Un solo momento
Cristina Rivera Garza: era otra era
Todo empezaba así: se checaban las llantas, el aceite, la posición de los espejos. Se lavaba el coche. Mi madre preparaba alimentos sanos –sándwiches con pan de centeno, agua fresca, alguna botella de vino– y los colocaba en una hielera. Ahí, cerca, iban los manteles, las servilletas. Cada quien ocupaba su lugar. Ah, el aroma de la gasolina. El ronroneo del motor. La carretera, abierta.
Era otra era.
Habría que señalar que, en las fotos de esa era, todas ellas teñidas de esos tonos pastel que tan bien distinguen los productos Kodak de entonces, el hombre y la mujer que eran mis padres aparecen, sobre todo, como un hombre y una mujer. Un cigarrillo en la boca: ella. Una pipa: él. A veces los dos juntos, en alguna fiesta. A veces con la tía aquella que acababa de regresar de la China y traía noticias de Fidel. A veces con el hawaiano que, a través de matrimonio, se convirtió en tío y trajo noticias de otros imperios. El pelo largo. Las camisas de flores. A veces con el gringo ese que era hippie y, además, mi tío que, siendo blanco, se volvió chicano y disparó, según consta o constaba en expedientes de la FBI, contra un ataque del KKK. Muchas veces en la playa, ahora que lo recuerdo. O en las orillas de los ríos. Un hombre. Una mujer. La pregunta en los ojos siempre: ¿Dónde está el otro lugar?
Así nos volvimos nómadas.
Mirar por una ventanilla siempre tiene consecuencias: uno sabe, sin lugar a dudas, que el paisaje se va. Nada es sólido. Nada permanente. No hay contexto. Lo que se queda atrás, con el paso del tiempo, queda, incluso, más atrás. No vale la pena ver por el espejo retrovisor. Ni alargar el brazo. Ni llorar. Todo se escapa.
Mirar por una ventanilla es desear. Y desear es morderse los labios. Cerrar los ojos. Abrirlos otra vez. En lugar de. La escritura llegó así: en lugar de quedarse, en lugar de amarrarse, en lugar de vivir.
Era otra era.