Que la literatura es ante todo ritmo, tono, sonoridad, y que no son los temas ni los géneros los que valen en sí mismos, sino la manera de abordarlos, son dos premisas que animan desde siempre la obra de Pablo Montoya. Músico, novelista, traductor, ensayista, poeta, cuentista, crítico literario, Pablo Montoya es, ante todo, un viajero: el que siguió los pasos de Ovidio en el destierro y pintó la desgracia de los próceres colombianos; el que recreó el nacimiento de la fotografía erótica en Francia y el trágico destino del sabio Caldas; el que estudió la novela histórica en Colombia y describió los besos de la noche en Medellín; el que analizó la música en Carpentier y la pintura luminosa de Giotto; el que escribió sobre Céline y sobre Vallejo; el del cuaderno de París y los cuentos de Niquía. Es difícil encontrar una obra tan diversa entre los escritores colombianos de hoy. Y no es fácil encontrar, por otra parte, una escritura que se parezca tanto a sí misma, que sea tan fiel a la obsesión estilística de su autor, que busque con tanta decisión el propósito de escribir para el oído del lector. En prueba se podrían evocar frases de sus cuentos, sus novelas, sus ensayos o sus poemas en prosa. Y esgrimir argumentos y buscar influencias y aventurar hipótesis acerca de la singularidad de su estilo, ajeno a toda extravagancia, a salvo del barroquismo al que son dados algunos de sus contemporáneos. Pero no es necesario abundar en interpretaciones para descubrir de dónde proviene esta incesante obsesión auditiva. Basta recordar que antes de entregarse a la literatura, Pablo Montoya hizo estudios de flauta en el Conservatorio de Tunja. Un testimonio de aquellos años es el libro La sinfónica y otros cuentos musicales, donde vemos aparecer al escritor en el estudiante de música, donde se percibe ya la prosa demorada, silenciosa y paciente que será la impronta de su obra posterior. Una prosa que hace justicia a la afirmación de Fernando Vallejo: “la eufonía, por sobre el sentido mismo, es la gran razón de la literatura”. De ahí el adjetivo: se trata de cuentos musicales, y no solamente de cuentos sobre música.
Pablo Montoya en 2015. Crédito: Alba Ciudad.Luego de ese primer viaje al país inmenso de las notas y los pentagramas, del sonido y del silencio, Pablo Montoya emprendió un segundo viaje sin regreso: el viaje a París, pero sobre todo el viaje a la literatura francesa. Al contacto de una literatura vigorosa, fruto de una sociedad que escucha a sus intelectuales y lee a sus escritores, Pablo Montoya escribió varios libros de cuentos, una tesis doctoral sobre Carpentier y una colección de prosas inspirada en Baudelaire. Que el propio autor declare los efectos que surtió este viaje en su tarea creativa: “Francia, o mejor su literatura, me ha enseñado a cultivar el descontento y el escepticismo, la ironía y el asombro, la sed del viaje y el saber enciclopédico, la tolerancia hacia los otros pero también la indignación hacia ellos”. Esta confesión abre Un Robinson cercano, diez ensayos sobre diez escritores franceses, diez escritores del siglo XX que apenas si comparten el azar de escribir en la misma lengua. Aparte de esa afinidad, o mejor, de esa absoluta coincidencia, los puentes son más bien escasos entre los escritores elegidos por Pablo Montoya. Sabemos de la amistad que unía a Gide y a Camus, pero también del desprecio que profesaba Gracq por el autor de L’étranger. Y tan evidente es la modestia de Michon como la exposición mediática de Michel Houellebecq, tan palmario el refinamiento clasicista de Yourcenar como la apuesta subversiva y cáustica de Céline. Michaux es un viajero, y Tournier describe islas imaginarias desde su abadía en Saint-Rémy-les-Chevreuses. Ya Borges había observado que es imposible cifrar la literatura francesa en un solo nombre. Que se puede decir: España: Cervantes; Inglaterra: Shakespeare; Alemania: Goethe; pero no se puede decir Francia y luego un nombre. La afirmación no resiste un análisis en profundidad (y por supuesto Borges era el primero en saberlo) pero no carece de gracia y de verdad. No se puede decir −sigue Borges− Francia: Hugo, ni Francia: Voltaire, ni Francia: Flaubert, porque es difícil establecer un primado indiscutible en una literatura tan prolífica y heterogénea. A juzgar por el índice de Un Robinson cercano, el siglo XX francés no hace más que replicar esta diversidad endémica. La esencia de estos ensayos es “voluntariamente literaria”, según su propio autor. Esta indicación no tiene nada de pleonástica. En realidad, los diez ensayos de Un Robinson cercano son doblemente literarios: de un lado, porque la forma revela siempre, una vez más, que es un escritor el que lee y un músico el que escribe. Aquí estamos otra vez ante la sobriedad de la frase corta, ante los ecos y las resonancias de las palabras. De ahí esta otra confesión, en la que Pablo Montoya vuelve a privilegiar el sonido sobre el sentido: “si el lector de estos [ensayos] que ofrezco aquí discute con sus ideas, y aprueba el modo en que se expresan, me sentiré justificado en su factura”. Y son ensayos literarios también, claro, porque son ensayos sobre literatura. No son reseñas ni estudios, aunque hay algo de vocación crítica en cada texto. Tampoco obedecen al solo placer del lector, pues en ellos vemos al “escritor que iba naciendo”. Son más bien ensayos literarios sobre literatura, porque la literatura, antes que en la vida, se inspira en la literatura.
No es momento ni lugar para defender lo que quizás no necesita defensores. Pero vale la pena señalar que Un Robinson cercano le devuelve sus cartas de nobleza al ensayo, un género que empieza a escasear entre nosotros, un género de intersección y en consecuencia marginal: demasiado académico para los escritores y demasiado literario para los académicos. Esas fronteras se disuelven, sin embargo, cuando el ensayo sabe conjugar el rigor con la belleza. Los argumentos de Pablo Montoya pueden y deben ser discutidos, pues se trata de lecturas personales, de ensayos nacidos de las anotaciones al margen hechas por un lector cuidadoso y activo. Pero aun en caso de desacuerdo, el lector sabrá agradecer el tacto y la cortesía que el autor empleó en la comunicación de sus ideas. Tuve la fortuna de leer estos ensayos inéditos, cuando Pablo Montoya contemplaba apenas la idea de publicarlos. Desde entonces me pareció que eran como una prolongación escrita de nuestras conversaciones. “Los ensayos que conforman este libro son una conversación personal con libros y autores franceses de una literatura que quiero”. Debo confesar que no se leen de la misma manera los libros que se tratan en Un Robinson cercano, después de presenciar la conversación que Pablo Montoya sostiene con sus escritores. Luego estamos menos solos en esas lecturas. Luego nos perdemos mejor en esos diez viajes a los dominios infinitos de la imaginación. *París, marzo 26 de 2013.