Opinión Online
Vivir frente a un centro comercial
Adriana Cooper escribe desde hoy, para nuestra sección Opinión Online, textos que narran historias cotidianas sobre la cultura y su visión sobre la ciudad que habita. El primero es sobre la vida cuando gira alrededor de almacenes y objetos.
Todo empezó sin buscarlo. Era un viernes de julio por la tarde cuando la mujer que nos colabora con las tareas de la casa llamó. Después de 5 años de conocernos, era la primera vez que le temblaba la voz y no podía completar las frases. Finalmente lo logró: habían tirado una carta por debajo de la puerta del apartamento en el que vivía y en el papel, escrito con una letra que me recordó aquellos garabatos de los niños que apenas empiezan a escribir, decía que si yo no entregaba miles de millones de pesos durante las 24 horas siguientes, no viviría mucho y vendría lo peor. Y lo peor fue descrito con detalle.
Después de hacer la denuncia, y unos días antes de que las autoridades capturaran al autor de la amenaza incomprensible, decidí mudarme. Justo en esa época trabajaba en la organización de un evento público multitudinario y no había tiempo para salir a mirar apartamentos. Mi hermana se encargó de la tarea y días después encontró un lugar que le gustó. El único aspecto para pensar, dijo, era que estaba frente a un centro comercial. Y de los grandes.
Acepté, firmé el contrato, comencé a moverme por esa ciudad artificial en miniatura y cambié la tienda de barrio por un supermercado. Al principio me gustó la idea porque pensé que la vida diaria iba a ser más fácil, y más en esta Medellín donde el tráfico empeora todos los días y deja poco tiempo para moverse entre lugares distintos. Y así fue como empecé a ver escenas esperadas y otras más sorpresivas. Como aquella vez en la que varios jóvenes indígenas hicieron la fila en un almacén recién inaugurado. Después de recibir los paquetes que contenían jeans y camisetas, empezaron a quitarse sus vestidos tradicionales y a ponerse la ropa nueva delante de la gente con una cara de satisfacción en la que se leía: ya somos como ustedes.
He escuchado a mujeres negociar las tarifas de amor pago y describir cómo son las mañanas enteras en el gimnasio o qué ropa comprar para atraer a más clientes y hacer que ninguno “pueda aguantarse”.
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También he visto niños saltar en medio de árboles de plástico sobre un lugar que antes fue un bosque o cómo la gente hace un “picnic” sobre un tapete verde sintético y con luz artificial, mientras hay sol afuera y parques de verdad a unos cuantos minutos. También he observado a personas pelear por llevarse el último artículo de la promoción: una camiseta de algodón que vale 90 mil pesos.
Durante algunas madrugadas, aprendí a escribir con los trabajadores que limpian, martillan o transportan los osos de peluche o figuras de tamaño monumental que estarán en la exhibición siguiente. Lo hacen mientras opinan de la política local, comentan el partido de fútbol o cantan a gritos una canción de salsa o reggaetón para no quedarse dormidos.
A veces hay madrugadas en las que se escuchan motores roncar o alarmas que gritan. Y cuando se acerca el amanecer, se encienden algunas luces de forma automática, como si se tratara de una criatura que se despierta antes del alba para una nueva función en la que ríos de gente recorrerán su piel mientras rueda una película imperceptible de deseos insatisfechos, billetes que circulan y promesas que terminan con el último aliento de vida del objeto comprado.
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También hay otras escenas. Como aquella en la que un joven sordomudo insistió en acompañarme y llevar hasta mi apartamento las bolsas del supermercado. A un costado de la puerta de salida estaba una mujer que sale en las revistas e intentaba convencer a la audiencia sobre los beneficios que trae comprar sus productos.
Aquel hombre se esforzó con señas y sonidos para decir que no entendía por qué tantas personas la esperaron a ella durante varias horas si nada de eso era lo realmente importante. ¿Qué es entonces?, pregunté. Con la mano abierta se tocó el lado izquierdo del pecho y señaló su cabeza. Cerró los ojos para ponerle énfasis a la frase.
Aunque a ratos me gusta el centro comercial y reconozco que da trabajo a muchas personas, después de varios meses de vivir tan cerca de él y conocer más sobre su funcionamiento, me cuesta entender por qué en nuestras ciudades son parte central de la vida de tantos y por qué el deseo de muchos es construir más de ellos en los pocos terrenos sin edificios que quedan. ¿Realmente necesitamos más lugares de estos en Colombia? De acuerdo con un informe publicado en El Tiempo, a 2018, se inaugurará un centro comercial en el país cada 20 días.
A veces pienso que además del dinero que mueven estos lugares, su existencia y acogida se debe a la soledad creciente de nuestros tiempos, que busca curarse con la ilusión de compañía que da caminar por grandes pasillos junto a desconocidos. Tal vez para algunos llevar objetos nuevos a la casa y caminar sin rumbo entre almacenes es un antídoto pasajero para su insatisfacción perpetua. Como aquella mujer que durante el fin de semana de Black Friday entró con las manos llenas de bolsas al banco y con una cara de desasosiego le confesó al vigilante el tedio que sentía después de dar vueltas y no saber qué más hacer o qué comprar.
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