Hay fenómenos que parecen no tener explicación. No me refiero a sucesos de los denominados “paranormales”, que jamás han sido demostrados por la ciencia. Hablo de situaciones más cotidianas, como el hecho de que muchos hoteles carezcan de planta número 13 y que en las demás plantas resulta imposible hallar la habitación número 13. O que en la mayor parte de los aviones la numeración de las hileras de asientos salte de la 12 a la 14. Lo mismo que en las habitaciones de los hospitales. ¿Quizás la persona que los numeró se despistó? Ni mucho menos. La respuesta, como suele suceder, es mucho más sencilla: se trata de una superstición. Como el viernes 13, que para los anglosajones es día de mala suerte.
Según algunas encuestas, el 25% de la población occidental se considera a sí misma supersticiosa. Pero posiblemente se queden cortos. Porque, ¿cuántos de nosotros cruzamos los dedos o tocamos madera de forma casi instintiva cuando deseamos tener buena suerte? Somos muchos los que evitamos cruzar por debajo de una escalera, cortar el camino seguido por un gato negro o tomar decisiones importantes en viernes o en martes. Y nos llevamos las manos a la cabeza si se nos rompe un espejo.
Contrario a la razón
Visto así, podría decirse que todos somos supersticiosos hasta cierto grado. La pregunta es, ¿por qué? ¿Se puede encontrar alguna explicación desde la neurociencia?
Si consultamos el diccionario, una superstición es una creencia contraria a la razón que atribuye una explicación mágica a la generación de los fenómenos, procesos y sus relaciones, sin ningún tipo de prueba científica. Generalmente también significa creer en fuerzas sobrenaturales, como el destino, el deseo de influir en factores impredecibles y la necesidad de resolver las incertidumbres. Algunas definiciones, sin embargo, excluyen las creencias religiosas, que aunque no son científicamente demostrables tampoco constituirían supersticiones.
Diversos trabajos realizados desde la psicología indican que tenemos tendencia a vincular de forma irreflexiva sucesos concurrentes. Aunque no exista ninguna relación de causa y efecto entre ellos más allá de la simple casualidad (que no causalidad). Y este comportamiento se ha visto favorecido por la selección natural.
Un ejemplo de esto sería la noción de que los amuletos promueven la buena suerte o protegen de la mala suerte. Solo con que en un par de ocasiones que llevamos un objeto determinado encima se hayan cumplido nuestras expectativas ante un determinado asunto será suficiente para que el cerebro, de forma preconsciente, lo vincule al amuleto. Y, a partir de la coincidencia, se gesta una superstición.
No distinguimos causalidad y casualidad
Esta es, de hecho, una de las funciones básicas del cerebro: establecer relaciones entre sucesos que nos permitan anticipar el futuro, sin tener en cuenta si es un efecto de causalidad o una simple casualidad.
Por otro lado, desde la psicología se ha comprobado que participar en comportamientos supersticiosos proporciona una sensación de control, promueve una actitud mental positiva y reduce la ansiedad. Eso explica por qué los niveles de superstición aumentan en momentos históricos o sociales de estrés y angustia, como podría ser el caso de las crisis económica o políticas. Pero también en tiempos de guerras y conflictos.
A nivel cerebral, sabemos que la adquisición de creencias supersticiosas se relaciona con la cantidad de dopamina y la eficiencia de su función. Este neurotransmisor se encarga de reforzarnos positivamente ante cualquier esfuerzo que debamos hacer.
Además, es el mensajero de la motivación y con el optimismo. Cuanta más dopamina fluya en nuestro cerebro, más propensos seremos a percibir patrones de correlación donde otros no ven ninguno. Esto favorece la anticipación, pero al mismo tiempo puede promocionar las supersticiones si uno no está atento a ellas. Ante este martes 13, por lo tanto, usemos la dopamina para ser optimistas y estar motivados ante nuestro futuro, pero sin caer en supersticiones.
Por: David Bueno i Torrens
Profesor e investigador de Genética, especializado en Neurociencia y Educación, Universitat de Barcelona
Artículo publicado originalmente en The Conversation el 12 de marzo de 2020