Aprovechando la visita de Ruben Hordijk y Alina Achenbach, una pareja de amigos germanoparlantes a la que quiero mucho, trabajé el parágrafo 341 de La gaya ciencia de Nietzsche: aquel en el que el intenso pensador alemán formula por primera vez su doctrina del eterno retorno. Antes de pasar al texto, debo confesar que durante mucho tiempo esta doctrina fue para mí uno de los aspectos más oscuros e incomprensibles de su obra. Como todo adolescente con mediano interés por la filosofía, desde muy joven caí presa del encanto de la figura de Nietzsche antes de entender cabalmente sus diversas ideas filosóficas o siquiera leer juiciosamente algunos de sus libros. Su fascinante vida deslumbra al joven que se acerca a leer sus palabras, y la sombra de su leyenda eclipsa por momentos la complejidad y la profundidad de su pensamiento.Es fácil quedarse en la imagen del filósofo irreverente que se rebela contra la tradición que lo precede, que critica apasionadamente a la sociedad en la que se encuentra hasta terminar ciego y podrido de sífilis en un manicomio después de confundir un caballo con Wagner, a quien amó y odió en casi igual medida. Si uno se queda con esa imagen, los matices tanto de su vida como de su pensamiento se pueden perder en un insensato culto a la personalidad, y es en los matices donde reside la genialidad y la mayor belleza del solitario sátiro alemán que siempre se sintió en conflicto con su tiempo histórico.Le puede interesar: El anticristianoLa época de Nietzsche que mayores matices revela es la que se suele denominar como su obra mediana, a mitad de camino entre la ferviente idealización del antiguo mundo griego de su primer libro y el anhelo desenfrenado por el futuro que profetiza su Zaratustra al final de sus días. Esta etapa está compuesta por tres libros de aforismos y La gaya ciencia. (“el más personal de mis libros”, como le escribió Nietzsche a Paul Rée).Publicado en 1882, el mismo año en el que se tomó la foto que acompaña este texto, en la que posan Nietzsche, la célebre Lou-Andreas Salomé y Paul Rée, La gaya ciencia estaba dividido originalmente en cuatro partes a las que posteriormente Nietzsche le añadió una quinta. El parágrafo 341 es el penúltimo aforismo del Libro Cuatro, antes del despertar en el último aforismo de ese Zaratustra que consumirá fervorosamente el pensamiento de Nietzsche en su tercera y última etapa. Allí escribe:341. El peso más pesado¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijera: “Esta vida, tal como la estás viviendo ahora y tal como la has vivido [hasta este momento], deberás vivirla otra vez y aún innumerables veces. Y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida deberá volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma secuencia – e incluso también esta araña y esta luz de la luna entre los árboles, e incluso también este instante y yo mismo. ¡El eterno reloj de arena de la existencia se invertirá siempre de nuevo y tú con él, pequeña partícula de polvo!”?¿Acaso te lanzarías al suelo rechinando los dientes y maldecirías al demonio que te hablara de esa forma? ¿O has vivido alguna vez un instante extraordinario, en el que hubieras podido responderle: “¡Eres un dios y nunca he oído algo más divino!”?Cuando un pensamiento así se apoderase de ti, te metamorfosearía, tal como eres, o tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre cualquier cosa “¿quieres esto otra vez y aún innumerables veces?” se impondría sobre tu actuar como el peso más pesado! O, [podríamos preguntarnos], ¿qué tan bien dispuesto debes estar hacia ti mismo y hacia la vida para no desear ninguna otra cosa que no sea esta última, eterna confirmación, este sello?La raíz de mi malentendido acerca de esta doctrina del eterno retorno nietzscheziano es que, antes de leer este aforismo, pensaba que Nietzsche afirmaba que las cosas –la vida y cada instante dentro de ella– se repetían una y otra vez, en un eterno ciclo que recomienza cada vez que llega a su fin, como un reloj de arena que se voltea una vez todos los granos de arena han pasado de la parte de arriba a la parte de abajo. En el fondo, yo consideraba que semejante creencia era absurda, pues nada de mi experiencia del mundo, ningún indicio, ninguna pista, me llevaba a albergar la duda de que una vez muriera volvería a reencarnar (no en otro ser, no en otra forma, sino en el mismo cuerpo, en la misma situación histórica) y volvería a vivir cada instante de mi vida tal como lo había vivido hasta el día de mi muerte, con las mismas tristezas y las mismas delicias, repitiendo inconscientemente un papel ya interpretado exactamente igual infinitas veces antes sobre el telón de la vida. Pero no se trata de eso. Aunque Nietzsche efectivamente tiene razones para querer creer que todos los seres en el universo repiten una y otra vez sus vidas y sus encuentros entre ellos, en realidad no se trata tanto de una creencia epistemológica sobre el universo, sino más bien de una motivación ética, de un desafío existencial. La pregunta –y no hay que olvidar que todo el parágrafo está escrito en forma interrogativa– es una hipótesis que ha de conducirnos a cambiar la forma en que llevamos nuestras vidas: si alguien te dijera (¿y quién podría decir semejante cosa sino un demonio?) que tienes que volver a vivir la vida tal como la estás viviendo en este instante, ¿la seguirías viviendo tal como la estás viviendo ahora? No se trata de sumirse en infinitos remordimientos sobre el pasado, porque lo hecho ya hecho está y tendrás que vivirlo otra vez tal como lo viviste en ese instante. Pero ahora, ¿cambiarías tu vida? Y la pregunta de Nietzsche va aún más lejos: ¿cómo vivir la vida para estar no solo en paz con la idea de volver a vivirla otra vez, sino para desear volver a vivirla otra vez? ¿Qué tanto tenemos que amar la vida y amar nuestro presente para estar no solo tranquilos con la idea de volver a vivirlos, sino querer vivirlos una vez más?Le puede interesar: ¿Dónde están los filósofos?Por último, a manera de conclusión, quisiera mencionar que mientras Ruben y Alina estuvieron acá vimos juntos el maravilloso mediometraje compuesto de fotografías de Chris Marker, La Jetée (1962), y su excelente remake a manos de Terry Gilliam en 1995, 12 monos. En ambas películas, encontramos un relato de ficción en el que se presenta el eterno retorno no como una posibilidad hipotética sino como un ciclo concreto: la vida de un hombre que está condenado a vivir perpetuamente su vida una y otra vez en un eterno loop en el que, como Sísifo o Tántalo, se encuentra siempre a un paso de la felicidad y siempre inevitablemente se topa con la muerte que, por medio de un viaje en el tiempo, presencia como niño y padece como adulto.Dado que ambas películas están ambientadas en un futuro distópico en el que la humanidad se ve obligada a vivir en un mundo de ratas (a causa de la Tercera Guerra Mundial en la primera película y de una epidemia química provocada por el hombre en la segunda) donde la ciencia y la tecnología encabezan un régimen político totalitario y radicalmente opresor, es posible que su mensaje sea que a nivel colectivo hemos fracasado en el reto ético promulgado por Nietzsche: de vivir una y otra vez esta vida, seguiríamos jodiéndola enteramente al perpetuar una configuración política y social injusta que nos llevará ineluctablemente a vivir en un estado de infelicidad y de insuficiencia o a matarnos los unos a los otros o morir en el intento. Pero el foco que ambas películas ponen en el amor y en el bienestar derivado del intenso encuentro entre dos personas que se atraen deja abierta la posibilidad de la afirmación, del sí agridulce pronunciado por quien sufre pero está dispuesto a aceptar su sufrimiento si viene acompañado del efímero placer y plenitud que trae frecuentemente el amor consigo. En la ambigüedad entre la afirmación y la condena se mueven estas dos extraordinarias obras de arte reflejando la oscilación de nuestra existencia entre “el peso más pesado” y la ausencia absoluta de peso, el nihilismo o la felicidad completa.