Había razones para el optimismo. En la mañana del viernes 18 de noviembre, varios medios anunciaron que el Campamento por la paz se desmontaría después de una ceremonia en la que Humberto de la Calle le entregaría a sus integrantes una copia del nuevo acuerdo de paz. Decenas de periodistas, cámara en mano, se dirigieron a la Plaza de Bolívar para presenciar el evento. La historia sería a todas luces un motivo de celebración. Después de vivir en condiciones difíciles y hasta insalubres durante más de 45 días, los campistas enarbolarían la bandera de la paz junto al jefe de la delegación del gobierno en la Habana. A eso del medio día, sin embargo, el entusiasmo de los reporteros empezó a decrecer. El distrito había cerrado las entradas a la Plaza de Bolívar por el festival Salsa al Parque y la única habilitada se encontraba de momento cerrada. El Campamento por la paz, que se avistaba en la distancia, estaba fuera del alcance de la prensa. ¿Acaso no era más importante celebrar la paz que delimitar la tarima de un concierto que de todas formas iniciaría horas más tarde? Entonces cayó la primera estocada. Al tiempo que las primeras gotas de lluvia empezaron a ensombrecer las calles del centro de Bogotá, se regó la noticia de que Humberto de la Calle no asitiría. Muchos, disgustados, se dieron la vuelta: ya no había nada que cubrir. Los pocos periodistas restantes entraron a la Plaza de Bolívar con cierta trepidación. Resultaba evidente que la noticia que se reportaría sería otra. Después de pasar un segundo control atestado de policías y personal del distrito, el temor inicial se multiplicó: no solo la ceremonia con de la Calle, sino el mismo campamento, parecía haberse descarrilado. Un cúmulo de pequeñas desgracias confirió a la vista una verdadera sensación de tragedia: las gotas, ahora lluvia, recubrían la plaza pública; las vallas del campamento, antes los muros de la pequeña república, habían desaparecido; los campistas originales, convencidos de haber cumplido su misión, se alistaban para irse; un grupo de estudiantes, con camisetas que rezaban #TenemosAcuerdo, animaban su despedida; mientras que los campistas restantes, frente a las cámaras recién instaladas, cantaban a voz en cuello: “¡Sin comida, resistimos!, ¡sin baños, resistimos!, ¡con lluvia, resistimos!”. Esclarecer la situación del Campamento por la paz no resultó ser una tarea sencilla. Todos tenían su opinión y ninguno parecía tener en sus manos todas las piezas del rompecabezas. Nadie, por ejemplo, entendía por qué no se había presentado de la Calle y algunos empezaron a apuntar dedos. “Desde ayer nos empezaron a presionar con una petición formal que fue más una exigencia, nos amenazaron con sacarnos con la policía -me dijo uno de los integrantes-: empezaron a presionar a los líderes originales, y por eso algunos de ellos decidieron retirarse. Pero la mayoría nos quedamos”. Uno de los fundadores, minutos más tarde, me dijo: “El grupo que fundó el campamento cree que ya ha cumplido sus objetivos y cree que ahora puede hacer otras cosas. Estamos organizando para salir a los territorios. Otras personas decidieron quedarse, que es legítimo, pero por eso nos vamos ahora. Digamos que llegamos a un límite de negociación con la alcaldía”. La disonancia entre quienes se preparaban para irse y quienes clamaban por quedarse solo creció cuando los primeros recorrieron el pasillo de banderas blancas que habían preparado los estudiantes. Colado entre un largo número de “¡Gracias!” se escuchaba uno que otro reproche de quienes peramecerían, ya sin vallas, en la Plaza de Bolívar: “¡No soportaron!”, “¡fueron 49 votos contra 9!” (se referían a que, en la asamblea de la noche del miércoles, la mayoría había optado por quedarse hasta saber cuál sería la forma de refrendación y la hoja de ruta de implementación de los acuerdos). El Campamento por la paz, aquel diminuto experimento de democracia participativa que tanto había cautivado al país, se había resquebrajado. ¿Qué iba a pasar con el experimento ahora sin sus fundadores? Uno de ellos no le veía una salida fácil: “En verdad no sé qué va a pasar. No sé cuántas luchas individuales hay y cuántas colectivas. Creo que de alguna manera ya no es el Campamento por la paz. Los que lo fundamos, que nunca estamos de acuerdo en nada, estamos de acuerdo en que tenemos que irnos, que uno no se puede quedar en una carpa exigiendo cambio toda la vida, llega un punto en que deja de ser constructivo”. A pesar de las recriminaciones que se alcanzaron a escuchar el viernes entre algunos campistas, predominaba entre la gran mayoría un sentimiento de solidaridad y camaradería. Al fin y al cabo, habían convivido durante más de un mes en unas complicadas condiciones, aguantando la lluvia, el frío, las enfermedades e incluso las ratas que, por las noches, abandonaban su refugio debajo de la estatua de Simón Bolívar. Uno de los que se quedó me dijo: “Los líderes que se fueron lo hicieron por iniciativa personal y queremos saludar su liderazgo, hemos tenido un trabajo sumamente positivo con ellos, y aunque no sé por qué se van, reconozco su decisión en los mejores términos”. Hacia el final de la tarde, tras una serie de abrazos y recomendaciones, los fundadores partieron. ¿Se les habrá pasado por la cabeza que, en cuestión de horas, se volverían a ver? *En la madrugada del sábado 19 de noviembre, a eso de las dos y media de la mañana, el Campamento por la paz dejó de existir. Sin papeles en mano o algún documento para oficializar el desalojo, alrededor de 300 integrantes del Esmad y de la policía cercaron las carpas, cargaron las pertenencias en unos camiones y, según algunos de los campistas, acudieron a la violencia para diezmar una de las iniciativas pacíficas más simbólicas de los últimos tiempos en el país.

El desalojo. Foto: Facebook del Campamento por la paz. Según la campista María, quien pidió que no publicáramos su nombre real, las oficiales incapacitaron a ocho personas y dejaron con heridas a siete. “A unos los metieron en unas camionetas sin placas, pero algunas personas nos ayudaron a sacarlas. Antes de eso hubo episodios de violencia. A una señora de 50 años, acostada en el piso, le bajaron los pantalones y la dejaron en ropa interior. También le rompieron el dedo”. En uno de los videos de la página oficial del campamento en Facebook, uno de los integrantes afirma conmocionado: “me golpearon la cara, me reventaron el labio, golpearon a mi compañero en la cabeza”. El alcalde Enrique Peñalosa ha contradecido estas declaraciones. A pesar de las imágenes y videos que circulan en redes, el sábado a las 2 de la tarde escribió en su página de Facebook que “en ningún momento hubo abusos de fuerza por parte de la Policía Metropolitana de Bogotá, ni tampoco hay personas heridas. Y así lo ratificó la Personería Distrital que estuvo presente allí”. Además, su alcaldía argumentó en un comunicado que “las acciones del desmonte son producto del acuerdo con los organizadores del campamento por la paz, quienes voluntariamente decidieron retirarse ayer de la Plaza Bolívar”; una afirmación que los fundadores rápidamente salieron a desmentir.  Pero, más allá de las opiniones encontradas, cabe preguntarse: ¿Qué llevó exactamente a Peñalosa a desmontar una iniciativa pacífica a la fuerza y en medio de la noche? Si el campamento solo pretendía quedarse hasta este miércoles, cuando los acuerdos se presentan en el congreso, ¿de qué servía arremeter de tal forma contra los campistas? Si la razón era que necesitaba la plaza para Salsa al Parque, ¿cómo se explica que el primer día del evento, el jueves por la noche, los mismos músicos del concierto alabaron el coraje de los campistas? Mejor dicho, si el viernes por la mañana parecía que todo acabaría de forma pacífica con la presencia de Humberto de la Calle, ¿qué hizo que todo cambiara?