Más allá de las industrias creativas

El sabor de las naranjas (o la preocupación por que resulten agrias)

Aunque el término “economía naranja” haya surgido en Colombia con el actual gobierno, las industrias creativas existen y funcionan desde hace décadas en nuestro país. Aún así, el cambio de nombre no es gratuito ni puramente formal. Estos son los riesgos que implica ese cambio, que constituye, en realidad, toda una política de gobierno.

Germán Rey*
28 de marzo de 2019
"Un refrán dice: “No se ha de estrujar tanto la naranja, que amargue el zumo”. Una excelente enseñanza popular para no perder de vista": Germán Rey.

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Cuando el concepto de industrias culturales apareció por primera vez en la Dialéctica de la Ilustración, de Max Horkheimer y Theodor Adorno (1941), ya había corrido mucha agua debajo de los puentes de la creación. La publicación de libros tenía una venerable vida de milenios y los periódicos contaban sus años en siglos. Pero a finales del siglo XIX, y sobre todo en el XX, las industrias creativas se hicieron imparables. El cine, la radio, la televisión y la música tuvieron una evolución acelerada, unos soportes técnicos que se fueron transformando, unas cadenas de valor sofisticadas, unos sistemas de distribución cada vez más robustos y especialmente una incidencia real en la vida de la gente.

Pero las industrias culturales y creativas se fueron ampliando con el diseño, la publicidad, el turismo, la arquitectura y las nuevas tecnologías, mientras que las industrias creativas de primera generación se modificaban profundamente. Han sido tan vertiginosos los cambios que los especialistas en prospectiva ya no cuentan las transformaciones en siglos o décadas, sino en lustros. Mientras que la televisión demoró unos treinta años para consolidarse como el medio con mayor audiencia, el teléfono celular se expandió como un tsunami en menos de cinco años. Al finalizar el primer trimestre de 2018, Colombia tenía 31 millones de conexiones a internet de banda ancha, un 44,3 % de los hogares poseía algún tipo de computador y el número de teléfonos móviles superaba en mucho al número total de habitantes del país.

La televisión se diversificó en múltiples pantallas y sus formas tradicionales, como la televisión abierta, empezaron a caer en barrena. En la música se abrió paso la digitalización hasta el punto que plataformas como Spotify o Apple dominan el panorama de la reproducción y el acceso. En el cine se promueven debates candentes sobre lo que significan Netflix y su impacto en la industria cinematográfica mundial, que algunos ven como una nueva estandarización y banalización del cine y otros, como una apertura de posibilidades tanto para los creadores como para las audiencias. La prensa escrita y los libros entraron a la dimensión desconocida después de la fractura de sus modelos de negocio, la huida de los lectores y el dominio implacable de los motores de búsqueda.

Las industrias creativas en Colombia son asimétricas, concentradas y frágiles. Asimétricas tanto por sus distintos desarrollos históricos como por el relativo avance de sus políticas, las diferencias en la consolidación de sus infraestructuras empresariales, las posibilidades de distribución y la distinta incidencia en sus audiencias. De acuerdo con los datos de la Cuenta Satélite de Cultura, los sectores con mayor participación en el valor agregado del campo cultural en 2017 fueron el audiovisual con 43,2 %, el de libros y publicaciones con 21,9 %, la educación cultural con 19,3 % y el diseño publicitario con 8,7 %.

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En la medición del consumo cultural realizado por el Dane (2018), la reina del consumo cultural es la música. La principal asistencia a espectáculos culturales fue la participación en conciertos, recitales y presentaciones de música en espacios abiertos o cerrados y en vivo, y el 67 % de los usuarios de internet descargan música. Es también una de las áreas artísticas más seleccionadas para cursos de formación y una de las principales razones para escuchar radio.

Cuando a comienzos del año 2000 se empezaron a realizar los primeros estudios sobre las industrias culturales y creativas en Colombia, promovidos por el ministerio de Cultura y el Convenio Andrés Bello, el tema inició un recorrido de dos décadas hasta llegar a transformarse en una política de Estado, acogida en el Plan Nacional de Desarrollo y con el respaldo institucional del gobierno del presidente Iván Duque, quien como senador había presentado y defendido la Ley Naranja en el Congreso (Ley 1834 de 2017).

El primer análisis del impacto de estas industrias en el producto interno bruto del país (2003), el diseño de la metodología para llevar a cabo una cuenta satélite de cultura que está funcionando desde hace unos años, los laboratorios de indicadores sociales de la cultura que buscaron complementar a los indicadores económicos, los estudios de industrias específicas (televisión, música, publicidad, cine, animación, editorial, etc.), los balances del empleo cultural, los mapeos nacionales, regionales y locales sobre las industrias creativas en el país, la conformación de una batería nacional de medición cultural promovida por el Dane y otras instituciones conformada por la encuesta de consumo cultural (desde 2007), el módulo de consumo de libros, hábitos de lectura y acceso a bibliotecas (desde 2000), los informes trimestrales del ministerio de Tecnologías de la Información y la Comunicación o la Encuesta Bienal de Culturas de Bogotá, los aportes de entidades como el British Council o el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) fueron pasos muy importantes de este recorrido.

Las primeras preocupaciones

El debate sobre la economía naranja apenas comienza. Una primera preocupación subraya que gran parte de las políticas se centran en la economía, a través de créditos, incentivos tributarios, capacitación administrativa, promoción de competencias emprendedoras, mercadeo, fomento y coordinación intersectorial, que se estiman necesarios siempre que sean equitativos, pero que se siente menos fuerza en las dimensiones social y cultural de las industrias creativas, las cuales se relacionan con la participación y la convivencia, la inclusión, el fortalecimiento de las identidades, la interculturalidad y la diversidad cultural, la educación y la vinculación con proyectos de autonomía de poblaciones vulnerables, pueblos indígenas y afrocolombianos. La sensación es que las políticas de la economía naranja se deben trasladar de lo meramente económico hacia un enfoque de desarrollo humano.

Una segunda preocupación es la concentración de las industrias creativas en unas pocas ciudades del país, especialmente en Bogotá. Entre 2010 y 2016, la participación promedio del campo cultural de la capital frente al campo cultural de otras zonas del país fue del 55,6 %. La política debe buscar la participación de las regiones y de lo local. Y en esta relación truncada hay varias paradojas: la existencia de una tendencia a la estandarización de las industrias creativas locales, regionales y nacionales en el contexto global y la constatación, paradójica e interesante, de que la gran mayoría de las manifestaciones de las industrias culturales y creativas están vinculadas con la diversidad, la creatividad popular y las manifestaciones culturales que no tienen propósitos comerciales.

Con relativa frecuencia existen desencuentros entre los orígenes de la creación, sus relaciones con las comunidades y el desarrollo de las industrias creativas. Colombia ubicó con éxito su producción melodramática en contextos internacionales precisamente por la conexión de lo audiovisual con lo regional y el humor popular, mostrando otros acercamientos a un género cuyos límites parecían inamovibles y que atrajeron a las audiencias y a la atención comercial. Pero perdió parte de su protagonismo industrial cuando estandarizó la producción y adelgazó sus características identitarias, lo que significó torcerle el pescuezo a la “gallina de los huevos de oro”. Hoy, la pantalla nacional está inundada de telenovelas turcas y hasta coreanas, mientras que la producción nacional ha perdido calidad, audiencia y dinero.

El éxito musical del reguetón en los escenarios internacionales está muy ligado al proyecto social y cultural que se ha gestado en ciudades como Medellín, la importancia de Rock al Parque en Bogotá, al desarrollo de bandas de música en las localidades, al diálogo con la creación de otros países y a su apropiación imaginativa por parte de los jóvenes habitantes de la ciudad.

El éxito de realizaciones cinematográficas colombianas en festivales de prestigio como Cannes se debe a la tradición que ha ido construyendo la industria, así como al estímulo de entidades como Proimágenes, y a las leyes y políticas construidas a través de los años por los creadores y la institucionalidad cultural.

En tercer lugar, las industrias creativas y culturales no pueden reemplazar ni desplazar a otras dimensiones de la cultura que no pasan estrictamente por procesos económicos. En este sentido, es necesaria una articulación más estrecha entre la economía creativa y otras áreas de la vida cultural como el patrimonio, las fiestas, las artes o los derechos culturales. Es decir, hay vida cultural más allá de las industrias creativas. Pero también se debe recordar que las industrias creativas son patrimoniales y participan de la construcción de la memoria cultural de la sociedad. Promover las industrias creativas es, entonces, estimular la conservación y proyección de la memoria de una sociedad. Por ello, además de las industrias culturales, se deben impulsar los espacios de producción creativa sin interés comercial, que requieren de otras comprensiones, contextos y políticas. Un ejemplo es el recién inaugurado Museo Itinerante de la Memoria de Montes de María, que une tecnologías con oralidades, silencio con expresiones culturales territoriales, historias de violencias con reconsideración de lo museográfico.

Porque no todo es formalizable dentro de la cultura. Ni todo lo cultural tiene el interés, la vocación o las posibilidades de convertirse en industrial, ni todo lo cultural existe en la perspectiva de la comercialización y la pervivencia en el entorno de los mercados.

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La coherencia impide lo agrio

En cuarto lugar, es absolutamente necesaria la armonización de la promoción de las industrias creativas con otras decisiones del gobierno, para evitar contradicciones como ya sucedió con las leyes de cine, del libro o de los espectáculos públicos y la Ley de Financiamiento –felizmente superadas–, y está por no suceder entre la producción de televisión pública y la ley de convergencia de las tic, en que persisten profundas desavenencias que no han sido corregidas por el gobierno.

En quinto lugar, no se debe confundir un Consejo del alto gobierno con un Consejo en que quepa el país, y sobre todo los actores de las industrias creativas. El Consejo de la Economía Naranja debe ser más incluyente y plural.

En sexto lugar, la política de la economía naranja debe estar muy atenta a generar condiciones óptimas para el ejercicio de una plena libertad de creación y de expresión de la diversidad de los contenidos, incluyendo, por supuesto, aquellos que se oponen, contradicen o se alejan de las ideas del propio gobierno.

Finalmente, los ciudadanos y ciudadanas no son simples receptores de bienes culturales. Desde hace años, cuando aparecieron en el horizonte los derechos culturales, la cultura se transformó en uno de los ámbitos en los que se crea, fortalece y desarrolla la ciudadanía.

Un refrán dice: “No se ha de estrujar tanto la naranja, que amargue el zumo”. Una excelente enseñanza popular para no perder de vista.

*Psicólogo, escritor, investigador en temas de comunicación y cultura. Ha escrito los libros Industrias culturales, creatividad y desarrollo, Las tramas de la cultura y La creación de la cultura. La transformación de las industrias creativas