Hace un tiempo discutíamos en Facebook con una amiga sobre el espectáculo que montó Beyoncé en la última edición de la Super Bowl.  Mi amiga, una artista brillante a quien admiro y cuya carrera sigo con interés, había posteado un artículo donde Dianca London, una intelectual negra de Estados Unidos, se despachaba contra la cantante por lo que ella consideraba un acto oportunista en el que la cultura del consumo se apropia de la gestualidad del activismo negro para revender ideología capitalista. La actualidad es fugaz, así que quizás convenga recordar que, durante el entretiempo del partido de fútbol americano con mayor audiencia en todo el año, Beyoncé había creado una polémica coreografía de su single Formation, cargada de simbología de los Panteras Negras y con una actitud desafiante hacia las autoridades, cosa que le valió las quejas de algunos sectores de la policía. Todo esto sucedía poco después de que salieran a la luz los atropellos de la fuerza pública contra los ciudadanos negros de varias ciudades de Estados Unidos, en especial en Ferguson, Missouri. Después de leer el artículo posteado por mi amiga, mi primera reacción fue darle la razón a la autora y desdeñar la performance de Beyoncé como un nuevo ejemplo de la infinita astucia de los dispositivos del pop para enaltecer a los dioses de la economía de mercado. Pero un rato después me acordé de las advertencias de Jesús Martín-Barbero contra esta clase de lecturas críticas de inspiración adorniana. En De los medios de las mediaciones, Barbero insiste en que el método crítico de Adorno no es capaz de hacerle justicia a muchos de sus objetos de análisis por el simple hecho de que los considera meros subproductos alienantes del Capital. Como dice Dianca London en el artículo, “Formation y su espectáculo viral del Super Bowl son inherentemente un relato negro, pero su forma de presentación está arraigada en el mismo sistema corrupto que nos ha conducido al momento histórico en el que nos encontramos ahora mismo.” Una perla adorniana que, con el argumento del pecado original capitalista -transformado así en una especie de horizonte totalizador sin fisuras- obtura cualquier posibilidad de un uso plebeyo o de una reapropiación desde abajo de los productos culturales.    Otra de las cosas que dice Barbero en su libro y que recordé entonces es que nunca se pueden menospreciar los modos en los que la gente recibe y resignifica los objetos culturales producidos para consumo masivo, pues a menudo esta recepción se convierte en una forma de uso imaginativo con un alto potencial emancipatorio. Así que me vi con ganas de hacer públicas estas reservas en el post de Facebook de mi amiga. Le dije que quizás Dianca London no tenía la razón del todo, que, a pesar de la autoridad que le otorgaba su lugar de enunciación como mujer negra e intelectual, a pesar de que reconocía los peligros de la ecuación de empoderamiento y éxito económico planteado por la retórica de Beyoncé, quizás habría que tratar de imaginar cómo recibiría todo ese aparato significante una familia pobre de Ferguson, Missouri, días después de los asesinatos de jóvenes negros a manos de la policía. Quizás, le dije, podríamos ponernos en el lugar de la señora negra y pobre del suburbio y tratar de pensar en qué significados y valores les daría a todos esos símbolos de poder negro, en medio de ese contexto social y político. La respuesta de mi amiga fue tajante. Me dijo simplemente que yo no podía ponerme en el lugar de una mujer negra y pobre de un suburbio miserable de Ferguson. Su frase tenía un tono de reproche moral en el que resonaban, por supuesto, todas las advertencias de la teoría poscolonial contra el sujeto moderno y blanco que pretende hablar en nombre de los subalternos. Cuando le pregunté por qué yo no estaba en condiciones de “ponerme en ese lugar”, mi amiga me contestó que una serie de factores me descalificaban para emprender la tarea, la crianza, la clase social. Y en especial, dijo, tu educación, porque sería una hipocresía no reconocer tu posición de privilegio.Han pasado unos meses y todavía le doy vueltas a los reproches de mi amiga. ¿Cómo es posible que la educación me impidiera ponerme en el lugar de otra persona? ¿Qué clase de magia perversa ejerce entonces la educación sobre las relaciones humanas? ¿En qué lugar me pondría esa “educación”, en una especie de limbo intelectual en el que, a cambio de unos cuantos privilegios simbólicos y económicos, quedo sin embargo impedido para siquiera imaginarme a mí mismo como otro, radicalmente diferente a mí?Quizás convenga aclarar en este punto algunas cosas sobre mi identidad de clase y de raza. Soy, podría decirse así, el resultado de la confluencia de dos familias de subalternos típicas del Suroccidente colombiano –de ese territorio que antes se llamaba el Gran Cauca-. Por un lado, está el matriarcado proletario y mestizo de mi familia materna, compuesto en su mayoría por una saga de mujeres trabajadoras urbanas, pobres, liberales y modernas; por otro, el matrimonio interracial de mi abuela paterna, una mulata valluna, con mi abuelo Cárdenas, un señor blanco de origen paisa que dedicó su corta vida a todos los oficios imaginables, entre los cuales vale mencionar cantor itinerante de tangos en cantinas y fabricante de una máquina para almidonar cuellos de camisas (se cuenta que perdió la patente del invento en un juego de billar). Con esos antecedentes familiares me resulta imposible identificarme sin reparos con la clase media o con la pequeña burguesía, a las que supuestamente pertenezco en razón del estatus socioeconómico que alcanzaron mis padres entre los años 80s y 90s. Ahora bien, tengo la piel más clara que algunos de mis primos, que son mulatos o negros, pero eso no me convierte en un hombre blanco. Decir que no me reconozco como blanco o que no me identifico cómodamente con las aspiraciones de la clase media no es una impostura: significa reconocer una historia. Una historia personal, individual, pero también colectiva, en la medida en que se trata de un relato muy similar a otros tantos relatos familiares a lo largo y ancho de Colombia. Dicho todo esto, reitero la pregunta: ¿qué me impide ponerme en el lugar de una señora negra pobre de Ferguson si esa señora bien podría parecerse mucho a mis abuelas? Ah, sí, me olvidaba: la educación. Ahí estaría lo que me separa, no solo de esos otros pobres hipotéticos, sino de los pobres reales de mi familia. La educación me pone en una clase y me adjudica además una raza. Según ese dictamen, yo sería un hombre blanco, educado y burgués, aunque bastaría una barrida superficial por mis antecedentes para hacer tambalear esa mitología del ascenso social y el blanqueamiento.  No digo nada nuevo si repito que la gran mayoría de quienes nacimos en América Latina construimos nuestras identidades a partir de elementos de una gran complejidad social, racial y política. Pero ese hecho, que tiene que ver con la manera en que la historia se atraviesa en nuestras historias familiares, tendría que servirnos como un punto de partida a la hora de pensar cómo y por qué hacemos arte. Y tendría que servirnos también para pensar en el papel que juega en todo esto la educación, y más específicamente, la educación del artista. Porque, me pregunto, si la educación no me permite ponerme en el lugar de los otros, si la educación me separa de los que no son “mis pares”, ¿es entonces un mecanismo que refuerza el artificial sistema de castas que se ha implantado aquí gracias a la mezcla de capitalismo periférico y herencia colonial? ¿Y todos esos discursos hipócritas sobre el valor de la educación, no funcionan acaso como incentivos para una competencia feroz en la que, indefectiblemente, unos pocos acaban disfrutando de las escasísimas oportunidades? ¿La educación no estará funcionando como otro sofisticado proceso de blanqueamiento? ¿El blanqueamiento definitivo, ese que me permite apartarme de mi historia personal y colectiva para situarme en el lugar neutro -o sea, blanco- del técnico, del profesional o del artista? Pienso en Luchino Visconti, comunista y aristócrata, que se habría partido de risa si le hubieran dicho que, por su educación y su clase, no estaba en condiciones de rodar Rocco y sus hermanos, uno de los mejores retratos del proletariado italiano. Pienso en Pasolini, en su exquisita educación humanista, y en sus orígenes humildes, en sus películas raras y hermosas en las que podía aparecer desde un mendigo de la calle hasta el filósofo Giorgio Agamben. El teórico formalista Viktor Shklovski habló en los años 20 sobre el extrañamiento, esa rara facultad del arte que nos permite “volver a ver” los objetos mediante una serie de técnicas que los hacen irreconocibles. Quizás sea pertinente recordar esa lección elemental a propósito de aquellos objetos y temas que la ideología nos prohíbe abordar. Porque en últimas no se trata de “representar” de manera fidedigna a esos negros pobres de Ferguson delante de la televisión, a fin de descubrir científicamente qué sienten, cómo sufren. No se trata de “darles voz a los que no la tienen” o de “visibilizar” a los invisibles, de satisfacer una demanda de figuración y representatividad de una colectividad vulnerable, ni ninguno de esos cristianos propósitos. Se trata de acercarse a las imágenes de lo otro mediante el recurso de la proyección de la fantasía, de la distorsión, incluso de la falsedad deliberada. Se trata de arrojar mi deseo (que nunca es mío sino del otro, como repetía Lacan) encima de las cosas ajenas. Se trata de asomarse a lo tuyo en busca de un nosotros, entre extraños. Siempre entre extraños. Y si mi educación de artista me impide hacer eso, entonces no sirve para nada y la tarea inicial consiste en quitarme de encima esa educación como quien se libra de un fardo inútil. La educación está ahí para generar nuevas mediaciones, traducciones de experiencias ajenas, no para crear separaciones artificiales entre sujeto y objeto, entre educados y legos, entre blancos y negros. Por tanto, invito a quienes leen esto a renunciar a la idea de que uno se educa para ganar una posición, un escalafón, un nicho de mercado, una identidad estanca en la jerarquía de castas, un color de piel. Nos educamos para inventarnos nuevas y mejores formas de estar con los demás. Y esa debería ser la primera piedra de una educación política y artística futura.