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"Una historia que me duele contar": una crónica de Ginna Morelo
Este retrato de Esther Polo Zabala, una líder entre las víctimas colombianas, es uno de los 22 textos que componen 'Nosotros no iniciamos el fuego', una antología periodística que narra la dura realidad del conflicto colombiano.
Una historia que me duele contar: La ruta del despojo
“Somos lo que deshabita desde la memoria. Tropel. Estampida. Inmersión. Diáspora. Un cuerpo hecho de murmullos”.
Sostenías fuerte la única fotografía que te quedó de tu padre asesinado por los paramilitares. Caminabas como alma en pena al lado de tu madre por una tierra en la que el silencio alucinante creó una atmósfera de desolación y terror. La marcha fúnebre avanzaba lentamente. Era mayo del 2010.
Tu mamá se apoyaba en ti, Esther. Observaba afligida la urna con los restos, recuperados 21 años después, del hombre con quien tuvo ocho hijos.
Te temblaba el corazón porque recorrías los pastizales resecos y las trochas que tu mamá y otras viudas caminaron en el pasado, al librar una batalla pacífica contra el paramilitar ‘don Berna‘ en Villanueva, Valencia, en el departamento de Córdoba.
La hazaña la protagonizaron 200 desplazadas que, a mediados del 2000, conformaron una cadena humana que forzó a las autodefensas a devolverles a sus hijos reclutados. Desde entonces, ellas y tú han vivido sobresaltadas por la presencia de otros que quieren imponerles sus leyes, sin ser Estado.
Esther Polo Zabala, de todo eso ha pasado mucho tiempo. Me recibes en tu tierra. Eres la heredera de la lucha por resistir y sobrevivir.
Tú eres valiente, patriota y leal. Tu madre, María Zabala, la legendaria viuda de las víctimas, te transfundió eso por el cordón umbilical. El alimento que recibiste durante tu gestación llevaba tristeza, que se refleja en tus ojos gachos. Coraje, que forjó tu carácter. Milagro, porque naciste gordita, a pesar de que tu madre se quitó la comida de la boca para dársela a tus hermanos, que jugaban en la casa de piso de barro en una invasión de Montería, mientras su panza se expandía en humanidad por ti.
María Zabala, tomada por Ginna Morelo.
Eres la menor de los hermanos Polo Zabala. Te bautizaron Esther, como el personaje bíblico de origen asirio babilónico, que significa estrella de la noche. Por eso eres luz en Valle Encantado, una comunidad de 128 hectáreas, con vagas referencias en el mapa de Montería, pero muy conocida en la margen izquierda del río Sinú como ‘las viudas‘. Las que viven allí perdieron a sus maridos y sus tierras en la guerra entre guerrillas y paramilitares que se libró en las décadas del 80 y del 90.
Te conocí cuando apenas eras una niña de 12, muy distinta a las de tu edad. No te escondías tras el regazo de tu madre. Por el contrario, ocupabas siempre un lugar a la derecha de la señora María y sigues ahí mismo.
En aquella reunión con las víctimas, en Montería, mirabas y escuchabas con respeto a tu mamá. Asentías con tu cabeza cada frase de la mujer que asistió su propio parto y te dio la vida el 19 de julio de 1990, en el rancho de San Cristóbal, en el sur de la capital.
Ella relataba cómo llegaron los paramilitares a San Rafaelito (Valencia), cómo quemaron la casa, los cultivos, la tienda, el corral, las vacas. Cómo mataron a su esposo, Antonio, a un cuñado y a su sobrino.
“Sepan que los vamos a matar a todos”, dijeron esos señores.
María lo vio todo. Tu hermano Fernando lloró encima del cuerpo de tu papá. Lilia, de un año, sangró por los oídos.
Tu mamá se afincó al de arriba para no derrumbarse, recogió los restos de la cabeza de Antonio, cavó dos huecos en la tierra escarlata y en uno sepultó a su marido y en el otro a su cuñado y sobrino.
“Volveré por ustedes”, se dijo, mientras miró por última vez las tumbas.
Pudo rescatar esos restos dos décadas después, luego de que la Iniciativas de Mujeres Colombianas por la Paz (IMP) insistió a la Fiscalía para que exhumara los cadáveres. Entonces, María y tú pudieron darles cristiana sepultura a Antonio, a tu tío y a tu primo.
Para el día del sepelio de los restos de tu padre ya habías cursado primaria y secundaria en las desvencijadas escuelas públicas de Montería. Tu mirada reflejaba desconfianza en un escenario en donde a todos los jóvenes les brotaba inocencia.
¡Cómo tenerla si fuiste concebida en el amor, pero parida en el dolor!
Naciste siete meses después de que asesinaron a tu progenitor. La única imagen que te quedó de él fue una foto gastada por el tiempo de cuando montaba en un caballo. Sueñas con él, y tienes pesadillas por su ausencia.
Me dijiste a los 22 años:
“Todos los días me levanto pensando en cómo sería mi destino al lado de mi padre, ¿qué pensaría él de mí? Es una respuesta que me arrebataron los amos de la guerra; y no me cansaré de decirle a este país indolente que Antonio Polo murió a causa del conflicto, sin tener nada que ver con él. Que no existe nada en el mundo que pueda reparar su ausencia”.
Tu madre me contó alguna vez que, embarazada de ti, mientras lavaba ropa ajena, ahogaba sus pensamientos en lágrimas, pero no renunció a la idea irreductible de sacarlos adelante. No solo a cada uno de tus hermanos, también a quien fuera en busca de su ayuda. Lo que ella no intuía era que tú lo sabías. La conexión especial que lograron establecer durante el éxodo y tu gestación te permitieron desentrañar las angustias escondidas de doña María, también el espíritu de lucha que la convirtió en lideresa.
Por haber vivido todo eso y por haber ayudado a tantas viudas a sobrellevar la violencia y a organizarse, a María Zabala la reconocieron con el premio Mujer Cafam 2004.
La historia la escribiste tú, con fortaleza, para que nadie la olvide jamás.
“Desde la visión de las víctimas, recordar es volver al pasado, que en realidad ha sido nuestro presente constante, como si el tiempo se hubiese detenido, porque el dolor de la ausencia, de lo que antes se tenía y ya no, permanece. Por eso sabemos que nuestra huella en la memoria está marcada con sangre”, escribiste.
Esther, te convertiste en una narradora de la memoria y en ello te han ayudado María Emma Wills, Martha Bello y Pilar Riaño, investigadoras del Grupo de Memoria Histórica; Patricia Buriticá, excomisionada de Reparación y Reconciliación; Irene Nilsson, miembro del Sindicato de Trabajadores de Suecia, y Eliana Pinto, trabajadora social. Mujeres que reconstruyen la historia de otras que se sobrepusieron al dolor y son ejemplo de vida.
Ellas te pidieron que escribieras el relato de la tragedia y la esperanza de tu madre y de las demás viudas, y lo hiciste con el cuidado de plasmar tus pensamientos, que te han llevado por el país y el mundo.
Te mueves a paso ágil y firme entre las casas de Valle Encantado, y así denotas un conocimiento amplio de la zona a la que llegaste cuando tenías 7 años.
Allí arribaron luego de que tu madre y 14 mujeres más le exigieron al entonces Instituto Colombiano Agropecuario (Incora) que les diera tierras.
“Pensaban en un nuevo amanecer en este país, en construir puentes para que otros pasaran”, me dijiste.
El Gobierno les vendió a las viudas, a las desplazadas, a las mujeres cabeza de hogar la tierra que debieron regalarles por haber sido despojadas de la que tenían. Quedaron con una deuda impagable, de 180 millones de pesos, ante la extinta Caja Agraria. Veo los puentes, veo a los otros, no veo la mano del Estado. No importa, desde pequeña habrías de oír de boca de tu madre la frase que has convertido en línea de conducta: “Es posible lograr lo imposible”.
Sigo tus pasos. Recibo las oleadas de tu andar veloz. Quieres que conozca a todas las viudas, a las que enseñaron una lección de valentía cuando temblando, desde la cabeza hasta los pies, hace más de una década, se apostaron frente al campamento de ‘don Berna’ (Diego Murillo Bejarano), hoy extraditado a los Estados Unidos.
La voz de tu madre rompió el miedo: “Venimos por nuestros muchachos y no nos movemos de aquí hasta que nos los entreguen”.
Llovía. Las viudas se agarraron de las manos y se plantaron en un territorio hoy extinguido por la justicia colombiana, donde el mito asegura que hay sepultadas caletas con dólares y oro. Ese día todas se convencieron de que tenían derechos y por más violencia no se los arrebataría nadie. A todos los jóvenes los liberaron.
Después de eso, después de tanto, a esas mujeres que las creía cansadas, las encontré renovadas. Las imaginaba encogidas en los pensamientos tristes por el siniestro juego de la memoria que nos pone de presente que lo que más amamos ya no está, pero las hallé libres y tranquilas reunidas en el culto, preparando una sopa sin carne, arreglando un techo de zinc.
Conocí las casas de Obeida, de Claudia y de Olga. Irrumpes en el espacio de ellas con determinación. Tu madre las considera sus hermanas. Te cuelas en los pensamientos de las mujeres de tu pueblo. Percibo una amalgama de saberes marcados por las diferencias de edad, pero unidos por el fatídico hilo conductor de la violencia.
“El escuadrón de la muerte de los paramilitares no solo asesinó personas, acabó con las esperanzas de unas mujeres y sus familias”, me dijiste con arrojo.
Sin embargo, ellas muestran la cara opuesta del dolor: la de los sueños.
“Quiero nombrar las voces de las historias que ocurren aquí…”
Como un aguacero de recuerdos, las imágenes de las víctimas fotografiadas por el maestro Chucho Abad se agolpan en mi mente. Todas las protagonistas guardan en su mirada un secreto, como La Gioconda, de Leonardo Da Vinci. Las mujeres de Córdoba no son un óleo, están vivas y revelan algo que los violentos nunca pensaron que harían germinar: valentía. Para ellas siempre hubo vida más allá de la muerte.
Surgió entonces una nueva generación, y esa la encarnas tú, Esther: la generación de víctimas y valientes.
Esther Polo Zabala, tomada por Diana Salinas.
Mujeres corajudas como Obeida Tamar, que desenterró a su hijo acribillado por los paramilitares en Turbo y guardó sus huesos en un saco en el altillo de su rancho de palma en Valle Encantado, hasta que llegaron los funcionarios de la Fiscalía a reconocerlo y repararla.
Mujeres resolutivas como Claudia Garcés, quien dejó atrás la tragedia de su hermano desgajado a machetazos en Urabá para comenzar su propia historia de vida en ‘las viudas‘.
Mujeres desprendidas, como Olga Ibáñez, que abandonó 15 hectáreas de tierra y sus 22 reses en Antioquia, para comenzar de cero en un valle verde y también hostil, como lo es el Sinú.
Mujeres firmes, al tiempo que soñadoras, como Piedad Julio, quien le exigió al temible Carlos Castaño que la dejara en paz, y para convencerlo de su inocencia le compuso unas canciones en las que relata su vida de injusticias y tragedia. De nada le sirvieron. Tuvo que huir de El Manso, en el sur de Córdoba, e intentar hallar la paz en la lúgubre margen izquierda de Montería.
Te miro, Esther, y las veo a ellas. Y veo a Rosa Amelia Hernández. La magrearon con un fusil en Planeta Rica, como para que ella y su familia no tuvieran duda de que debían abandonar la tierra. La bendita tierra, germen del conflicto, descrita magistralmente por Eduardo Caballero Calderón en Siervo sin tierra. Rosa se sobrepuso y con una vieja máquina de escribir llenó los formularios de las víctimas y los tramitó en las oficinas del Estado, para que primero sean un número y, solo a partir de allí, una realidad en el Gobierno.
Y veo a Maritza Salabarría. Ha malvivido durante 20 años en muchos pueblos de Colombia, aferrada a un papel que la hace poseedora de su parcela en Mundo Nuevo, Córdoba, donde creció con su familia y perdió a su compañero. Maritza recibió la resolución en noviembre del 2011, de manos de Juan Camilo Restrepo Salazar, ministro de Agricultura de la época. Posaron para la foto, pero ella sigue desplazada. La Unidad de Víctimas inició varios procesos, los jueces fallaron a favor de las comunidades, pero la tierra de Maritza sigue en litigio. Le advirtieron que si retorna la matarán.
Esther, tu espíritu del valle del Sinú, humilde y dócil, es el mismo que les percibí a las campesinas de Villa Carminia, a orillas del río San Jorge en Montelíbano, primer pueblo desplazado por las bandas criminales en Colombia, en el 2009. Sin mirar atrás dejaron sus burros, sus cultivos, las muñecas y juguetes de sus hijos. Se fueron en junio del 2010 y retornaron casi un año después, llenas de fe, a reencontrarse con un pueblo fantasma saqueado por ‘los Urabeños‘. Una maleta negra, vieja, sucia y olvidada las recibió en la calle principal de la vereda.
Tus ojos, Esther, reflejan la tozudez que también descubrí en los de las cocineras de panochas de coco de La Rada, pueblo de pescadores en Moñitos. Ellas tuvieron que suspender la producción porque así se lo exigieron las bandas criminales cuando se negaron a pagar la extorsión de 2.000 y hasta 3.000 pesos diarios. Retomaron el trabajo bajo su cuenta y riesgo.
Tus pupilas destellan dulzura, como la que irradia Enilerta Padilla, la abuela hacedora de galletas de limón que vive en Morrocoy, San Pelayo. Ella perdió a su hermano, a su sobrino Gildardo y a diez familiares más, asesinados entre 1997 y 2000 por los paramilitares.
“Todos aquí iremos desapareciendo si nadie nos busca, si nadie nos nombra”
Gildardo Padilla Ortega es otra víctima de nuestro país indolente, Esther. A mi amigo lo mataron en Valencia, Córdoba, y te quiero contar la historia de alguien tan especial como tú.
Supe del calvario de su familia por una nota de prensa publicada en El Meridiano de Córdoba. A sus padres les arrebataron las tierras en San Pedro de Urabá, Antioquia. Los Padilla fueron perseguidos, aniquilados sin contemplación y bajo el silencio abrumador de todas las autoridades. Dieciséis años después, el turno le llegaría a Gildardo. La estadística crece y la justicia no aparece.
Este trabajador del campo y conductor de una moto, el único medio que le permitió subsistir sus últimos años de vida, fue el recogedor y enterrador de sus familiares muertos.
En hamacas, Gildardo trasladó los cuerpos de sus tres hermanos, Valdemiro, Roberto y Estanislao, asesinados en La Rula, San Pedro de Urabá, el 29 de noviembre de 1994. A los muchachos los amarraron, les cortaron la cabeza y dejaron sus cuerpos a merced de los gallinazos. Ese día también mataron al ‘Manco‘, un trabajador de la finca Las Gardenias, propiedad de los Padilla, quien había sido acogido como un miembro más de la familia. Gildardo los enterró en el cementerio de Valencia.
Él intuía que esas no serían las únicas muertes, porque la disputa encarnizada por la tierra de sus padres y la intención de los armados de legalizar la propiedad para un nuevo dueño no cesaba.
El vaticinio se hizo realidad el 19 de mayo de 1997. Ese día mataron a sus padres en San Pelayo: Evangelina y Alejandro; a los hermanos Alejandro y Animadat; a un tío de Gildardo, Edilberto Contreras, y a una prima de 7 años, Olfadys Contreras. Su tía Enilerta jamás pudo borrar de su cabeza la imagen de la Biblia chamuscada tirada en el piso, manchada de sangre.
Sofanor Padilla, hermano de Gildardo, denunció los hechos. El 15 de septiembre de 1997 fue citado por la Fiscalía para ampliar su declaración. No cumplió la cita, lo mataron antes. Era el Padilla número 11 que moría a manos de los paramilitares. Gildardo lo sepultó en la tumba múltiple.
A ese mausoleo pobre y triste me llevó Gildardo en el 2007 para mostrarme, como lo has hecho con tu vida, Esther, su tragedia vestida de cal y su rabia contenida en unos puños firmes y apretados con los cuales el hombre fuerte golpeó la tumba dos veces.
Desde que le mataron a sus padres, Gildardo se silenció. Él y sus otros tres hermanos sobrevivientes se refugiaron en los murmullos sobre el pasado y en su esperanza de un presente cargado de trabajo duro. El futuro habría de llegar con los hijos y sobrinos. Gildardo comenzó a reír cuando nació su pequeño.
¿Sabes cómo llegué a Gildardo? Fue después de buscarlo en varios pueblos de Córdoba. Su tía Enilerta me ayudó finalmente a encontrarlo.
Se incomodó cuando me vio llegar. Distinto a ti que siempre me recibes con una sonrisa. Reparó mis ojos enfocados en los suyos y mis manos libres de cuaderno de apuntes.
-¿Por qué quisiste hablarme? -le pregunté mucho tiempo después.
-Viniste a escucharme, no a preguntarme -me dijo.
Hablamos, y mucho. Y seguimos hablando por años, y vi nacer a su hijo y vi su rostro de incredulidad cuando conoció el fallo del 3 de septiembre de 2008, proferido por el juzgado Segundo Penal del Circuito Especializado de Antioquia, que condenó a los paramilitares por el crimen de su familia.
Traicionó su silencio y me relató que cuando mataron a sus padres, se armó de valor, como lo hizo tu madre con ‘don Berna’ y fue a pedirle explicaciones a Salvatore Mancuso, comandante de las Autodefensas. Gildardo le dijo que no aceptaba que mancharan con mentiras el nombre de su padre.
Salió de allí temeroso, dispuesto a dejar todo atrás. Les pidió a los paramilitares que a él y a los familiares que le quedaban con vida, los dejaran llegar a viejos. Pero mataron a otro hermano.
No lo soportó, puso denuncias, se fue a esconder a Bogotá. Solo y derrotado le tocó retornar otra vez a Valencia, un pueblo que también está ubicado en la margen izquierda del río Sinú, como tu Valle Encantado, Esther. El miedo no es suficiente para huir cuando no hay dinero. Gildardo juró dejar en el olvido la injusticia, sabiendo que la finca Las Gardenias era y es de su padre.
Su historia la escribí para el libro Tierra de sangre, memorias de las víctimas, en el que también cuento la de tu madre, María Zabala.
Gildardo la leyó con tranquilidad en su casita en Valencia. Esperé paciente a que sus dedos grandes pasaran las páginas que contenían algo de sus memorias y las de su familia. En el fondo y en silencio el hombre que aprendió a callar, pero no a perdonar, esperaba con paciencia el arribo de la justicia.
Gildardo Padilla no quiso ir a la Unidad de Restitución a pedir nada. Dudaba del Estado como lo haces tú. Suponía que la sentencia que confirmaba los crímenes contra los suyos era suficiente para que la justicia actuara sin tener él que ir a exponerse a las oficinas públicas.
“Pido restitución y me gano una amenaza”, me dijo.
Sin embargo, en febrero del 2012 se vistió con una camiseta de la Unidad de Víctimas y se fue a Necoclí, Urabá antioqueño, a la marcha de los despojados que encabezó orgulloso el presidente Juan Manuel Santos, el que puso a andar la restitución de tierras en Colombia, una herramienta de la justicia transicional en medio de un conflicto vivo. Cinco años después, este personaje de la política del centro negociaría el fin de una guerra con las Farc. ¡Quién lo creyera, Esther!
Recuerdo que Gildardo ese día vestía de blanco. Sostenía un afiche de la Unidad de Restitución. Lucía esperanzado. Volvía a creer.
Gildardo Padilla en la marcha para las víctimas en Necoclí, tomada por Ginna Morelo.
“Estoy aquí porque esta vez creo que todo va por buen camino, que seremos más que víctimas, colombianos a punto de recibir justicia”, dijo ante la cámara de video.
En junio del 2013 Gildardo me llamó para contarme que estaba preocupado, que se sentía inquieto. No me dijo nada más. En noviembre volvió a comunicarse conmigo. Prometimos que nos veríamos el 30 de ese mes. Estaba ansioso.
Me sorprendió en mi WhatsApp un comunicado de la Organización de Estados Americanos (OEA), condenando el crimen de una víctima en Córdoba. Me temblaban las manos, Esther. Llamé para confirmar la noticia, me resistía a la verdad. Del otro lado de la línea, el nombre sonó sin eco: Gildardo Padilla.
Las autoridades hicieron lo que mejor saben: no tardaron en declarar que Gildardo no era un líder reclamante de tierras. Que no tenía esa dignidad. Él no lo era porque no solicitó la restitución oficialmente, porque no llenó los formularios, porque no cumplió un protocolo.
Él era el líder de sus tres hermanos sobrevivientes que hoy se dispersaron, de su esposa, de su pequeño. Era líder de la difícil búsqueda de la verdad que lo eliminó a él y a sus 11 familiares. Un despojado más, una estadística que confirma que la ley que pretende restablecerles los derechos a los despojados está sobre un terreno minado.
A la esposa de Gildardo la encontré agotada. No tuvo para sepultar a su marido con decoro. La tumba donde están todos los Padilla le produce escalofríos. A mí, furia y dolor.
“Todos esos duelos que se esconden tras los rostros de las personas que nos topamos”.
Todos ustedes, Esther, vencieron el terror de los criminales y son la nueva generación de víctimas valientes, ejemplo de resiliencia en sus comunidades.
Te formaste como abogada, consciente de que el conocimiento de las leyes puede resultar abrumador, pero cuando tienes la capacidad de indignarte por las injusticias que existen y que ocurren enfrente de tu nariz o que te afectan, ese saber puede convertirse en el instrumento capaz de transformar la nefasta realidad.
En tu caso estás dispuesta a dar el litigio que sea necesario para que la comunidad de Valle Encantado no tenga que pagarle al Estado una deuda que ya fue saldada con sufrimiento y sangre.
No te pierdes estudiando los códigos, quizá porque los sabes mezclar con la sabiduría que hallas en los relatos de García Márquez y Mark Twain, que despiertan tu imaginación, y en los de Virginia Woolf y Ángeles Mastretta, que evocan tus pensamientos. O quizá porque el conocimiento es canción cuando se acompaña de poesía, y entonces por eso lees con pasión a Jorge Luis Borges. A los maestros llegaste por recomendación de las mujeres que desde Bogotá o desde el exterior te han enseñado, te han apoyado, te han seguido.
Los gobiernos te hacen perder la paciencia, porque como dices, “vienen y van como el trigo en invierno”. Esa es tu otra pesadilla recurrente. Por eso anhelas despertar y que alguien te cuente que las guerras ya no existen, que los derechos ya no necesitan ser tutelados para que se puedan ejercer, que las mujeres somos soberanas de nuestro cuerpo y que ya no se ejerce violencia sobre este. Deseas que alguien te diga que se acabaron el hambre y la miseria, que a todas las víctimas les devolvieron sus tierras, que los políticos al fin hacen el trabajo para el cual son elegidos, que al fin somos libres e iguales, como lo presume la Constitución.
Una de las mujeres de Valle Encantado me dijo que estás para cosas grandes. Tú me cuentas que quisieras quedarte a vivir en tu pueblo una vez logres la meta de que tu comunidad sea reparada integralmente.
Te quieres quedar en esa tierra de sangre donde anda el alma de Gildardo, para exigir y nombrar lo innombrable.
“Llegamos arrastrando los pies tras la zozobra del viaje, tras la intemperie, tras el cansancio infinito desde el miedo hasta la morgue”.
Lo más leído
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***Las frases en negrilla son tomadas del libro Antígona González, de Sara Uribe.
*** Las historias originales sobre estas víctimas cordobesas fueron publicadas el 22 de abril del 2012, el 6 de abril y el 23 de noviembre del 2013 en El Meridiano. Los datos fueron actualizados.