Cine
“La ausencia de memoria es la muerte”: una entrevista inédita con Luis Ospina
ARCADIA publica una entrevista de la que se conocían solo algunos apartes. Se realizó en enero de 2016, en el apartamento de Ospina en Bogotá; en ella, el crítico Pedro Adrián Zuluaga lo acompaña a hacer un recorrido por su vida y su obra.
Luis Ospina es un creador de mitos. Y un mito él mismo. Cuando le pregunto si es consciente de esa condición y del peligro de inmovilidad que acarrea, asiente. Se levanta de una silla que tiene la imagen de John Wayne en el espaldar, camina por su apartamento de Chapinero (Bogotá) y regresa con una billetera que tiene el rostro suyo y que un amigo compró en la calle. “El peligro es repetirse”, advierte. Al comienzo de la entrevista, me dijo que disponía del tiempo que fuera necesario, y que lo único que le preocupaba era decir lo mismo de siempre.
En cinco décadas de estar dirigiendo, comentando, produciendo, editando, actuando y programando películas, Ospina se ha repetido poco. Su obra tiene unos ejes conductores (la ciudad, la memoria, el arte, los artistas, el cine) pero en cada estación ha sabido ser un cineasta del presente, atento a la respiración del mundo. Escéptico, memorioso, con un humor que desubica. Un destructor de mitos también, ya se trate del cine oficial, de la usurpación de la miseria, de la confianza ciega en una única verdad o del cine como conocimiento positivo de la realidad.
Luis, ya sabemos que todo comenzó por el fin, pero me gustaría empezar por el principio: los años de formación en la Universidad del Sur de California y en UCLA. ¿Qué influencias recogió? ¿Fue marcado por el movimiento contracultural o por las luchas sociales de ese entonces?
Yo me gradué de bachiller en mayo del 68, en Boston. Había sido cinéfilo en Cali, pero estando allá pude llenar muchas lagunas cinematográficas. A Cali llegaban “los clásicos”: Ford, Buñuel, Rossellini, Bergman, Antonioni, Fellini. Lo que ahora se llama “cine arte” llegaba a las salas comerciales. Pero en Boston comencé a ver que había otro cine, más especializado. Vi las primeras películas de Andy Warhol, por ejemplo, en un sitio que era una antigua sinagoga; al mismo tiempo iba a los cineclubes de MIT y de Harvard, que pasaban mucho cine europeo y cine experimental norteamericano. Estando allá, un profesor de física, me regaló uno de los primeros libros de cine que tuve: El cine japonés, de Donald Richie. Fue la primera vez que leí un libro sobre una cinematografía que casi no conocía, y eso me dejó como la primera piedra en el zapato. Entonces me fui a la Universidad del Sur de California, pero para hacerle el golpe menos fuerte a mis padres les dije que yo iba a estudiar arquitectura. Pero el primer día de clases me cambié. Llegué a una universidad que ya tenía una larga tradición, porque es quizá una de las escuelas de cine más antiguas de Estados Unidos, donde habían estudiado, una generación antes, Lucas y John Milius, el “nuevo cine norteamericano”. Incluso vi los cortos que ellos hicieron.
El germen de lo que sería el Nuevo Hollywood de los años setenta.
Sí, unos añitos antes. En esta universidad yo no me sentí muy a gusto, quizá porque ya veía que estaba muy orientada hacia Hollywood. Era una universidad de gente rica, con fraternidades y todo eso que se asocia con la educación privada norteamericana. Yo tenía unos amigos que vivían ahí cerca de la universidad, y un día me fui a acompañarlos a UCLA, donde ellos estudiaban. Y daba la casualidad que ese día estaba el gobernador Reagan de visita en la universidad y se armó una revuelta la verraca, se quemaron carros de policía, se destruyeron las máquinas de comida y yo vi toda esta actividad y dije: “aquí es donde yo tengo que estudiar”. UCLA estaba influida por el espíritu de esa época en la educación, en el sentido de que estaban buscando talentos natos. Es decir, los dos primeros años uno sólo tomaba cursos como antropología, historia, lógica, historia de los Estados Unidos y cursos de historia del cine, pero ningún curso técnico. No le enseñaban a uno ni cómo meter una película dentro de una cámara ni cómo operar una grabadora. Al final de ese año uno hacía lo que se llamaba el Proyecto 1, una película que uno mismo tenía que gestionar. Yo era una persona muy tímida y sólo tenía creo que cuatro amigos. Y me puse a pensar qué película se podía hacer con cuatro personas. Entonces leí “Eróstrato”, el cuento de Sartre y lo comprimí. Lo que en el cuento era una carta a los intelectuales que hacía la persona que va a salir a matar gente indiscriminadamente a la calle, yo lo volví un monólogo interior porque no tenía acceso a cámara sincrónica. Decidí hacer la película sobre un personaje de Los Ángeles, en un hotel viejo del centro de esa ciudad que ya en esa época estaba muy deteriorada, todo dentro de un universo muy parecido a los de Bukowski. En el monólogo interior el personaje va como hablándole al público; en algún momento de la película él mira por el espejo directamente a cámara: va a salir a matar gente indiscriminadamente, porque él odia a la humanidad. Comprimí toda la acción a un solo día. Desde que él se levanta hasta que sale a matar. Un amigo era el camarógrafo, otro amigo el actor, otro ayudaba con las luces y otro era la víctima. Es una película típica de un estudiante de cine de 20 años, un Taxi Driver avant la lettre.
La película supuestamente se tenía que hacer en Super 8. Pero yo hice trampa, porque el amigo camarógrafo tenía una Arri de 16mm y yo quería usar una película que sólo existía en 16mm, la 4X, que era muy luminosa. Se podía filmar casi sin luces y daba un grano muy estallado; las ventanas se volvían blancas. La filmé en 16mm blanco y negro, y saqué el copión y la edité en Super 8. El sonido lo hice el sonido en 16 mm, con voz en off y música de Bartok. Esa fue mi primera película: Acto de fe, en 1970.
¿Pero cómo los lanzaban a hacer eso si no habían tenido ningún contacto con la técnica?
Se suponía que uno se las tenía que arreglar. En esa época se acostumbraba mucho al debate público, en la gran sala de cine Melnitz Hall de la universidad se proyectaban las películas, y todos los alumnos de la escuela de cine podían asistir a las proyecciones de los primeros trabajos, y podían opinar. Estos debates públicos eran siempre muy agresivos. La universidad tenían la costumbre de invitar a todos los grandes directores activos en Hollywood a hacer una avant-première de sus películas. Y pues fue gente como Robert Altman a mostrar. Y los volvían mierda, porque todo el mundo quería cine político y experimental.
OJOS Y OÍDOS PARA LA REVOLUCIÓN
“Entonces comencé a tomar cursos especializados: cómo manejar una NAGRA, cómo escribir un guión, ese tipo de cosas. Y después uno pasaba a Proyecto 2, que ahí fue cuando hice Oiga, vea. En el ínterin, hice unas peliculitas que se llamaban El bombardeo de Washington y Autorretrato (dormido). Para mí fue importantísimo haber tomado un curso de cine experimental norteamericano, donde se veía el cine de ambas costas. En esa época era muy fuerte el cine de la costa Oeste, el cine de Kenneth Anger comenzaba, Maya Deren, también vimos las películas de Bruce Baillie, Gregory Markopulos, Jonas Mekas. Para mí la epifanía fue A Movie de Bruce Conner; me cambió la vida completamente, fue la primera película de montaje, de compilación o found footage, ya no sé cuál es la expresión que se deba usar, que vi. Me dejó inquieto de que uno pudiera hacer una película con materiales diversos, sin tener que filmar nada y lograr algo a punta de montaje y de ritmo. A Movie es un encadenamiento de una serie de desastres naturales que se van como intensificando cada vez más con la música de Respighi que es un poco rimbombante y le da un carácter más sombrío a las imágenes.
Y de ahí surge El bombardeo de Washington…
Sí, en un curso que se llamaba Diseño 1 tenía que hacer una película de un minuto. Por estar viendo cine y andar vagabundeando no hice nada durante el semestre. Los mismos amigos con que yo había contactado en USC, habían encontrado en el ático de la casa una cantidad de rollos y de latas de películas. Entonces les dije, “déjenme me llevo esa vaina”. Yo había venido a Colombia y me había llevado algunas películas documentales que tenía mi papá, como especies de travelogues, entre ellos uno sobre Washington. En una sola noche me tocó hacer la película, combinando materiales sobre la Primera Guerra Mundial, la Guerra de Corea, el travelogue sobre Washington, una película de ciencia ficción no identificada donde sale como un cohete, y otro fragmento de una película que decía “El Fin”. Con eso hice la película y salí… Fue casi sin saberlo que comencé a hacer películas de metraje encontrado.
Que ha sido la constante de su trabajo.
Sí, de hecho El bombardeo… la incluí completa en Un tigre de papel y se la atribuyo a Pedro Manrique Figueroa. En este curso de cine experimental norteamericano vi también Scorpio Rising, de Kenneth Anger, donde también se trabaja con metraje encontrado. Esta película también me impresionó muchísimo. Vi también Fireworks, la primera película con temática homosexual que había visto en mi vida. Y Cosmic Ray, otra película de Bruce Conner, que es con la famosa canción de Ray Charles What’d I Say. También me marcó mucho lo que en ese momento llamaban cine conceptual; películas de Morgan Fisher, gente que trabajaba con la duración y el plano fijo. Yo ya venía con estas ideas de Warhol, también de la duración… entonces ahí fue cuando se me ocurrió hacer el Autorretrato (dormido), como una especie de, ¿qué será eso?
Una derivación.
Sí, una derivación de la película de Warhol. Comprimir diez horas de sueño en tres minutos, y no hacer lo que él hizo: filmar seis horas de sueño en tiempo real. Ya después viene el cambio que fue Oiga, vea. Era una época muy politizada; la universidad estaba muy politizada. Cuando la invasión de Camboya, tanto los estudiantes de antropología como los de cine, hicimos un referendo y nos lanzamos a la huelga; nos tomamos los equipos de la universidad durante un semestre y echamos a los profesores. Y nosotros mismos nos calificábamos y todo el mundo abandonó sus proyectos personales y se dedicó a la causa, porque en ese tiempo había causas de todos. Estaba César Chávez, estaba la causa de los camioneros, estaban los hippies.
¿Se fueron con cámaras a filmar esos movimientos sociales?
Sí, fundamos una cosa que se llamaba “Los ojos y los oídos de la revolución”. Y programábamos cine revolucionario en la escuela, y entre todo ese cine siempre metíamos Sopa de pato de los hermanos Marx. Era, digamos, la parte marxista.
¿Tenían algún contacto con los colectivos europeos, como el Dziga Vertov, por ejemplo?
No, aunque por esa época fueron Jean-Pierre Gorin y Jean-Luc Godard a Pasadena. Yo me fui a ver a Godard con mis amigos, así como se va a ver al papa.. La escuela tenía un parque donde podía ir cualquiera a echar un discurso. Entonces allá fue Angela Davis, Jane Fonda, Jean Genet; todos los que hacían agitación política. Fuimos hasta Pasadena a ver Tout va bien de Godard y Gorin y Letter to Jane, la que hicieron ellos dos sobre Fonda. Ahora, el experimento del corto verano de la anarquía de la huelga fue un fracaso. Hicimos películas muy malas. Cuando veíamos los rushes eso era gente marchando y marchando, cuando llegaba la policía no se veía un coño porque la cámara tenía que correr. Todo era muy patria o muerte, muy agit-prop. En la universidad se daba mucho cine, no sólo en la escuela sino en otras facultades; se traía cine latinoamericano, africano, revolucionario. Ahí pude ver las primeras películas del Cinema Novo, las de Glauber Rocha y Nelson Pereira Dos Santos. Vi La hora de los hornos. Mayolo y yo habíamos leído sobre ella pero nunca la habíamos visto. Porque la educación que él y yo tuvimos, era las películas a través de los libros. Vi cómo Solanas combinaba su técnica de agit-prop con publicidad. Como no se podían piratear las películas, yo grabé el sonido de la película. Vine a Colombia y le puse las cintas a Mayolo, y le iba explicando qué salía en cada plano. Las antorchas al comienzo con esa música, y aquello de “América Latina es un continente en guerra”. Yo me sabía la película y se la iba describiendo.
¿Fueron directores latinoamericanos a la universidad?
No, se daba mucho el nuevo cine de Hollywood. Y desde luego, las primeras películas de la Nouvelle Vague. Acto de fe tiene algún parentesco con El fuego fatuo, de Louis Malle. Con todas esas películas revolucionarias en la cabeza me fui unas vacaciones a Cali y coincidió con que se iban a hacer los Juegos Panamericanos. Con Mayolo dijimos, “hagamos una película sobre esto”, “¿pero cómo hacemos si ya van a comenzar y no tenemos equipo?”. Mayolo tenía unas latas en la nevera y dijo: “Ah, entonces yo me robo la cámara de Corafilm, y vamos y hacemos la película”. Entre él y yo, y la novia de Mayolo en esa época, Ute Broll, hicimos la película desde el punto de vista de la gente que no podía entrar a los estadios porque no nos dieron acceso, ya que se estaba haciendo una película en 35 mm.
El cine oficial.
Dirigida por Diego León Giraldo y hecha con técnicos mexicanos y colombianos, en color. La nuestra, en cambio, era una peliculita de contra-información.
La idea de ojos y oídos para la revolución sobrevive en Oiga, vea. El mito que ustedes crearon acerca de su trabajo en colaboración de la década de 1970, de que Mayolo era los ojos y usted los oídos, ¿a qué distribución de roles correspondía? Y más allá, ¿implicaba dos tipos de formación o temperamento, concepciones distintas de la vida y del cine, o de las causas políticas que usted y Mayolo tenían en ese momento?
No, simplemente era la división del trabajo. Él era “vea”, porque hacía cámara y yo “oiga” porque hacía sonido. Además, “oiga, vea” es una expresión coloquial muy caleña. En ese momento se comenzaba a hablar de Dziga Vertov, pero sus textos no se conseguían en español, y entonces yo traduje algunos. Lo que me hizo a mí volverme un documentalista fue El hombre de la cámara. Vi que un tipo de cine reflexivo ya existía; una película donde uno ve todos los procesos del cine, con un ritmo, sin necesidad de letreros. Y es un cine de agitación política muy bien hecho, ¿no? Me impactó más que El acorazado Potemkin. Tenía más que ver conmigo.
¿Qué pasó con Oiga, vea en su pelea con el cine oficial? ¿Qué tipo de distribución tuvo en ese momento?
Oiga, vea se hizo en 1971, el mismo año en que se fundó Ciudad Solar y el mismo año en que Mayolo y Andrés Caicedo hicieron Angelita y Miguel Ángel. Por eso el comienzo del Grupo de Cali lo situó en ese año 71. Nosotros al final de los créditos pusimos, “Una producción de Ciudad Solar”. Era sólo para darle una actividad de producción de cine a Ciudad Solar, que ya tenía dos actividades cinematográficas que eran el “Cine subterráneo” y el “Cineclub de Cali”. La película se dio en Ciudad Solar por primera vez. Después la dábamos en sindicatos, en la cárcel, en la Universidad del Valle; era un tipo de distribución muy elemental. Pero ese mismo circuito lo usaban Marta Rodríguez y Jorge Silva, que habían hecho Chircales por la misma época.
¿Oiga, vea alcanzó a estar en la muestra de cine colombiano que organizó Isadora de Norden en la Cinemateca Distrital al comienzo de los setenta?
Sí, alcanzó a estar. A nosotros esa muestra nos abrió los ojos, porque vimos que se habían hecho películas en Colombia, y de todo tipo. El Taciturno y Aquileo Venganza que eran westerns, Esta fue mi vereda. Y todas las películas revolucionarias de la época que ya desaparecieron. Las del Colectivo La Rosca, que ya no se pueden ver. Carvalho, de Alberto Mejía. Las de Carlos Álvarez. Había muchos colectivos. Y había cine experimental también. A partir de esa muestra fue que hicimos en la primera edición de la revista Ojo al Cine el balance del cine colombiano de la época, donde hice el primer intento de hacer una filmografía del cine colombiano. En ese momento no existía el libro de Hernando Martínez Pardo. Y esa muestra fue fundamental también para conocer a los directores que estaban activos. Conocí a Roberto Triana, a Pacho Norden, aunque ya conocíamos a otros cineastas como Jorge Silva, Marta Rodríguez y Ciro Durán.
La obra inicial suya y de Mayolo toma posición no sólo en el campo político sino también sobre el propio cine que se está haciendo en ese momento: contra el cine oficial en Oiga, vea, contra los vampiros de la miseria en Agarrando pueblo. ¿Cómo se vivía en los setenta lo que hoy llamaríamos el campo cinematográfico?
Yo venía influenciado por las ideas anarquistas y hippies norteamericanas, y de los “yippies”, que era un partido bastante particular, teatral y performático. Nosotros con los hippies llegábamos hasta cierto punto; nos separábamos de muchas de esa bobería de los hippies, de la que nos burlábamos con Mayolo. Y por otro lado estaba Ciudad Solar, es decir su fundador Hernando Guerrero y Mayolo, que eran cuadros del Partido Comunista. En la célula de Mayolo estaban Juan José Vejarano, Arturo Alape, Lisandro Duque, Hernando González. Cuando se reunían en la casa de Mayolo yo estaba vedado de participar; antes de las reuniones Mayolo y yo fumábamos marihuana en la parte de atrás, donde colgaban la ropa. Y después él atendía a su visita comunista en la sala y yo me quedaba en el cuarto de Mayolo leyendo libros de cine mientras ellos conspiraban en el otro lado. Se suponía que yo no podía estar presente ahí, porque se discutían cosas muy secretas. Y se planeaban cosas absurdas. Por ejemplo cuando daban la película Che, de Richard Fleischer; era una película que había que destruir por reaccionaria. Entonces planearon atracar al motociclista que llevaba las latas de la película y echarle acetona a los rollos para destruir las copias. En Cali en ese momento era muy grande el trotskismo, el maoísmo menos porque este era un fenómeno más de la Universidad de Los Andes, de niños ricos. Claro, había una pugna y yo simpatizaba más con los trotskistas que con los del Partido Comunista, que eran muy cuadriculados. Mayolo era activista; él tuvo un cineclub obrero, en el que salían, pintaban consignas, hacían militancia. El mismo Andrés Caicedo perteneció al Teatro Experimental de Cali-TEC, que era un cuadro del Partido Comunista, y estuvo muy influido por esas ideas. Eso se nota en algunos escritos suyos, los más tempranos: habla con sospecha del cine de Estados Unidos, pero al mismo tiempo le gustaba Jerry Lewis y John Ford.
En Agarrando pueblo ya se siente un desgaste de esa militancia.
Sí, ya hemos pasado por un desencanto; ya ha caído Allende, ya es otra cosa. En esos años* (1974) se hizo un evento grande de cine colombiano en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, se llevó a los cineastas, y se armó una polarización tremenda entre los que hacíamos un cine más revolucionario y los que hacían un cine industrial y eso llegó hasta agresiones verbales muy fuertes.
Cuando ustedes hacen Agarrando pueblo lo hacen como el equivalente de un texto crítico sobre el cine colombiano en ese momento. ¿Cómo fue recibida la película por la gente que es directamente acusada en ella? ¿Qué tipo de debate generó?
Yo, por el hecho de vivir por fuera tanto tiempo no conocía tanto a la gente del medio. Mayolo sí. Y él era muy radical, muy pendenciero. Tenía problemas con todos los cineastas. Con Diego León Giraldo, tenía problemas muy personales. Aunque Diego León Giraldo también comenzó afiliado con el Partido Comunista; su película sobre Camilo Torres fue realmente la precursora, después de Garras de oro, del cine revolucionario. Pero sí se dio una división muy fuerte; éramos nosotros y ellos, y también esta polarización entre los caleños y el cine de Bogotá.
Pero ese nosotros y ese ellos no es tan claro. Gamín, de Ciro Durán, es una película motivada por un afán de reivindicación social. Ustedes atacan directamente un cine que se precia de ser de izquierda.
Oiga, vea fue alabada por grupos de izquierda, tanto de un lado como de otro. A los maoístas ni siquiera les interesaba el cine, ni Mozart, ni Beethoven, ni nada. Ellos solamente andaban con Las cuatro tesis filosóficas, el “librito rojo” y de ahí no pasaban. No había cineastas maoístas
Hasta Sergio Cabrera.
Hasta Sergio Cabrera (risas). Las primeras reseñas de Oiga, vea las hicieron Margarita de la Vega-Hurtado y Lisandro Duque, que después se volvió contra nosotros y escribió una cosa demoledora contra Agarrando pueblo; se volvió el vocero de Gamín. Ahí se ve cómo es el juego de la gente del PC. Yo sostuve una polémica contra Lisandro en el periódico, porque también en esa época podía uno extenderse una página y contestarle al otro y al otro. Pero sí, se polarizaron las cosas, entre el cine “comercial”, tipificado por Gustavo Nieto Roa. También llegó Jairo Pinilla, que tuvo mucho éxito. No teníamos ninguna relación con él, ni sabíamos que era caleño. No lo conocíamos. Por otro lado se hicieron más de 600 películas de “Sobreprecio”, y creo que había más de 150 directores. En la época de Oiga, vea, si había más 15 directores en este país era mucho.
Cuando aparece Pura Sangre en 1982, se repite un poco la polarización respecto a lo que debe ser el cine colombiano. En Todo comenzó por el fin se ve como acusan a la película en el Festival de Cine de Cartagena por ser poco revolucionaria.
Sí, fue Alberto Aguirre el que comenzó esa polémica. Pura Sangre se hizo dentro de ese nicho de los “créditos especiales” de FOCINE y se suponía que esos créditos eran para películas “de calidad”, “artísticas”. Y yo salí con una película de serie B, o de serie Z según algunos y no llené las expectativas de la gente. Ellos esperaban otro tipo de película, y salió esta cosa que no le gustaba a nadie. Ni al público, ni a los cineastas que estaban en el otro bando. Entonces la película fue un fracaso comercial. En Medellín la sacaron del Teatro Junín, porque destruyeron las sillas al parecer por las escenas homosexuales dentro de la película.
Usted ha mencionado que entre los muchos referentes de la película, que son de distinto orden, estaban las fotos de Monseñor Guzmán, publicadas en el libro La violencia en Colombia. ¿Cómo se dio esa influencia? ¿En qué niveles de la película?
En mi temprana adolescencia existían dos cosas, la revista Playboy y el libro de la violencia en Colombia. Y la prensa que llegaba todos los días por debajo de la puerta, sobre todo El Relator, donde uno veía fotos de descabezados, de todos “los cortes”. Fuimos una generación que creció con el horror. En la película se ve cómo los niños van a una caja y sacan unas fotos de la violencia, de descabezados.
Y el personaje que interpreta Mayolo es fotógrafo.
Claro… La Violencia nos marcó muchísimo. Sobre todo a Mayolo, que era mayor que yo. A él le tocó esa cosa que hubo contra los conservadores del Valle. La familia de él era conservadora, laureanista. En Pura Sangre hay todo un diálogo que es extraído en parte, creo, del libro de Monseñor Guzmán.
Cuando el personaje de Humberto Arango cuenta sus experiencias “rastrojeando” en el Norte del Valle.
Sí. Yo lo adapté un poquito, pero prácticamente es textual. En esa película se trabajó mucho con cosas textuales; porque al mismo tiempo que esta violencia política, vino lo del monstruo de los mangones, una cosa terrible. Para nosotros, siendo niños, era como “El Coco”. “No salga a la calle que se lo come El Coco, no solo se lo come sino que lo viola y le saca la sangre”. (Risas) Y yo, personalmente, a dos cuadras de mi casa, en un mangón [un lote vacío], vi un muerto de estos todo inflado. Eso me impactó muchísimo. Había también esa leyenda de que estaban robando niños, y después surgió el mito del señor Aristizábal, como el supuesto causante de todo.
Era un antioqueño, ¿no?
Sí, un empresario cafetero como mi abuelo que logró incrustarse dentro de una sociedad regionalista como la caleña. “En Cali, antioqueño ni grande ni pequeño” (risas). Él llegó con una recua de mulas y con el tiempo puso un gran hotel que se llamaba el Aristi y el teatro del mismo nombre, el más lujoso de Cali, de un Déco bellísimo. El mito surgió porque él tenía una casa en el sur de la ciudad que era casi como una finca y la gente decía que ahí se hacían experimentos raros y cosas así. Y después el señor Aristizábal comenzó a hacer milagros. Eso es muy colombiano.
¿El guion de Pura Sangre se empieza a escribir en qué año?
Cuando regresé de París, en el 78 y 79. Me inspiré en algo que me contó Andrés Caicedo. Me dijo, “mirá que yo estuve escribiendo un cuento, un guion que nunca terminé que era sobre un señor azucarero, que literalmente vive de la sangre de los obreros.” En su historia los obreros eran como unos zombies que se ponían en fila y el señor les sacaba la sangre. Pero yo nunca vi ese texto hasta que esculqué el baúl de Andrés y encontré el principio de esa historia. Andrés también comenzó a escribir con Mayolo la historia de Carne de tu carne.
La idea de que la sangre tenía que ser de muchachos blancos, con todo su componente homoerótico y de fantasmas de clase y pureza racial, que se presta para tantas lecturas políticas, ¿surgió intuitivamente?
La gente de mi clase social creció con los negros.
Y también con el miedo a los negros.
Pero las nanas de la mayoría de la gente rica eran negras, las cocineras y los empleados eran negros. Es una ambigüedad rara, porque no eran maltratados en la casa. A veces eran casi parte de la familia. A mí me sorprendió mucho que cuando di la película en Italia, en 1983, fue en el Festival del Cine de Autor de San Remo. Eran puros viejitos comunistas del PC italiano. Ahí fue donde yo vi que la película podía ser leída políticamente. I vampiri succhiano il sangue dei poveri contadini, decían: “Los vampiros les chupan la sangre a los pobres campesinos”.
Pura Sangre se inscribe ahora dentro del corpus del gótico tropical. En ese momento, ¿a ustedes se les pasaba por la cabeza esa categoría?
No, el gótico tropical es un invento de Mayolo. Cuando hicimos Carne tu carne y Pura Sangre, nosotros estábamos más influidos por el cine de Roger Corman o de Polanski, el cine de serie B, el cine de vampiros. Lo que pasa es que el cine de canibalismo y de vampiros y de zombies siempre puede tener una lectura política.
Y tiene un origen común en el gran imaginario gótico.
Sí, en el gran señor que vive de la sangre de sus súbditos. El término de gótico tropical viene de la preparación de La mansión de Araucaima. Todos comenzamos a revisar la literatura gótica y leimos libros como El monje o El castillo de Otranto para trabajar en esta película y sitúar el gótico en el Valle del Cauca. Ni en Carne tu carne ni en Pura Sangre se hablaba de eso.
Otro término de mucha ascendencia y fortuna crítica es el de la pornomiseria. ¿Existía antes de Agarrando pueblo?
Hasta donde yo sé, nosotros lo inventamos. Está el manifiesto que sacamos cuando se dio el estreno mundial de Agarrando pueblo en París. Primero llamábamos a ese cine miserabilista. Así como se hablaba de cine tercermundista, nosotros comenzamos a hablar de cine miserabilista. Y después pensamos en el cine brasileño, en el que se inventaron la pornochanchada. Yo era gran admirador de Glauber Rocha, aunque creo que no había visto ninguna de sus películas en ese momento pero sí habíamos leído sus textos. Ahí fue cuando se empezó a hablar de pornomiseria.
Lo gótico tropical se siente mucho más en el Mayolo de la televisión. En los programas de terror que hizo, en una serie como Azúcar.
Mayolo, por cuestiones de familia estuvo muy ligado a Buenaventura. Porque ellos tuvieron minas de oro. Él siempre estuvo obsesionado con la idea del Pacífico y con la cultura negra y el mestizaje. Había también un evento de la historia caleña cuando supuestamente los negros se tomaron a Cali. Fue una cosa terrible para la burguesía caleña, porque violaron a muchas mujeres; entonces todo el que nacía con el pelo apretado decían que era producto de esa invasión de negros que hubo. Lo cierto es que Mayolo siempre tuvo ese interés por el Pacífico, por sus mitos. Más que yo, que soy una persona muy urbana.
El mote de Caliwood, ¿cómo surgió?
Más o menos a mediados de los ochentas. Empezó como un chiste en alguna fiesta. Nosotros nos la pasábamos haciendo juegos de palabras, que es una cosa muy caleña. Así como la pornomiseria nació de la pornochanchada, el Caliwood salió de Bollywood. Sonaba parecido. Ya no sé quién fue el que echó el chiste, si Mayolo, Sandro o yo. O si fue una creación colectiva (risas). Eso se consolida creo que en el año 85 cuando Karen Lamassone sacó unas camisetas que decían Caliwood. Hay una foto muy buena de Barbet Schroeder con esa camiseta que salió en primera página del suplemento cultural de El País o de El Pueblo, no me acuerdo. Fue la primera vez que se vio impreso y a partir de ahí lo tomamos más en serio, pero comenzó como un chiste.
¿Qué vínculos tenían ustedes con los fotógrafos y los artistas plásticos de esa misma generación como Ever Astudillo, Óscar Muñoz y Fernell Franco? Un Caliwood extendido.
Todos en algún momento de nuestras vidas tuvimos que ver algo con Hernán Nicholls. Él fue el hombre que revolucionó la publicidad en Cali y era amigo de los nadaístas, que se habían afincado más en Cali porque ya los habían echado de Medellín. Cali se volvió entonces el centro nadaísta. Jotamario, Elmo Valencia y “El Indígena”, bueno uno al que le decían “El Indígena”, trabajó con Nicholls, y ahí también trabajaban Fernell Franco y posteriormente Carlos Duque. Cuando comienza Ciudad Solar, la mayoría, creo yo, eran fotógrafos. Hernando Guerrero, Bartelsman, Juan Fernando Ordoñez, el hermano de Pakiko, que se mató en una moto en esa época, “La Rata” Carvajal. Había más fotógrafos que artistas plásticos en nuestro grupo. Y hubo una relación muy estrecha con ellos; todos, en 1971, sin ponernos de acuerdo y a raíz de los Juegos Panamericanos, coincidimos en que había que registrar la ciudad, porque la ciudad iba a cambiar. Hacer memoria de la ciudad fue la cosa que más nos unió como grupo. No tanto la política.
En Pura Sangre se ve algo de esa ciudad de burdeles y clubes nocturnos muy cercana al universo de Fernell Franco y Óscar Muñoz.
Sí. Y de hecho en la película hay un homenaje a Oscar Muñoz. Esa escena donde Mayolo sube por el inquilinato y está Oscar pintando. En las películas que hizo Mayolo, como Aquel 19 y Cali, Cálido, Calidoscopio, se ve en cine lo que Astudillo estaba haciendo con sus dibujos y Fernell con sus fotografías.
La ciudad y la casa destruidas, en ruinas, es el mito fundacional del Grupo de Cali. Por lo que pasó con la explosión de Cali en el año 56.
Sí, el impacto de haber vivido la destrucción de mi casa a los 7 años. La explosión de Cali produjo mucho horror. Mi mamá era de estas personas que hacía caridad, y que cuando había tragedias iba a ayudar. Cuando volvía casa nos contaba los cuentos de cómo la gente estaba cortando dedos para robar los anillos, que robaban los zapatos de los muertos. Uno oyendo esos cuentos al almuerzo.
Ustedes van a hablar mucho de la explosión en sus películas. También con esa connotación de “limpieza”.
La explosión de Cali tuvo una lectura política. En Cali habían sido las revueltas más grandes contra Rojas Pinilla, y la gente decía que Rojas estaba detrás de la explosión para vengarse de la ciudad de Cali.
En el programa Rostros y rastros, cuando aparece a finales de los años ochenta, ese interés por la ciudad se vuelve más reflexivo, cercano a la universidad y a un pensamiento crítico.
La Universidad del Valle, o por lo menos la Escuela de Comunicación, en parte surge de una reunión que tuvimos Jesús Martín Barbero, Andrés Caicedo y yo. Martín Barbero nos dijo, “queremos hacer una escuela de comunicación social, ¿por qué ustedes no proponen un pensum de cine?”. Y así hicimos una cosa de historia del cine y yo fui el primer profesor de cine de la universidad, en el 79.
Martín Barbero, pero también Germán Colmenares, Estanislao Zuleta.
Fue la época de oro de la Universidad del Valle y de una intelligentsia caleña.
¿Por qué usted termina la historia de este Grupo de Cali, que se cuenta en Todo comenzó por el fin, en 1991? ¿Cuál es la fisura, el hecho histórico del quiebre?
No fue una caída libre. Fueron una serie de hechos. Por un lado, el triunfo del narcotráfico en el Valle del Cauca. El mal gusto, la poca actividad cultural, el cambio físico de la ciudad -la arquitectura, el irrespeto por el patrimonio-, una forma de ser muy vulgar. Eso por un lado. Por otro lado está la muerte de FOCINE. Y el final de Azúcar, que se extendió hasta el 91. Al final tocó darle shocks eléctricos para que siguiera, porque eso se ha debido acabar antes, pero RCN quería que siguiera dando plata. La diáspora comenzó a finales de los ochenta por la falta de oportunidades de trabajo en Cali y porque en Bogotá la gente podía tener un trabajo audiovisual bien pago. Yo fui de los últimos en irme, en el 95.
Su obra de los noventa y la más reciente, excluyendo el episodio aislado de Soplo de vida, tiene un interés muy particular por armar una historia cultural. Personajes, retratos de artistas, como Fernando Vallejo, Antonio María Valencia, Lorenzo Jaramillo, el propio Pedro Manrique Figueroa. Hay un cambio muy radical si uno ve su obra de los setenta. ¿Tiene que ver con un formato nuevo como el video?
Tiene que ver con las nuevas tecnologías por un lado. Por otro lado, el programa Rostros y rastros de mediados y finales de los ochenta coincidió con esto. El video comenzó a tener fuerza. Y el documental. Y también, por lo menos Mayolo y yo, comenzamos a leer historia del Valle del Cauca. Leímos María otra vez, El alférez real, teníamos un círculo de estudios “marianos” (risas) cuando hicimos la película En busca de María. En los libros de mitos y leyendas del Valle se hablaba de “La Madremonte”. Comenzamos a leer sobre eso y a darnos cuenta de que no había una tradición audiovisual con ese registro. En los cincuenta se hizo La gran obsesión, el cine mudo prácticamente no existe en Cali. Entonces nos dio por documentar la ciudad, retratarla, sacar esos personajes típicos. La idea era darle una identidad a Cali. Con los canales regionales uno tenía que buscar la identidad de su región. Y nos fuimos por la vertiente del cine documental urbano.
A partir de esos años, en sus trabajos documentales veo una coincidencia, no sé si inconsciente o calculada, en el interés por cierto tipo de artista en el margen: proscritos, rebeldes, homosexuales… Figuras como Andrés Caicedo, Fernando Vallejo, Lorenzo Jaramillo, Antonio María Valencia.
Mi simpatía siempre está con los marginados o con los que están en contra de algo. Soy dado a crear mitos. Y a sostenerlos. Al principio, por ejemplo, el mito de Andrés Caicedo lo manteníamos unos poquitos, se creyó que literalmente era una cosa de “unos pocos buenos amigos”. Andrés era un personaje prácticamente inédito. Después se nos salió de las manos y ya es una cosa que anda sola por todas partes.. Entonces, sí, ese temor a olvidar a la gente…Pienso que los documentalistas siempre estamos filmando las cosas que están en tránsito de desaparecer. Siempre uno está trabajando la memoria. Yo he tomado muy en serio esa frase de Cocteau: “el cine es filmar la muerte haciendo su trabajo”. Y para mí la ausencia de memoria es la muerte.
Usted filmó la muerte “literalmente”, en el caso de Nuestra película, por las condiciones de Lorenzo Jaramillo y la participación de él mismo como una especie de co-director.
Es de esos casos en que el tema lo escoge a uno. Lorenzo me pidió que hiciera la película. Y eso para mí fue bueno porque pude no quedarme patinando en Cali. Cali se me estaba agotando, yo le estaba cogiendo bronca, por todo el fenómeno del narcotráfico y de que ya no reconocía la ciudad, me sentía extraño. Como el vaquero que regresa y todo ha cambiado en el pueblo. Como en las películas de Nicholas Ray con Robert Mitchum. Cuando surgió lo del SIDA, yo iba mucho a Nueva York. Y comencé a ver cómo la gente iba cayendo así, ta, ta, ta. Y dije, “en Colombia nadie ha hecho nada sobre esto”. Yo no sé quién haya sido el pionero del arte que tiene que ver con el SIDA. Pero no se había tocado ese tema, era tabú. Y se dio también otro hecho que era la cámara liviana. Entonces ya se podía filmar con una camarita sin luces. Y yo siempre he creído mucho en el poder de la palabra, mis películas son muy habladas.
Y escritas, también, la palabra como texto.
¡Sí! Entonces se juntaron muchas cosas. Algo muy personal que era que mi madre se estaba muriendo. La última película mía que ella vio fue Nuestra película. Yo le había dedicado la película de Antonio María Valencia, porque ella lo había conocido y fue la primera persona que me habló de él. Nuestra película fue una forma de tratar de asimilar la muerte, de verla de frente. En Nueva York, en las preguntas y respuestas después de Todo comenzó por el fin, me preguntaron cómo estaba de salud. Y pues yo no sé, hasta ahora parece que estoy bien, pero todos vivimos bajo una espada de Damocles, todos tenemos la muerte aquí, en cualquier momento se puede manifestar.
¿Qué proceso desencadena en usted, que siempre se ha definido como una persona muy tímida, esa valentía para exponerse tanto como lo hace en Todo comenzó por el fin?
Creo que a partir de mediados de los ochenta y con las nuevas tecnologías, comienza a haber un cine más del yo. Se consolida la idea de filmarse a uno mismo, de hacer diarios. Una película que me influenció muchísimo es Sick de Kirby Dick, el retrato de un, como se llama… un supermasochist. Donde Bob Flanagan se expone a la cámara, con su enfermedad. Cuando estaba haciendo la película de Lorenzo vi películas sobre el SIDA, vi diarios, como eso que estaba haciendo el amigo de Foucault, ¿cómo es que se llama?
Hervé Guibert.
¡Sí! Me interesé mucho por las películas sobre las enfermedades y como la gente fue perdiendo el pudor para hablar de eso.
Esa exposición hubiera sido imposible hace veinte años, cuando no estaba consolidado ese giro autobiográfico. La intimidad que garantiza un equipo pequeño de filmación, de unos pocos buenos amigos, se siente también en sus últimos trabajos. No sé si, por ejemplo, una película como la de Fernando Vallejo, hubiese sido posible sin ese cambio tecnológico.
No creo. Si hubiera habido quince personas ahí, él nos hubiera echado el primer día. En La desazón suprema yo me pude pude mover en los espacios de Vallejo sin molestar.
Soplo de vida se siente como un ovni en su carrera, lo cual es muy extraño, porque en esa película están muchos de sus amores particulares: el cine negro, la cinefilia en general, el trabajo con su hermano Sebastián. Y sin embargo uno siente que es una película un poquito incómoda, también por lo que significó en términos de desgaste personal.
Esa película, de alguna manera, fue un encargo. Cuando mi hermano se ganó el premio por ese guion que se llamaba Adiós María Félix, me propuso dirigir la película. Eso coincidió con que ya estaba aburrido de Cali y dije “pues me voy a Bogotá y hago esta película”. Afortunadamente es una película de cine negro que es el género que más me gusta del cine. Aunque en las dos películas que he hecho de ficción, siempre hay una raíz documental. Se parte de lo real. Lo de Soplo de vida es una historia que realmente le pasó de alguna forma a mi hermano, que se enamoró de una chica que murió en Armero.
¿Qué es lo documental en Pura Sangre?
Lo del monstruo de los mangones, el mito urbano del señor Aristizábal.
Me interesa volver sobre la idea de los mitos: Todo comenzó por el fin refuerza esa visión mítica del personaje Luis Ospina.
Bueno, en Todo comenzó por el fin, ya viste que hay una telenovela donde estamos nosotros. Creo que a mí se me ve n poco como un sobreviviente. La edad también le da a uno esa condición. Soy como el Keith Richards de Cali. Y pues en la película sí lo afianzamos desde el mismo concepto gráfico del afiche. Ya lo asumo. Creo también que el BAFICI tuvo mucho que ver con eso, la obra mía realmente se vino a conocer por fuera de Colombia a partir del BAFICI.
Primero fue Agarrando pueblo, ¿no?
Sí. Agarrando pueblo tuvo un revival como treinta años después. Cuando se comenzó a hablar de lo neocolonial. La película la empezaron a pedir de todas partes y comenzó a ir a otros espacios como galerías de arte, museos, exposiciones.
Claro, a propiciar otro tipo de diálogos. Y ahora la categoría del gótico tropical se volvió muy funcional para hablar de ciertas narrativas latinoamericanas en literatura, cine y artes plásticas. Pero ¿qué es lo que preocupa del mito?
El peligro es repetirse. En Todo comenzó por el fin me cuestioné mucho cómo hacer la película para salir de Colombia, con algo al fin y al cabo tan desconocido en otras partes. Pero lo que me he encontrado es grupos como el de Cali existieron en otras partes del mundo. Guardadas las proporciones con la Nouvelle Vague nosotros hicimos las mismas cosas; una revista, un cineclub, una camaradería. Y en Barcelona, en California, en Noruega, en Nueva York o en sitios tan remotos como Japón, se dieron grupos parecidos.
Ustedes tenían un sentido de la amistad muy fuerte, lo cual también es muy universal.
Sí, y hay un revival de los setentas también, pienso yo. Con este despelote en que se ha convertido el arte ahora, se comienza a ver los setentas como algo que fue único y que es muy difícil que se repita, porque ya no existen las ideas de cambio que en ese momento uno podía decir que eran factibles. Es un mundo muy horrible. Entonces los setenta se ven como una especie de Arcadia, aunque también se corre el riesgo de caer en la bobería, yo digo que lo que hago es nostalgia crítica.
En Un tigre de papel, en una revisión, ya no íntima sino política de la historia que es la propia historia de su generación, o incluso de una generación anterior, es bastante, cómo decirlo, la mirada que proyecta sobre el pasado es muy crítica, amarga. “Nos cagamos en todo” como dicen en Easy Rider, de Dennis Hopper.
Pero eso lo vengo desarrollando desde hace tiempos. En la película de Vallejo pues desde el título ya hay una desazón. En Un tigre de papel llego a burlarme un poco de todas esas utopías y a verlas con una ironía que no hubiera sido posible años antes. Con una película así, seguro me hubiera matado un sicario del muro de Berlín del partido comunista (risas).
Bueno, lo del propio Lorenzo Jaramillo, ver todas las utopías sexuales reducidas a la agonía en una cama.
Sí. Son películas muy pesimistas.
Pero Todo comenzó por el fin no tanto. Sobrevive como un sentido de la amistad.
Sí. Es de las pocas cosas que perduran, ¿no?
*Una versión reducida de esta entrevista se publicó en la revista Kinetoscopio, en 2016.