A la sombra de un sol abrazador, Diego Ramírez termina de preparar el almuerzo del día. Mientras atiende a quienes hacen fila, voluntarios entran y salen distribuyendo las porciones de sánduches y ensalada de atún por todo el campamento. Detrás de su puesto de trabajo, al fondo de la carpa, blanca y grande, como de bazar o mercado de pulgas, se encuentran almacenadas las donaciones: verduras, enlatados, papel higiénico, cobijas. Hay, según sus cálculos, provisiones como para un mes. “No lo esperábamos –asegura–, pero han llegado muchísimas personas, incluso de Medellín y Bucaramanga, para ayudarnos. Eso sí, dinero no recibimos”.Estudiante de Comunicación Social del Politécnico Gran Colombiano, Ramírez es una de las ocho personas que decidió acampar en la Plaza de Bolívar el pasado miércoles, después de que finalizara la marcha por la paz convocada por estudiantes en redes sociales. Hoy, seis días después, es el encargado de que 120 personas en 80 carpas puedan comer. “De que desayunen, almuercen, cenen”, dice, no sin cierto dejo de satisfacción. Si bien tiene una responsabilidad grande, no pareciera importarle: al igual que todas las personas que optaron por ponerle una pausa a su vida para convivir temporalmente frente al Palacio de Nariño, entiende que cumple una función especifica dentro de un esquema mayor.
La carpa de la comida. Foto: Guillermo Torres.Pues Campaz, Ocupaz o Campamento permanente por la paz (no se ha definido un nombre único) funciona más como una diminuta república que como la desorganizada manifestación de unos pocos inconformes. “La organización ha sido un ejercicio increíblemente bonito –dice Manuel Llano, vocero oficial y otro de los ocho originales-: Creo que es un ejemplo de convivencia, ciudadanía y construcción de paz. Hemos tomado los exitosos modelos de otros lugares del mundo para construir un modelo de gobernabilidad asambleario en el que tomamos decisiones en la manera de una democracia participativa. Tenemos varios comités (comunidad, logística, cultura, seguridad, entre otros) que se encargan de asegurar una convivencia salubre y ordenada”.El campamento tiene tres reglas principales, como lo descubrieron Catalina y Ricardo, artesanos de la Escuela Taller, cuando llegaron anoche. “Tengo que decir que venía con cierta incertidumbre de acampar en el centro –confiesa Catalina–, pero llegamos y de una alguien nos recibió y nos explicó las reglas básicas: nada de sexo, nada de droga, nada de alcohol. Además, justo cuando terminamos de montar la carpa, empezó la asamblea nocturna y pudimos enterarnos de cómo funcionaba todo”. Aunque inicialmente tenían pensado permanecer allí apenas un día, la calidad de la organización los convenció de que valía la pena quedarse. “Nosotros tenemos vidas cotidianas, trabajos –afirma Ricardo–, pero al ver a toda la gente que está llegando y el tejido social que se está formando, decidimos quedarnos. ¿Hasta cuándo? Hasta que se firme el acuerdo”.
Catalina y Ricardo, que llegaron el domingo por la noche. Foto: Guillermo Torres.El fortín de ochenta carpas tiene, según lo acordado entre sus participantes, dos ejes centrales: presionar por la firma de la paz y por el cese del fuego definitivo. Hasta ahí llega la postura oficial: no se ondean banderas políticas ni se subsiste con el respaldo de una ONG. Sus habitantes tampoco hablan de ideología de género o de religión. En este momento, sin embargo, un grupo de asesores externos les está preparando una serie de comunicados y una petición. “Estamos acampando sin planteamientos políticos, solo con el deseo de abrazar algún día la paz”, dice Germán Gómez, uno de los directivos del movimiento estudiantil por la constituyente de 1989 y 1990. Con sombrilla en mano y la cara embadurnada de bloqueador, afirma que llegó hace cuatro días: “No es fácil acampar a mi edad, pero el corazón se agranda cuando uno ve que se acerca la ciudadanía, los niños, los compañeros de viejas luchas, que son como reencuentros amorosos”. La diversidad de personas en el campamento asombra. Se encuentran desde padres con sus hijos hasta jóvenes con sus perros, pasando por quienes, más allá de querer la paz, quieren apoyar a los manifestantes, como es el caso de la especializada en sanación holística Dary Cristal, que ofrece masajes en su carpa ubicada en la esquina noroccidental. “Esa es mi forma de colaborar a estas causas. Lo he hecho en caminatas campesinas, en medio de la carretera, y ahora lo hago aquí. Algunos ya llevan acá varios días y pueden tener dolores de espalda o cansancio por la incomodidad del lugar”, dice. Cristal no es la única que se ha preocupado por la salud de las personas. Conscientes de los riesgos de permanecer varios días seguidos en la Plaza de Bolívar, los voceros organizaron hoy una jornada de salud, para que se evaluara a cada manifestante.
Manuel Llano (al frente) habla en la asamblea de esta mañana. Foto: Guillermo Torres.Buena parte de la toma de ese tipo de decisiones está en manos de Ary Capella. Scout de niño y más adelante campista, desde el primer día se ha encargado de la logística, ayudando a crear los comités, a conseguir wi-fi, incluso a cargar los celulares de la gente en tiendas vecinas con un multitoma que trajo de su casa. También coordinó para que el distrito aprobara dos sanitarios portátiles. “Sin duda hay varios retos –dice Capella–. Acampar en el centro de Bogotá no es lo mismo que hacerlo en el campo. Acá no hay fuentes de agua y no podemos cavar para anclar las carpas. Además, debajo de la estatua de Bolívar hay una colonia de ratas y el tema de la alimentación no ha sido fácil por los indigentes, pero creo que hemos asumido bien los retos”. A pesar de las dificultades con los que ha tenido que lidiar, Capella parece satisfecho con su labor. Lamenta, eso sí, que nadie del campamento haya votado por el No. “Eso es algo que duele. Aquí uno ve desplazados, ciudadanos, víctimas, pero nadie de ese bando”.Entre todo el abanico de individuos, quizá quien mejor articula el sentir del campamento es Aura María Díaz, coordinadora general de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (Asfaddes). Una señora ya mayor, viste una camisa con las fotografías de los 14 estudiantes y ciudadanos que, el transcurso de seis meses, desaparecieron en 1982, el hecho que llevó a que se fundara la asociación. Entre las caras estampadas en su torso también está la de su hijo, asesinado a mediados de los años noventa y cuyo cuerpo encontró en 2010.Díaz está ahí porque considera que el acuerdo firmado por Santos y Timochenko cumplía con todos los requisitos en materia de víctimas. Y ahora, tras la victoria del No, tiene miedo: “Tenemos temor porque en el acuerdo estaban todas las frases que siempre hemos usado: se iban a buscar, identificar y entregar dignamente a los desaparecidos, se les iba a devolver el nombre a los NN, había un plan para buscar los cuerpos en los cementerios, para identificarlos, para hacer actos simbólicos. Y estamos acá para que esto no se dilate, para que las víctimas no solo las pongan en la foto oficial. Yo recuperé los restos de mi hijo, que fue dolorosísimo, pero eso me bajó el duelo y el dolor. Y eso se merecen todas las familias que han sufrido el atroz crimen de la desaparición forzada”.
Aura María Díaz, coordinadora general de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Foto: Guillermo Torres.Díaz, como el resto del campamento, se encuentra entusiasmada. El distrito no los ha desalojado y todo parece indicar que el número de participantes va a continuar aumentando. Mañana, a primera hora, trabajarán con la artista Doris Salcedo y en un par de días, con la marcha campesina. Esos proyectos les da esperanza. También el entusiasmo de los organizadores. Como el de Llano, quien consciente de lo logrado no pretende dar vuelta atrás: “Nos vamos a quedar acá hasta que tengamos una respuesta concreta y realizable por parte del gobierno”. Un sentimiento que, por ahora, parece ser el de todos.