Las charlas de escritores a veces se convierten, si el escritor logra sentirse cómodo ante al auditorio y bajar la guardia frente a quien lo entrevista, en una especie de claraboya a través de la cual los espectadores pueden asomarse al cuarto donde guarda sus trucos. Conforme habla sobre sí mismo, y responde las preguntas, a menudo se le escapan las claves que permiten explicar la manera cómo confecciona sus libros. En esos casos, el público sale satisfecho. En la jornada de ayer, durante el tercer día de la Fiesta del libro, el autor mexicano Elmer Mendoza abrió durante poco más de hora y media la compuerta de su taller y, como un mago sin egoísmos, compartió su secreto: “yo trabajo”. Con eso quiso explicar que es uno de esos escritores que se sientan todos los días frente a la máquina a juntar letras y a involucrarse en la brega de darles sentido, vigor y estética. Aunque no se define a sí mismo como una víctima de la literatura; cuando no se le ocurre nada simplemente no escribe y hace otras cosas. Ese pragmatismo, y esa audacia para responder, tal vez sean el resultado de una lógica sencilla: al final de cuentas se trata de un hombre nacido en provincia –Culiacán, donde comienza el norte de México– con un marcado acento norteño y criado en un rancho sembrado de granos, con vacas, gallinas y árboles frutales, cercano a una laguna con caimanes y al Pacífico, el océano de los ciclones.  Pero Mendoza no es un hombre rústico. De ninguna manera. Al decir de Juan David Correa en la introducción a la charla que lo presentó ante el público de Medellín: “si uno quisiera pensar en un escritor contemporáneo, comprometido y lleno de búsquedas, yo diría que ese hombre es Elmer Mendoza”. Su estilo de literatura es, en efecto, original y hondo. Sus textos se caracterizan por el uso extenso de la jerga combinada con el lenguaje formal muy bien cuidado. De él podría decirse que es un autor de talla mundial que se da el lujo de escribir en mexicano. Y para dar cuenta de su capacidad, logra mantener ese ritmo a lo largo de todas las páginas que forman sus relatos; a menudo historias mínimas pilladas en cantinas que logra expandir hasta tramas de novelas.  Sus libros se asocian con una especie de subgénero inventado en los últimos tiempos: la narcoliteratura. Contrario a lo que pudiera pensarse, a Mendoza no lo molesta particularmente: “tuve las pelotas para señalar algo en mi país que nadie había hecho”. Pero hace una gran salvedad: “lo incluí en un universo estético”. Eso lo convierte en un artista y lo aparta de otras cosas de muchísima menor calidad que se valen de la misma temática. Su obra gravita en torno a su entrono: muchachos del campo, policías corruptos, narcos, rock. En ese sentido sus libros son, más bien, novelas sociales, aunque sin ninguna intención moralizante. Él mismo afirma que creció en un lugar donde el verbo matar era muy normal: desde matar una vaca hasta pegarle un tiro a alguien.  Uno de los objetivos de esta Fiesta del libro fue invitar a Tijuana para que la gente comprendiera qué se siente vivir en un lugar de frontera. Aunque Elmer Mendoza no es tijuanense, y creció a 800 km del famoso borde con Estados Unidos, el nombre de le daba título a la charla era “La vida hecha sangre”. Le caía muy bien a Medellín, una ciudad que tiene tanto que ver con una obra literaria que echa mano de la violencia para crear sus imágenes más poéticas.