El día que debíamos recoger a Bora cayó una nevada en Madrid como no se había visto en 50 años. Bajo el nombre de Filomena, la tormenta tiñó de blanco la capital española durante una semana. En las aceras, los niños hacían muñecos de nieve y en la calle no circulaban coches, sino esquiadores espontáneos que convirtieron a la ciudad en una estación de montaña. Ese 9 de enero de 2021, por fin, íbamos a conocer a nuestra futura perra después de dos meses, pero la meteorología tenía otros planes. Las carreteras estaban cortadas y era imposible llegar al pueblo donde Bora nos esperaba. Tendríamos que esperar un poco más.
La idea de tener una mascota había surgido ese otoño, tras una jornada de teletrabajo en la que apenas pudimos separarnos de la pantalla. Un panorama habitual durante la pandemia y el confinamiento que pasé junto a mi madre. Esa noche salimos a dar una vuelta por el parque en busca de aire puro, y nos fijamos en la gran cantidad de personas que paseaban felices con sus canes. “¿No sería un perro la manera ideal de hacer más ejercicio y despegarnos del ordenador?”, pensé. Antes de darnos cuenta, teníamos noticias de un criador ético a pocos kilómetros de Madrid: un cachorro hembra de shiba inu estaba disponible para nosotras. Tener un perro era un sueño que albergaba desde niña. Había llegado el momento.
En nuestra elección de la raza hubo criterios racionales y otros no tanto. Entre los primeros estaba que era un perro de la talla adecuada para nuestro apartamento, que apenas necesita pasear dos veces al día, como mínimo, que no requería excesivas horas de ejercicio y que podía pasar varias horas solo en casa (necesario una vez volviéramos a la oficina). Su precioso pelo, su graciosa cola enroscada y su carita sonriente estaban entre los criterios sentimentales.
Bora revolucionó nuestra casa. De repente teníamos una bola de pelo correteando sin parar, mordiendo las esquinas de las paredes, agujereando las alfombras y escarbando en la tierra de las macetas. En un mes mordió tres sandalias, un control de televisión, unas gafas, varios guarda escobas y una cesta de mimbre. Como aún no podía salir a la calle, hasta ponerse su última vacuna, aprendió a hacer sus necesidades en unos empapadores, y cuando no acertaba, en vez de hacerlo en el suelo de madera, prefería la moqueta que es más difícil de limpiar. Pero luego se tumbaba en el suelo, extendía las patas pidiendo caricias, imposible enfadarse con ella.
La atención constante que necesitaba, al principio, distrajo nuestra mente de las preocupaciones que nos invadían desde el confinamiento. Sus muestras de cariño fueron capaces de disipar cualquier rastro de ansiedad. El paralizante miedo a contagiarse de coronavirus, el estrés del trabajo y otras tribulaciones quedaban en segundo plano cuando llegábamos a casa y venía a saludarnos sacudiendo la cola de alegría, o cuando levantábamos la vista de la computadora y la veíamos durmiendo plácidamente. Las preocupaciones no han desaparecido del todo, Bora las ha hecho más llevaderas.
Desde su llegada, el interés por descifrar sus sentimientos y saber cómo educarla nos ha llevado a investigar sobre cómo los perros se comunican con nosotros. Fue revelador el libro Las señales de calma, de Turid Rugaas, etóloga noruega que definió los gestos que emplean para señalizar su estrés. Si un perro lame tu rostro no es que te esté “dando besitos”, sino que está agobiado y quiere su propio espacio. Bos tezar, sacudirse o lamerse la nariz son otros mensajes que indican estrés y que solemos malinterpretar. Bora nos ha enseñado a dejarle espacio cuando lo necesita y a identificar cuándo quiere ser acariciada o no. Nos ha enseñado sobre paciencia, que sus paseos no son una vuelta rápida a la manzana, sino una ocasión para detenerse y apreciar los detalles que antes eran insignificantes, como un arbusto a punto de florecer o un charco de barro. También nos ha abierto los ojos hacia la situación de otros perros. Ahora es difícil no sentir una punzada de pena cuando vemos a un perro siendo arrastrado de la correa mientras su dueño camina distraído mirando el móvil, cuando un perro es reprendido con violencia física –por mínima que sea– por hacer algo que está en su naturaleza, o al oír ladrar al perro del vecino porque lleva horas solo en casa.
“Nuestra primera obligación es aprender a entenderle, a hablar su idioma”, explica la terapeuta del comportamiento canino Mónica Saavedra, a quien buscamos cuando Bora aún era pequeña. “Un perro tiene tal nivel de empatía que enseguida aprende cómo somos y en qué estado estamos, y nosotros no le devolvemos lo mismo”.
Bora ha cambiado nuestras vidas en más de un sentido. Ahora acomodamos nuestras rutinas a sus necesidades. Nunca se me olvidarán nuestras primeras vacaciones con ella. Un problema que enfrentan muchos perros adquiridos durante la pandemia es la ansiedad por separación. Acostumbrados a pasar todo el día acompañados, quedarse solos supuso un choque. Una mañana que salíamos a la playa decidimos dejar a Bora en casa. Dejamos una cámara grabando y, al volver, pusimos el vídeo para ver qué había hecho. Aquello fue un drama. Sus gemidos eran de tristeza profunda. No había tocado sus juguetes ni los premios de comida que le habíamos dejado, solo miraba hacia la puerta, llorando desconsolada, esperándonos. Tuvimos que entrenarla para que aprendiera a quedarse sola, primero unas pocas horas y luego cada vez más tiempo.
Aunque Bora es un amor, es más difícil de educar de lo que pensábamos. Los shiba inu pertenecen a una de las razas más antiguas del mundo. Descendientes cercanos del lobo, los perros más populares de Japón; inu significa ‘perro’ en el idioma nipón. Lo que la mayoría no sabe es que estos perros son profundamente testarudos, muy independientes y habilidosos escapistas. Si le lanzas una pelota a un labrador, lo más posible es que te la traiga de vuelta. Un shiba inu correrá hasta ella y huirá lejos de ti para evitar que se la quites. Si su comida no le agrada es capaz de pasar días sin alimentarse, forzando a que le des algo que sí le gusta. Y en los paseos, cuando vaya sin correa, pondrá a prueba tu confianza alejándose todo lo posible. Para nuestra tranquilidad hemos comprado un localizador GPS que lleva en el arnés.
“Bora es intuitiva, inteligente, independiente, cariñosa y noble. El lado negativo es que tiene esas características propias de su raza y a veces nos juega malas pasadas. Pero creo que todo en ella es fácil de redirigir”, dice Saavedra. “Cada día con Bora es una aventura, no sabes si va a querer hacer una caminata de seis kilómetros o quedarse observando el mundo”, dice Juan Carlos Martín, el experto canino que educa a Bora durante algunos paseos. Hemos entrenado ‘la llamada’ para que atienda a nuestra voz cuando la nombramos, y ‘el juntos’, la forma de lograr que cuando pasee vaya a nuestro lado. No creemos en los métodos de dominancia sobre el perro, sino en la educación respetuosa. Va mejorando.
El lado positivo solo se puede comprender en primera persona: cada mirada suya, cada salto de alegría o cada gesto de cariño son suficientes para hacerte sonreír al instante. Y todo a cambio de pasear con ella un par de ratos al día. Ahora, después de dos años compartiendo la vida con un perro, me gustan todos los que veo. Los viejitos que caminan lento al paso de sus ancianos dueños, los pequeños que ladran a otros más grandes que ellos, los que se rebozan en el barro y los que llevan abriguitos y lazos en el pelo.