Chuzos, reza el aviso. Que merme el frío, rezo yo. Al tiempo que los pinchos de cerdo se encogen al entrar en contacto con una parrilla de carbón recostada a un poste, la mujer grita: “chuzos frescos, bien pueda. A un peso, el chuzo fresquito”. Un peso es $1 dólar y la gente, que camina por la avenida Roosevelt en Queens, Nueva York, lo sabe.
Millones de hispanos han transitado estas calles techadas por el metro. Las mismas que en los ochenta eran la pasarela de traquetos colombianos que, atrincherados en discotecas como La Esmeralda y El Chicha, organizaban la distribución de droga, trata de blancas, contrabando, extorsiones, asesinatos y, por último, el delito por el que se conoce a esta zona como el ‘Consulado de la Roosevelt’: venta de documentos falsos. Por acá, entre la 74th y la 90th, han deambulado novatos en busca del Social Security, han llegado suplicando por ese papel verde que significa futuro e identidad. O eso creen.
“Tengo ‘mica’, ‘chueca’, ‘carevaca’”, repiten los vendedores de papeles chimbos, mezclados entre el controlado caos del comercio. Los compradores, asustados, reviran por un precio más justo, un monto que, en los códigos del mercado negro, no baja de $100 y que al más dormido se lo meten en $200. Eso también, los habitantes de la Roosvelt, lo saben desde hace 30 años.
Todos han llegado aquí (unos en avión, otros a pie, algunos mojados) con la misma esperanza: ganar dinero, huir del pasado, criar a los hijos, contar una historia; convencidos de que ese documento, con un número falso de 8 dígitos, es el tiquete de entrada a un país al mismo tiempo de todos y de nadie. ¿Cómo lo hago?,¿Qué se viene? Son preguntas, nunca respuestas, las que atropellan al inmigrante crispado por un Trump brutal (adjetivo propio de los animales que exhiben violencia (verbal) o irracionalidad). Un clima de incertidumbre latente se vive dentro de esta comunidad tan indocumentada como estadounidense.
La carga con la que tienen que vivir varias personas con estatus indefinido es similar: son conscientes de que cruzaron la frontera, arriesgaron sus vidas por semanas, renunciaron a su lenguaje, se alejaron de sus familias y figuraron como humanos cosificados solo para podar, freír, mopear (trapear) y limpiar la mierda de los inodoros de McDonald‘s, Popeye’s, Taco Bell... Ahora, con la llegada de Donald Trump al poder el 20 de enero, la pregunta es:
¿Qué sigue para los del sur?
Clara Mejía, mejor conocida como ‘La niña prodigia’, quien en su momento, para ganarse unos pesos, comenzó a leerles el cigarrillo a los mafiosos de la Roosevelt, se ha hecho esa pregunta muchas veces y desconoce la respuesta. “No estoy tan asustada por lo que Trump ha dicho, me preocupa más la reacción de la gente. Viven con temores, hay muchos que deciden regresar a su país, otros que no gastan dinero. Se limitan, guardan reservas como en una guerra, y dejan de vivir el presente por miedo al futuro con él como presidente”, dice. Clara fue una de las primeras aransasitas (Caldas) en llegar a Estados Unidos. No vino por plata. Fue expulsada de su hogar. Y, cruzando la frontera, entre Matamoros y Texas, perdió algo más que la vergüenza: perdió a su hijo con tres meses de embarazo.
Hoy esa frontera resume cómo, probablemente, será el manejo de la política exterior del presidente electo. El muro que Trump quiere construir (y que según un memorando publicado por el Washington Post pagarán los inmigrantes mediante el bloqueo de remesas), tendrá 3.185 km de longitud, desde Tijuana hasta Tamaulipas, y pasará por seis estados mexicanos y cuatro estadounidenses.
Según el magnate, el muro evitaría que “violadores y traficantes mexicanos” -en “mexicanos” cabemos todos los latinoamericanos- sigan drenando la economía estadounidense. Nada más alejado de la realidad. De hecho, el que estaría despilfarrando unos $20 billones de dólares (cuatro veces su fortuna) en una pared gigante que históricamente ha sido un arma de segregación (muro de Berlín, Marroquí, Cisjordania), sería él. Y, aunque el dinero no fuera un problema, pues para el gobierno de Estados Unidos $20 billones no suponen un inconveniente, la compra de la propiedad privada sí lo es. ¿Por qué?
Porque buena parte de la frontera en Texas es considerada territorio tribal (indio). Se trata de tierras que el Departamento de Seguridad Nacional (DSN) ha intentado comprar sin éxito en repetidas ocasiones. Para hacer efectivas esas compras el Congreso de Estados Unidos tendría que regirse por estándares diferentes y Trump pareciera no saberlo. Entonces, ¿vale la pena insistir con el muro?
Decidí regresar a las cocinas y calles de Parsippany, Newark, Morristown y Queens para medirle el pulso tanto a los sartenes como a la gente. Quería hacer preguntas y entender qué significan para ellos los vituperios de “Mr. Brexit”. Ahí, en esos reductos vaporosos, que el cocinero Simon Wroe describe en su libro El chef (2014) como “un mundo espantoso, llevado a cabo por ingratos y cabrones, indeseables y desgraciados que no sabían hacer ninguna otra cosa. En el que cocinar es solo el 2% del proceso”, las voces fatigadas de unos son el eco de expertos académicos. Tras varias conversaciones llegué a la conclusión de que para ellos Trump ladra, pero no muerde. Para los indocumentados representa una amenaza estéril que no va más allá de sentencias populistas: “Make America Great Again”, “sí los puedo sacar”.
Henry Gómez, un guatemalteco reposado (que en sus mejores años le vendió microcircuitos y transistores al Ejército americano durante la Guerra de Irak y que en sus peores lavó carros, cocinó en un deli y fue pateado por la migra en la frontera), señala una esquina que, por la hora (6:00 p.m) y el clima (-6 °C), está vacía. Ahí, asegura, se ubica diariamente a tempranas horas de la mañana la mano de obra más barata de Morristown, New Jersey. Indocumentados que prestan todo tipo de servicios -menos sexuales- y que a falta de oportunidades deben soportar la inclemencia del clima, la inestabilidad económica y un pago irrisorio. Henry, quien tuvo que dejar de vender repuestos computacionales por problemas con su I.D. falso, se vio obligado a pararse en la esquina que me señala para sobrevivir. Pudo recuperarse y terminar una carrera universitaria, pero sabe que el suyo es un caso excepcional. Con un discurso madurado por los años, y al igual que tantos en este país, afirma que “nosotros, los latinos, somos la base que sostiene a América”. Se equivoca.
Menos que parecen más
Lejos de Morristown, en dirección al Lincoln Tunnel por la ruta 46, se llega a Newark. La ciudad industrial por la que Tony Soprano manejaba en el mítico intro de la serie Los Soprano. Allí, en la barra de un restaurante español, me recibe un hombre que no difiere mucho de la figura de James Gandolfini (sí, tiene una cadena de oro): los ojos acuosos, la papada caída y algunas llantas al costado del cuerpo que parecen haberse congelado por las bajas temperaturas. Me aprieta la mano con fuerza -muestra de templanza, de hombría, diría mi abuelo montañero-, y le pide al cantinero langostinos y cerveza importada. Él es uno de los contratistas que ha visto afectado su negocio por las amenazas del nuevo mandatario. “Al día siguiente de que Trump ganara las elecciones -cuenta-, salí en búsqueda de trabajadores para limpiar unas casas recién remodeladas. Tal fue la sorpresa que solo había dos o tres personas en la esquina y me decían: ‘Señor no vamos a volver a trabajar. La migra ya está en las calles para cazarnos’. Ellos en esos días entraron en un frenesí de persecución que los obligó a guardarse por semanas”.
Sobre esta aparente disminución del capital laboral, Luis De La Hoz, vicepresidente de la Cámara de Comercio Hispana de New Jersey, coincide en que “el balance de la inmigración latinoamericana es negativo. Están viniendo menos personas de las que se están yendo. ¿Por qué? Básicamente por la mejora de las economías en sus países y la llegada de Trump. Ahora bien, la inmigración no es solo de los países sudamericanos, hay muchos que llegan desde Asia y el Subsahara. Ellos no tiene que pasar por México. Esa es la diferencia entre la realidad y la percepción”.
En plata blanca: el mayor grupo de indocumentados en 2009, con cerca de 6.4 millones, fueron mexicanos; pero, desde la recesión hasta hoy, ese número ha disminuido a un estimado de 5.1 millones en total. Un fenómeno semejante ocurre con brasileros, colombianos y ecuatorianos.
Así pues, al contrario de lo que afirma Henry, los latinos indocumentados no son la fuerza laboral con mayor porcentaje en la base piramidal económica de Estados Unidos. El PEW Research Center lo ratifica: ‘Los mojados’ -como despectivamente se le conoce a quienes atraviesan la frontera por el hecho de llegar empapados tras nadar por el Río Bravo- representan solamente el 5% de la mano de obra privada del país. Aunque, de los 11.1 millones de inmigrantes con estatus indefinido, 8.2 sí son significativos para tres industrias en particular: ocupaciones agrarias (26%), gastronomía (21%) y construcción (15%).
No sobra decir que estos trabajadores ‘no calificados’ consistentemente reciben pagos por debajo del promedio mínimo y pagan impuestos como cualquier documentado, sin derecho a beneficios.
En 2016, según un reporte actualizado por el Institute on Taxation & Economics Policy (ITEP), cada familia indocumentada en EEUU ganó en promedio $30.000, un poco más de la mitad del promedio nacional de $54.000, a pesar de que esas mismas familias contribuyeron con cerca de $12 billones en impuestos estatales y federales. Este número varía por estado. Montana, por ejemplo, recaudó solo $2.2 millones y California, $3.2 billones.
Además, franquicias como Foodtown y Wendy’s (en las que trabajé) se sostienen bajo políticas de contratación hipócritas, comunes entre la mayoría de negocios en Estados Unidos. A un indocumentado lo contratan con un Social (Green Card) fraudulento, le pagan unos $8 la hora con impuestos y se lavan las manos aduciendo que son generadores de empleo. Si ese mismo trabajador tuviera los documentos en regla, fácilmente le costaría al empleador $15 por hora. ¿Están dispuestos a pagar tanto por labores que indocumentados pueden hacer?, ¿le interesa a alguien medianamente sensato expulsar a personas que solo buscan comer y enviar remesas para sus familias?
“Son traficantes, puedo sacarlos”
Dichas declaraciones de Trump, que colerizan a la comunidad latina, no son tan absurdas para Arturo Parra. Este colombiano, que pagó $7.000 a una mujer en McAllen (Texas) para que un ‘coyote’ lo pasara de Miguel Alemán (Tamaulipas) hasta “el otro lado”, asume una postura tan radical como la de Trump, aunque no cree en la deportación masiva. “Lo que Trump dice es verdad -asegura-. Por la frontera entra droga como un hijueputa. La gente, en toda la zona baja de Texas está llena de plata, allá casi no trabajan”. ¿Por qué?
“Porque ellos mueven el vicio con las personas que vienen a pasar la frontera y no tiene con qué pagar, los llamados ‘burreros’. Cualquiera se baja, recoge un morral con droga y lo pasa a El Paso o a McAllen. Desde esas ciudades comienzan a repartir la droga para distribuirla. La economía de Texas se mueve alrededor de este negocio”.
Continúa: “los mismos carteles que controlan el tráfico de personas cierran la frontera. Son la ley. Ahí están el Cartel del Golfo, el de los hermanos Arellano Félix (Cartel de Tijuana), el Cartel de Juárez, el de Sinaloa, Los Zetas, hay un montón. Ellos dirigen todo en la frontera, saben cuánta gente pasa, y cuántos no. Hay unos que los cogen y les dicen: ‘si no tiene plata para pasar, venga le ayudamos’. Los llevan a un sitio y les montan un maletín grande forrado en cinta de embalaje con marihuana o cocaína. Para que la mercancía no se moje, en el Río Bravo tienen unas balsas inflables en las que cargan entre 50 y 100 kilos. Después, a caminar por el desierto seis, siete, 20 horas en rutas especiales para quienes están cargados. Las transitan entre dos o tres personas, nada más. A las ‘mulas’ las mueven rápido, llegan al sitio de entrega, descargan y los dejan ahí botados. Sin destino”, concluye Parra.
El constante flujo de droga por la zona fronteriza es una realidad que difícilmente solucionará un muro. Pese a esto, Trump sostiene que lo construirá y, además, llevará a cabo una deportación masiva.
De acuerdo con un análisis hecho por el Center for American Progress (CAP), dicha estrategia de deportación masiva costaría alrededor de $10.070 por persona. Es decir, sacar a los 11.1 millones de inmigrantes indocumentados costaría $112 billones (22 veces la fortuna que, según Forbes, Trump dice tener).
Ya que dos tercios de la población ilegal han estado en el país por más de 10 años esta cifra incluye los costos necesarios para encontrarlos. Una pesadilla que fragmentaría emocionalmente a comunidades enteras: padres indocumentados e hijos legales. El estimado de $112 mil millones incluye la espera del proceso en las cortes de inmigración y la transportación al extranjero. Como si eso no fuera suficiente, la American Action Forum afirma que tomaría 20 años ejecutar este programa de deportación, con un costo total que oscila entre los $420 billones y los $620 billones. Mucha plata hasta para Estados Unidos.
Arturo Osorio, profesor de la Universidad de Rutgers, y uno de los expertos más respetados en la academia de New Jersey, está de acuerdo con los estudios realizados por estas dos organizaciones. “En términos logísticos lo que Trump sugiere es un disparate -dice-. Podrá deportar a un grupo pequeño, pero estamos hablando de 11 millones de personas. Ósea, Estados Unidos tiene 300 millones de habitantes, el 3,6% de la población no puede ser deportada”.
Frente a estos escenarios distópicos propios de novelas como V de Vendetta o Fahrenheit 451, los ciudadanos, junto a diferentes ‘city hall’, se preparan para dar la pelea. Soldado avisado no muere en guerra, aunque el adversario se llame Donald Trump.
“Existen ciudades como Newark, o estados como California, donde se generan identificaciones oficiales -aclara Osorio- para que la gente las use en transacciones cotidianas sin tener que poner en evidencia su estado migratorio. También, en forma concreta, la universidad en la que trabajo (Rutgers) hizo un comunicado oficial diciendo: ‘Aún cuando actuemos en el marco legal federal, no vamos a distribuir información confidencial de la gente, ni vamos a actuar como mecanismos de inmigración para mandar individuos a sus países de origen’. Las universidades tienen un compromiso hacia los estudiantes y a menos que haya un mandato directo de la Corte Federal, ninguna, que yo sepa, tiene la intención de tomar repercusiones contra los estudiantes”. Formas de blindaje ciudadano que, aunque efectivas, no mitigan la sensación de incertidumbre.
No se puede cambiar el pasado y no se puede reparar el presente, en el sistema electoral estadounidense Trump fue un justo vencedor. Ante un futuro lleno de dudas, y para mantener la estabilidad, toda la crítica social debe avanzar desde la prudencia y el sentido común; no desde la violencia que ha manifestado el próximo presidente de Estados Unidos. Ese será el gran reto para una sociedad que respeta a la autoridad elegida en democracia.