Opinión Online

Lourdes: una plaza y una ciudad

Una crónica desde los alrededores de la Basílica Nuestra Señora de Lourdes de Bogotá.

Diego Valdivieso
23 de noviembre de 2017, 6:29 p. m.

La plaza de Lourdes parece una plaza del centro de Bogotá, como la Plaza Bolívar: con su iglesia, sus palomas y sus vendedores ambulantes. Pero mientras que la de Bolívar está rodeada de edificios gubernamentales, la de Lourdes está rodeada, por un lado, de locales como McDonald’s, BBC, Empanadas Típicas, PPC y una Olímpica, y por otro lado, de cafés y pastelerías y uno que otro restaurante. La primera plaza conserva su pasado con sus edificios antiguos, la otra apenas cuenta con su iglesia y uno que otro local de antaño. Mientras que en la Plaza Bolívar hay una estatua en la mitad, de Simón Bolívar, en la de Lourdes no hay nada en el centro, no hay una estatua ni un busto, solo unos cuantos árboles. Quizás porque el centro de la plaza es la iglesia, ya que detrás de la iglesia la plaza continua, o más bien se convierte en un parque. Ahí sí hay una estatua, la del arzobispo Vicente Fernández, quien dio la orden para que se construyera esta iglesia, la Basílica Nuestra Señora de Lourdes.

Detenerse en la plaza es ver nuevos habitantes de la calle cada cinco minutos, o menos. Pasar de un lado a otro es ver a un hombre sin brazos ni piernas pintar cuadros con un pincel en la boca, otro con un trapo rojo que usa para indicarle a los carros que se parqueen alrededor de la plaza, vendedores en sus kioscos o vendedores que solo tienen una pequeña caja de dulces y emboladores de zapatos en igual cantidad que los vendedores ambulantes. Es ver personas, la mayoría hombres, sentadas solas en una banca, pensando o mirando su celular y, si son mayores, leyendo un periódico. Una minoría de gente que pasa su tiempo de ocio y una mayoría que se rebusca la plata utilizando las habilidades que tienen y que no tienen para ganarse unos pesos. Es ver marchas, protestas, unos haciendo encuestas y otros promoviendo alguna campaña política. Pero en todo ese desorden hay algo más: hay vida, un esfuerzo por sobrevivir. Es la expresión de una ciudad (dónde más sino en una plaza). Y una iglesia de estilo gótico se erige y se impone, como si estuviera resistiéndose a que se borre la memoria de una cuadra, de un barrio, de una localidad.

Lourdes, y toda la carrera 13, tiene ese aspecto caótico característico de Bogotá, de ruido, de congestión, de contaminación. Es cuestión de pararse en una esquina inferior de la plaza para percibir todo el caos: buses que pasan, uno tras otro,  dejando estelas de humo negro, vendedores ambulantes que preparan su comida mientras cientos de carros les pasan al frente, una ciclorruta que casi no sirve para las bicicletas porque los peatones y vendedores se atraviesan, andenes que parecen hechos más para incomodar que para facilitarle la vida a las personas y edificios habitados que parecen abandonados porque nadie les hace mantenimiento.

Mientras miro la plaza se me acerca un señor, de unos 35-40 años, que cuida carros: -Tranquilo, los que roban son los que mejor se visten, dice.

Yo, que me asuste por un segundo, le respondo: -sí, muchas veces.

Se le acerca otro señor que también cuida carros, hablan algo entre ellos, se ríen, y vuelve a dirigirse a mí. Habla y habla hasta que en un momento se presenta: -Mi nombre es Diego.

-El mío también, le digo. -¿Usted cree en Dios? Le digo que sí.  

-Uy, yo claro que creo en Dios, yo empecé a creer en Dios cuando estaba en la cárcel, además me ha salvado de unas… Ni le cuento. También creo en la Virgen María, que me dio a mi señora, se llama María.

-Mi novia también se llama María, le digo. Sonríe y me da un apretón de manos.

-Sí ve, tenemos algo en común, dice. Hace una pausa, con su mirada perdida mira hacia otro lado, hacia ningún lado, hasta que se voltea y, con su sonrisa grande y sus dientes chuecos, continua: -Yo soy Diego el malo y usted Diego el bueno.

-Al revés, le contesto.

-No, por qué lo dice, me pregunta.

-Es molestando, le respondo.

-Usted no tiene cara de malo, dice, falta es que se quite la barba. ¿Y qué hace por aquí?

-Esperando a un amigo, le respondo.

-¿Es estudiante?

-Sí, digo, aunque ya no lo soy.

-¿De dónde?

-De la Javeriana.

-¡Uy!, exclama.

Como dice Diego, quizás lo que tenemos en común es nuestro nombre y el de nuestras parejas. O quizás tenemos más cosas en común, más de lo que creemos, pero nos han hecho creer que no, ya que vivimos en mundos totalmente diferentes, separados por una sociedad que conduce a que se mezclen los ricos con los ricos y los pobres con los pobres; un Diego aquí y el otro allá, un Diego en un parte de la ciudad y el otro en otra.

Una pastelería de barrio

San Fermín es un local de más de cuarenta años que está ubicado en la Plaza de Lourdes. Por la gente que entra, por los productos que venden (brazo de reina, almojábanas con y sin bocadillo, pandebono, corazón de chocolate, etc.) parece una pastelería de barrio. Pero, tímidamente, ha intentado modernizarse y por eso parece un lugar algo más formal: se ve en la decoración del sitio y de la comida, y en las porciones, que no son tan grandes. Entran personas de todas las edades, aunque predominan los mayores, entre los sesenta y setenta años. La mayoría de mesas suelen estar ocupadas, pero hay tantas que es difícil no encontrar sitio para sentarse.

Me siento en una mesa. En la de al lado hay un extranjero trabajando en su computador. Seguramente, como en la Candelaria, aunque en menor cantidad, extranjeros caminan por esta zona buscando algún lugar tradicional, y les recomiendan entrar a esta pastelería. En una mesa lejana hay seis señoras mayores comiendo torta y café. En la que queda a mi otro lado hay tres personas, que oscilan en edad entre cincuenta y sesenta años. Uno de ellos decide pedir algo, porque dice que llevan mucho tiempo esperando a unas personas. Por fin, luego de una media hora, llegan a quienes esperaban: un grupo musical. Pero no están vestidos de músicos, sino como cualquier ciudadano. Van a firmar un contrato para una fiesta.

Son dos músicos que dicen cantar de todo: vallenato, boleros, salsa y más. Se disculpan por llegar tarde.

-De por si ustedes se han dado cuenta, por las noticiosas, que esto está hecho un caos, explica un músico.  

Sus clientes, con los que están conversando, los entienden.

-La palabra es lo que vale, dice el encargado de firmar el contrato con los músicos, pero hay que reportar todo por algo, agrega.

-Sí, don Francisco, responden los músicos, sí, señor, repiten en varias oportunidades. Un integrante de la banda explica cómo funcionan ellos: podemos ser tres, cinco, diez y hasta doce personas, dependiendo del evento.

-No ponemos la música muy duro, para que no pase como en otras fiestas que la gente no puede hablar. Además, ustedes nos contratan por horas pero podemos tocar un par de canciones más, con mucho gusto.

Uno de los que les va a pagar por la fiesta dice que él también podría cantar, y canta un pedazo de una canción. Le dicen que sí, que canta bien, y que con gusto lo acompañarían en una canción.  Los músicos se ríen de los chistes que hacen sus clientes. Clientes y músicos ríen al tiempo. Ahora el lenguaje es muy burdo, es muy común, se acabó la conciencia, apunta uno de los músicos. Todos asienten. La fiesta es para personas mayores de sesenta años. Hay 175 personas confirmadas, vienen de Cali, Neiva y Tunja. Parece ser una fiesta empresarial.

-Vamos a poner lo mejor para que sumercé quede muy bien, le dicen a don Francisco.

El extranjero se va de la mesa de al lado y en su lugar llega una pareja de más de setenta años. El señor me dice perdón, como pidiendo permiso cuando se están sentando en uno de esos sofás largos en el que se pueden sentar más de diez personas y que tienen al frente mesas separadas. Ellos no me pasan ni cerca pero se disculpan al sentarse. El señor, que se suena con un pañuelo, busca que lo atiendan y llama con un aplauso a una mesera, pero son tan suaves sus aplausos que no lo oyen. Por fortuna, una mesera está pasando cerca de su mesa, los ve y los atiende. Les traen lo que pidieron: dos postres y dos cafés. La mesera le dice a la señora que si quiere el café más claro se lo puede traer. Ellos deciden cambiar las tortas de mora que pidieron porque les parecieron muy pequeñas. Comer saludable está de moda, y es la gente que pertenece a un sector de la sociedad con mayores recursos económicos la que come más sano. Entre otras cosas, porque comer sano sale caro.