Agenda Pública
Menos plata para la guerra
La pasada legislatura señala el camino que le espera a Colombia en materia de gasto: menos presupuesto para la guerra y más dinero para el postconflicto.
Pasarán años hasta que el país asimile lo que el Congreso de la República acaba de aprobar: varios proyectos de ley con una carga de profundidad que moverá varias placas tectónicas de la historia colombiana.
Por ejemplo, la Ley de Víctimas es el primer esfuerzo serio en las últimas décadas por resolver el problema de la violencia, atacando sus causas estructurales y por una vía distinta a la militar.
Y eso tiene unos costos no solo fiscales sino políticos. Esa era la preocupación del presidente Álvaro Uribe cuando se opuso a que la ley incluyera la palabra conflicto para definir la situación en Colombia.
¿Ya alguien se preguntó si, gracias a los resultados de la Seguridad Democrática, ahora sí se puede reducir el gasto militar para abrirle campo a nueva inversión social y de desarrollo?
La respuesta a esa pregunta implica cambiar la manera como los colombianos se han visto a sí mismos y cómo interpretan sus problemas. El momento de discutir estos asuntos se está acercando rápidamente. Las razones son varias.
Las erogaciones para el Estado van a seguir creciendo y es necesario buscar formas distintas de financiarlas. La Ley de Víctimas exigirá por lo menos de $4 billones al año en las siguientes vigencias. Además, los costos originados por la ola invernal llegan a $2,1 billones anuales. Eso significa que el país tiene unas causas que aumentan estructuralmente su déficit.
Igualmente, antes de cuatro años, los ingresos van a empezar a caerse; básicamente, porque se deja de cobrar el impuesto al patrimonio y desaparece el cuatro por mil.
Ya centros de pensamiento, como Fedesarrollo y Anif, advierten que el ajuste tributario que se viene es monumental, para tapar el hueco de 1,5% del PIB que se va a abrir en los próximos años, es decir, unos $7 billones anuales.
Esto debe darse en un marco de disciplina en el gasto. La Ley de Sostenibilidad y la Regla Fiscal impusieron una senda de reducción del déficit estructural para llevarlo a menos del 1% del PIB al finalizar esta década.
Así las cosas, el país tendrá que ponerse juicioso con dos tareas: por un lado, hacer énfasis en sus inversiones para superar la pobreza, reparar las víctimas de la violencia, reconstruir la infraestructura y superar el subdesarrollo y, por el otro, poner bajo control el déficit fiscal. Resolver esa ecuación es ahora el tema de fondo.
¿Cambiar la fórmula?
Por eso, el país va a tener que repensar su lista de prioridades. La amenaza terrorista contra el Estado fue el hilo conductor del gasto durante los últimos 50 años. Hoy, las matemáticas evidencian que esa realidad está cambiando.
La política de Seguridad Democrática ha tenido logros importantes. Según cifras del Ministerio de Defensa, en 2004, 14,8% del territorio nacional era considerado zona roja. En 2010, ese indicador se había reducido a 6,08% y las zonas libres de conflicto en el mismo periodo pasaron de representar 46% a 69% del territorio nacional.
Es, sin lugar a dudas, un gran avance que ha puesto a los colombianos frente al hecho inminente, por primera vez en medio siglo, de que la derrota del enemigo podría estar al alcance de la mano.
Pero a pesar de esos logros, Colombia destina en promedio unos $50 billones anuales para inversiones y la Seguridad y la Defensa se llevan la mayor parte del presupuesto con unos $14 billones cada año, muy por encima de otros rubros como educación y salud. A esto hay que sumarle los gastos de funcionamiento, que solo en el caso del Ministerio de Defensa (sin contar Policía y las otras instituciones) llegan a los $9 billones.
De acuerdo con el Instituto Internacional de Investigaciones de Paz, de Estocolmo, Colombia está entre los 20 países con mayor gasto en defensa del mundo, con un volumen anual superior a los $20 billones, equivalentes a 3,7% del PIB.
Se trata de cifras muy importantes de recursos que están expresadas en una tropa enorme con más de 300.000 miembros activos, entre policías y soldados, muchos de ellos especializados en lucha contraguerrillera y antisecuestro. A todo eso se suma un aparato militar con armas de largo alcance, aviones, tanques y helicópteros.
Alguien que viera así las cosas, podría pensar que hoy no se necesita la misma cantidad de soldados para cuidar un territorio o el mismo tipo de tecnología para combatir en la espesa selva. Por el contrario, las prioridades han empezado a cambiar. Se hace necesario cada vez mayor presencia de policías, jueces y médicos, para construir un tejido social que no sirva de caldo de cultivo para el terrorismo y el narcotráfico. Obviamente, eso tiene unos costos superiores: fiscalmente, un policía puede costar tres veces más que un soldado.
El miedo a un resurgir de las Farc ha sido el fundamento de las políticas de seguridad. En esta nueva fase de la estrategia, está quedando en evidencia que ahora el reto es llevar desarrollo a todas las regiones, para impedir que el terreno siga abonado para más violencia.
El asunto no es simplemente político, pues frente a un escenario de recursos siempre limitados, la gran pregunta que queda en el aire es si el país va a ser capaz de recomponer su voluminoso gasto militar para aplicarlo en otras tareas.
Solo por poner un par de ejemplos: ¿cómo sería un escenario de desmovilización de parte del Ejército Nacional? ¿Cómo desmontar los grandes grupos antisecuestro que hoy están sobredimensionados ante la caída de ese flagelo?
Ese es un tema central para la discusión política futura. Obviamente no es un llamado a bajar la guardia en los asuntos de seguridad. La obligación es consolidar el gran sueño de varias generaciones colombianas: la paz. Una tarea en la que no hay que escatimar recursos.