En Labio de liebre, la aclamada obra de teatro de Fabio Rubiano, el jefe de un ejército ilegal cumple su condena en Dinamarca, beneficiado por un proceso de justicia transicional. A pesar de la distancia, a pesar de su soledad –o quizá por ella– los fantasmas de sus crímenes en Colombia se empiezan a materializar frente a sus ojos. Si en un comienzo el humor predomina en los intercambios entre el hombre y sus espectros, éste pronto da paso al horror: sin dar soluciones, sin tampoco abandonar los chistes, Rubiano desdibuja los límites entre víctimas y victimarios para sugerir que, quizás, todos somos responsables de las desgracias que ocurren en el país. Al salir del teatro, los sentimientos son dos: el alivio de la resolución, el desconcierto de la implicación.En su más reciente obra, Yo (no) estoy loca, el dramaturgo bogotano recurre a una fórmula similar: entran en escena el humor, la violencia, la locura, la complicidad, así como una acentuada transición de la comedia a la tragedia. En este caso, sin embargo, el protagonista no es la violencia en el campo, sino la indiferencia de la sociedad colombiana. En temporada desde hoy 11 de julio en una de las salas de Casa E (Cra. 24 No. 41-69) en Bogotá, se trata de un monólogo de hora y media interpretado por Marcela Valencia, quien en 1985 fundó junto a Rubiano la compañía Teatro Petro. Está hasta el 12 de agosto.La vida de Cielo, la protagonista, se puede leer como una constante pero infructuosa defensa de su sanidad. Con rabia, pero también desparpajo, recuenta los eventos de su vida que le valieron, en los ojos de otros, el rótulo de “loca”. En la sala de espera de la EPS, en la cama de su primer novio, en una remota navidad de su infancia, Cielo cae víctima del adjetivo por preguntar de más, por exigir, por reclamar una aclaración. El humor surge, claro, del absurdo: las situaciones casi nunca ameritan el comentario. También de su empeño por justificar, a veces a gritos, la obviedad de su sanidad. Pero la palabra regresa, una y otra vez, implacable: loca, loca, loca. Su incesante repetición hace que ella empiece a contemplar la posibilidad de que en verdad sí tiene la teja corrida. Rubiano entonces, con gracia, problematiza la salud mental de Cielo. Ella admite, en un momento, que toma medicamentos psiquiátricos como rivotril y que cada tanto sufre de ataques de pánico. En una escena, mientras lleva a la accidentada amante de su esposo al hospital, tiene una alucinación auditiva oyendo la radio. La puesta en escena tampoco le ayuda a Cielo: a solas en un pequeño escenario atiborrado de sillas vacías, corre de un lado al otro imitando de manera histriónica los juicios y comentarios de sus allegados.¿Su locura es genética o más bien cultural? ¿La culpa es suya o la tiene una sociedad mediocre, que ridiculiza tildando de enfermos mentales a quienes se niegan a participar en la gran indiferencia colectiva? ¿La loca es ella o más bien los demás? La respuesta no es obvia. Pero tampoco es importante. Lo importante es, en cambio, la sugerencia que Rubiano inserta: que la locura no solo es un desbalance químico en el cerebro, sino el hecho de negarse a ser indiferente en una sociedad como la nuestra. La locura es, también, exigir derechos, protestar injusticias y molestarse con lo inapropiado.Al final de la obra cuelga, como un espejo, la pregunta: ¿Acaso la ingenuidad de nuestras esperanzas es tan grande, tan rotunda, que la única palabra para describirlas es "locura"?