Asahi y Sayumi, luz en la oscuridad
La escalera de la casa es muy empinada, de profundidad casi abismal, no apta para nerviosos y menos para quienes ceden ante el vértigo. A diario, Luisa Moreno y Mauricio Vásquez, la suben y la bajan audazmente. Detrás de ellos, Sayumi y Asahi, dos perras que los escudan sin importar el espacio o el tiempo. Saben que sus dueños son invidentes.
Y saben también que si ladran pueden asustarlos y lo harán solo si es necesario, como cuando sienten cerca a un extraño. Las dos han sido capaces de crear normas instintivas para protegerlos: si advierten un peligro se tiran al suelo o, como medida extrema, se petrifican para no dejarlos avanzar.
“No, yo solo cruzo la calle hasta cuando me lo diga ella”. Ella es Sayumi, una labrador negra que desde 2015 no desampara a Mauricio. Y lo roza para que progrese o frene. Luisa, entre tanto, no sube a un bus sin Asahi, una golden retriever que la acompaña desde 2014. Alguna vez un chofer quiso impedirlo y su papá dijo: “¿Usted quiere que mi hija se monte sin sus ojos?”. De hecho, en cierta ocasión, el animal la salvó de caer en el hueco que queda entre la estación y las puertas de los buses de TransMilenio.
Las dos perras tuvieron que redoblar sus refuerzos desde hace 20 meses: la pareja tuvo un niño, que ve perfectamente. Sus papás lo alzan y caminan con él. “No sabemos qué sería de nuestras vidas sin ellas”, dice Luisa, quien a los 12 años perdió la vista por una rosácea ocular. Mauricio dejó de ver a los 27 años.
La pandemia fue otro gran reto. A la vigilancia y al insistente cuidado (ya no de dos, sino tres) se sumaron otras emociones y retos. Asahi y Sayumi fortalecieron el vínculo con sus dueños, a los que se acercaron como nunca y a los que, incluso, retaron a jugar. Una pelota de tenis fue suficiente. Ir y venir por ella, Asahi a no dejarse de Sayumi, o viceversa. O ambas ayudándose. Sus protegidos riéndose.
Los lazos fueron más estrechos que nunca. Cuando se tomaron las fotos para este artículo, Luisa celebró un retrato en el que aparecen el niño, la pareja y las dos perras. Asahi tiene cáncer y en cualquier momento puede irse. Su dueña dijo: “Desde hace tiempo quería una foto con toda mi familia, así no la pueda ver”.
Vito, ayudó a llenar el vacío que dejó la muerte de un padre
En junio de 2020, la época de mayor encierro por covid-19, Simón tuvo que despedirse de su papá, con quien tenía la mejor relación del mundo: “Era mi mejor amigo, lo más importante de mi vida”.
Aunque Jorge Eduardo Botero, su padre, no murió por el virus, nunca hubo funeral ni certeza de las causas de su fallecimiento. Un amigo le prometió regalarle una mascota, que nunca llegó. Simón, entonces, decidió buscarla por sus propios medios, quería un gato negro, macho y pequeño. Negro porque a casi nadie le gusta ese color; macho porque sentía que iban a tener mejor conexión, y pequeño porque no tenía ni idea de gatos y sintió que podrían evolucionar juntos.
A la par, a la Fundación Rescatar Bogotá llegaba Gigi, una gatita rescatada de la plaza de mercado de Corabastos, en Bogotá. La encontraron con signos de maltrato y desnutrición, junto a tres pequeñas crías de mes y medio. Dos gaticos negros y uno combinado.
El 6 de septiembre de 2020 uno de esos gatos negros fue de Simón, quien hoy dice: “Me volví su progenitor y él mi apoyo emocional absoluto para superar la soledad”. Lo bautizó Príncipe Vito Corleone Luces de Tranvía. El nombre es un homenaje a su padre, quien fue director de cine, y a El Padrino, una de sus películas favoritas.
“En los momentos de mayor tristeza, Vito se acostaba encima mío o me traía un juguete para que yo volcara toda mi atención hacia él y cambiara mi estado de ánimo. Empecé a ver que la vida tenía sentido, que ya no me estaba volviendo loco y que, a pesar de la ausencia de mi padre, la vida seguía”, cuenta.
Cuando conoció a Natalia, su novia actual, quisieron encontrarle compañía a Vito: regresaron a la fundación para adoptar a Vera, otra gatita que estaba en la calle. Llegó el 15 de julio de 2021 con apenas tres meses de edad.
Al comienzo, Vito tuvo celos, pero hoy los dos gatos comparten todo y hasta duermen juntos. Simón le hizo un altar a su padre en la biblioteca, donde Vito y Vera miran con atención, pero no tocan nada. Es como si supieran que se trata de un lugar sagrado no sólo para Simón, sino para todo aquel que llegue a la casa.
Fidelina y Margarita, compañeras de vida
Este par de gatitas criollas llegaron a la vida de los periodistas Jaime Alberto Beltrán y José Luis Bautista durante la pandemia y, desde entonces, significaron un cambio para esta pareja.
Fidelina fue adoptada en 2020. “Queríamos una hija peluda para ocupar parte de nuestro tiempo en la pandemia y fuimos a una fundación a buscar una criollita”, recuerda Jaime Alberto. Para la pareja la experiencia fue tan maravillosa que al año siguiente adoptó a Margarita. Fidelina no estaría sola y ellos fortalecieron su hogar.
“Nos han dado el aliciente de que las cosas siempre pueden estar mejor. Verlas crecer nos ha sensibilizado sobre su importancia. La pandemia nos enseñó a verlas con otros ojos, los ojos del amor”, dice Jaime, para quien las gatas hacen parte integral de su existencia y de la de José. Ellas los acompañan a todas partes, viajan juntos y siempre están pendientes los unos de los otros.
Leia, mantuvo unida a su familia
Las fronteras de Bogotá con los municipios aledaños se cerraron de repente durante la pandemia. Nadie pudo salir de la ciudad, ni entrar en ella.
La pandemia puso a prueba el matrimonio de Claudia Martínez y Julián Sánchez, que vivían en un pequeño apartamento en el centro de Bogotá. La abuelita de ella, de 89 años, no pudo viajar a Chía, donde vivía. En un instante, sus vidas cambiaron.
Leia, una perrita pug que días antes había llegado al hogar, si bien estaba feliz porque sus amos siempre estaban en la casa, vivía estresada cada vez que alguien discutía. Un día se acercó a Julián para ‘pedirle que bajara el tono de voz’: comenzó jalándole la ropa, luego ladrándole y, al ver que seguía hablando fuerte, intentó morderlo. Hacía lo mismo con Claudia, si ella subía el tono, y con la abuela, que hablaba duro por naturaleza.
El animal fue señalando formas de lograr acuerdos para una convivencia en paz, muchas experiencias fueron llevaderas gracias a su intervención. Hoy, en la familia solo hay gratitud hacia ella.
Un primo que lleva felicidad
Margarita Posada sufre de depresión desde hace muchos años. Un día estaba en la finca de un amigo que tenía unos perros gran danés y estos, al verla, corrieron hacia ella para jugarle. Así recordó las épocas en que iba a terapia con caballos: “Esto es lo más cercano que he tenido a un caballo. Quiero un gran danés”, pensó.
En internet, apareció en venta un cachorrito de dos meses, que llevaba puesto un corbatín rojo. Fue a comprarlo en compañía de un primo y, al salir, este le dijo: “Por fin, otro negro en la familia”, a lo que Margarita respondió: “Y el único sobrino que le daré”. “Ah pues, mi primo”, dijo él y de ahí salió el nombre de Primo, que hoy tiene casi 6 años, mide unos dos metros y pesa 80 kilos.
Es alto, elegante y amistoso. Van juntos a la oficina, al supermercado, a los restaurantes, al médico, a los viajes. Es un soporte emocional, pero, bien lo aclara Margarita, no es un perro en el que el dueño se pueda recostar.
“No puedes exigirle un sostén emocional a un animal que necesita de ti. Creo que eso se malentiende: es un apoyo porque te saca de ti mismo y te pone a cuidarlo a él. Hay que tenerlo muy en cuenta cuando uno tiene este tipo de enfermedades”, dice.
Margarita tuvo una crisis fuerte de depresión durante la pandemia. Cuando pudo, viajó con su perro a Villa de Leyva, donde viven sus papás. Primo se adaptó a su depresión, la forzaba a salir, así fuera un poquito. “Cosas tan sencillas como levantarse, ponerle la comida, lanzarle la pelota o estar pendiente de él son muy sanadoras”, explica.
Ahora, en Cachipay (Cundinamarca), ella y Primo conviven con Wanda, una criollita que fue adoptada por el hermano de Margarita durante la pandemia y se quedó allí cuando él regresó a Bogotá, y con cinco gatos.
Margarita dice que no todo en la pandemia fue malo: “Nos obligó a conocernos y también a las personas con las que convivimos”. Muchas parejas se separaron porque no tenían ni idea el uno del otro, otras se reencontraron y hasta los padres conocieron verdaderamente a sus hijos. Y en todo esto las mascotas cumplieron un papel fundamental.