia”.
Haciendas presidenciales
La Mesa es el municipio de la cuenca baja donde más han sobrevivido los caminos reales de los panches y españoles. El territorio suma cinco trochas: Las Monjas, Resbalón, San Javier, Palmar del Tigre y Las Lajas.
El camino real de Las Monjas, que conduce hacia una cascada de aguas cristalinas por donde baja el río Apulo, inicia en la inspección la Esperanza, una de las antiguas estaciones del Ferrocarril de Girardot.
A pocos minutos del recorrido, rodeado por vegetación y ambientado por el canto de las aves, aparece inamovible una casona blanca esquinera con barandales rojos que, a pesar de lucir algo carcomida por el paso del tiempo, captura la atención de los visitantes. En su segundo piso de la casa hay una imagen de la Virgen.
Marcelo Pedreros, quien habita en la inspección y trabajó varios años en el ferrocarril, indica que se trata de la antigua Hacienda Las Monjas, habitada en una época por el presidente de la república Alfonso López Pumarejo.
“En esa casona el presidente realizó varios consejos de ministros. Fue una época muy bonita para el municipio, ya que por su presencia fue un paso de toda la oligarquía hasta finales de los años 40. En una lástima que esté abandonada y en mal estado, ya que es un recuerdo bonito para todos los habitantes. Estos predios también fueron ocupados por curas jesuitas. Dicen que las monjas se bañaban en las aguas del Apulo, por lo cual bautizaron el camino así”, cuenta Pedreros.
La Hacienda el Refugio aparece en el panorama a unos pocos metros del antiguo sitio presidencial. Hace un par de décadas, era una de las mayores productoras de plátano bocadillo de exportación en la región. “Hace 20 años estaba en su auge. Hoy solo produce palma rivelino, muy utilizada para decorar los arreglos florales”, apunta Olga Camacho, coordinadora de turismo de la Alcaldía de La Mesa.
* Este es un contenido periodístico de la Alianza Grupo Río Bogotá: un proyecto social y ambiental de la Fundación Coca-Cola, el Banco de Bogotá del Grupo Aval, el consorcio PTAR Salitre y la Fundación SEMANA para posicionar en la agenda nacional la importancia y potencial de la cuenca del río Bogotá y sensibilizar a los ciudadanos en torno a la recuperación y cuidado del río más importante de la sabana.