Las redes sociales tienen varios beneficios para sus usuarios. Por una parte, les proporcionan la ocasión de definir su identidad: política, sexual, cultural, emocional… y hacerla visible. Mediante esa visibilización consiguen una inscripción digital: se dan a ver y existen en esa realidad virtual de la misma manera que todos nos inscribimos en el patrón de nuestro pueblo o ciudad para que quede constancia de nuestra identidad y de nuestra existencia.
Por otra parte, y ligado a lo anterior, las redes les dan la oportunidad de pertenecer a una comunidad de internautas con la que comparten esa identidad. Pero además, la conexión a internet requiere del cuerpo físico –más allá de las imágenes o la palabra– y eso produce por sí mismo una satisfacción.
Para Sigmund Freud, el cuerpo es un lugar de goce pulsional, en el sentido de que no solo miramos y buscamos esa inscripción en la comunidad, sino que el hecho mismo de mirar, escuchar o exhibirnos ya implica –en su hacer mismo– una satisfacción que tiene su sede en el cuerpo.
Mira qué mal lo estoy pasando
Dentro de esas modalidades de inscripción en las redes sociales, hay, desde hace algún tiempo, una nueva: hacerlo dando un testimonio sobre alguna desgracia que nos ha sucedido y nos convierte en víctimas. Puede ser una agresión, un accidente, una enfermedad, un despido, un abuso administrativo… De esta manera, esperamos que el infortunio tenga algún tipo de reconocimiento simbólico que nos sirva como indemnización y como distintivo para nuestra inscripción en la comunidad virtual.
Ese reconocimiento buscado persigue, en primer lugar, el apoyo ante una situación de pérdida, apoyo para compartir el dolor y, en algunos casos, para aliviarlo materialmente (mediante donaciones). Pero, también, la exposición pública de ese dolor, como puede ser la evolución de un cáncer que finaliza con la muerte del usuario, va definiendo la identidad del narrador, modificada tras el diagnóstico de la enfermedad.
Charlie y Olatz, D. E. P.
Es el caso del joven alicantino de 20 años Carlos Sarriá, más conocido como Charlie, que falleció hace unos días a causa de un cáncer. Con 3,2 millones de seguidores en TikTok, fue narrando día a día el curso de su enfermedad hasta su despedida, que sumó más de 20 millones de reproducciones.
Contar su experiencia se convirtió en una misión con pretensiones educativas: “Decidí exponerme para combatir la desinformación y los bulos que hay en torno a la muerte”. Fue una manera creativa de hacer frente a ese real traumático que tenía un final anunciado.
También la periodista y fotógrafa Olatz Vázquez, diagnosticada de cáncer y fallecida a los 27 años, se convirtió el año pasado en un símbolo de la lucha contra la enfermedad. Ella perdió su identidad: “He perdido a la Olatz que era”, escribía en un mensaje en Instagram.
En contrapartida, la fotografía le permitió una interacción con el cáncer que fue su principal apoyo: “Mi mayor inspiración para fotografiar es mi vida, y mi vida ahora es esta”.
A contracorriente del postureo
Estas historias se han hecho virales no solo por su emotividad, sino porque combaten el ideal –dominante en las redes sociales– de mostrar siempre una vida idílica, llena de momentos brillantes. En palabras de la socióloga Liliana Arroyo, sería una especie de “violencia dulce”, un ejercicio permanente de postureo.
Esta presión por la felicidad eterna ha afectado especialmente a los influencers que empezaron a mostrar vulnerabilidad y ganas de dejarlo, en un intento de aportar también fragilidad en estas vidas perfectas en las que no faltan grietas y momentos de dolor.
Exponer la desgracia es, también, un efecto reactivo de la propia lógica de las redes. Cuando todo se presenta de esa manera disneyificada, amable, armónica y sin fisuras, de repente se produce un efecto de anonimato inquietante.
La gente se pierde en esa multitud tan homogénea y necesita algo más propio, más íntimo. Quiere recuperar dentro de ese anonimato global su singularidad y darle un sentido a su propia vida presencial y virtual. Mostrar el dolor es una manera de exhibir aquello que a cada uno, en un momento determinado, le deja una huella o lo marca: una pérdida, un trauma, cualquier evento. Es como reintegrar al anonimato de las redes sociales –ese efecto que nos disuelve con su todos iguales– una pequeña diferencia propia.
En busca de un sentido
Las redes y los mundos virtuales, incluidos los metaversos que vienen, nos permiten imaginar tantas perspectivas de nosotros mismos que finalmente nos desorientan con esa multifrenia del yo fragmentado en múltiples avatares, deslizándose metonímicamente de uno a otro.
Narrar el propio dolor es una manera de saltar de ese tobogán y recuperar la enunciación propia, hablar en primera persona, desnudarnos anímicamente como hicieron Charlie y Olatz para dar (nos) un sentido a nuestras vidas, sea con la ayuda del arte o de la ejemplaridad de una conducta.
Por: José Ramón Ubieto Pardo
Profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación. Psicoanalista, UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Artículo publicado originalmente en The Conversation