En los días finales de la campaña por la Alcaldía de Bogotá hay una hipertrofia de los signos y los símbolos, y un declive de las ideas directas o explícitas. Ante la insuficiencia de los argumentos racionales, los magos del marketing político, o quizá los candidatos motu proprio, les dan la vuelta a los azares y los pesares para conquistar los últimos votos que inclinen la balanza que revelan las encuestas. Las discusiones sobre los temas de interés público se retraen. Ya no importan tanto el metro elevado o subterráneo, la seguridad o la asimilación de la inmigración venezolana. A estas urgencias se sobreponen la noción de familia de cada candidato, la relación con sus hijos y sus parejas, la capacidad de cada uno para contener la rabia o expresar el amor; en suma, prevalece la exhibición de atributos íntimos y morales más que de competencias técnicas o políticas para gobernar. La contienda entre dos delfines, nacidos ambos en familias –rotas– de amplia tradición social, política y periodística, y la candidata que viene de abajo y conquista los espacios antes vedados para las de su clase, vuelve a traer a la escena pública una suerte de melodrama sobre los orígenes que actualiza conflictos y traumas del pasado sin solución en el presente. La principal tensión histórica irresuelta no es otra que la que se manifiesta en cada contienda política: el acceso al poder y la sospecha generalizada, al mismo tiempo que una suerte de melancólica resignación, frente a la evidencia de que ese poder está predestinado de acuerdo con un sistema de castas y herencias con escasísima movilidad. En la campaña por la alcaldía de la capital del país revive esa constante histórica que enfrenta a las castas consolidadas con los advenedizos, cada uno con su repertorio de gestos, sus modos de teatralización de la política, y sus decisiones sobre qué exhibir y qué dejar por fuera de la escena. No es una lucha de clases porque estas no se reconocen ni declaran; pero los apremios de la clase social subyacen y explican las formas de aparición o de negación, el espacio de lo posible y de lo mostrable. Es una lucha de relatos y representaciones. Entonces tenemos que, mientras la advenediza es ruidosa y emite con estruendo los múltiples signos de su novedad (es mujer, es lesbiana, es –supuestamente– de izquierda o progresista), el delfín con mayores posibilidades de imponerse se erige discreto y seguro de su lugar en la historia y en la sociedad. No tiene que demostrar nada. Le basta con ser gris, conservar la calma y guardar silencio. La táctica de Carlos Fernando Galán ha consistido en repetir que son los otros, en especial la otra, quien polariza; relega así a Claudia López al círculo infernal de la rabia y el resentimiento, y dota a esos sentimientos de una sobrecarga moral, los prescribe. La campaña de Galán, corta y eficaz, se empeñó en construir un relato de reconciliación más prefabricado, incluso, que aquel que exhibieran Iván Duque y Sergio Fajardo en las pasadas elecciones presidenciales. En el ahora presidente (Duque) y el eterno candidato (Fajardo), había un intento de neutralizar los reclamos sociales enmascarándolos en el sonsonete del emprendimiento: ¡todos tenemos oportunidades, pero solo los mejores y más esforzados las saben aprovechar! De ellos es el futuro paraíso. Las lógicas del castigo, la culpa y el merecimiento funcionan implacables; la religión está de vuelta, solo que con el tufillo halitoso del mercado. En Galán hay una ecuación más compleja que le da mayor autoridad sentimental a su discurso de cordura y no polarización. Como sabemos, es hijo de un padre asesinado y sobreviviente de una familia destrozada por la guerra colombiana. Según el relato que busca afanosamente proyectar de sí mismo, Galán sobrellevó sus dolores privados con altura hasta transformarlos en un carácter moderado y tranquilizador. Es el hijo bueno y reconciliado del país del posconflicto que no revuelve las heridas del pasado y que se abre confiado a un futuro sin ideologías y sin partidos, lejos de la ponzoña y el lastre de la rabia social. Las cartas que Galán les entregó a los demás candidatos como señal de reconciliación, o su esfuerzo por mostrarse como un hombre de ánimo inalterable que jamás cede al insulto o la agresión del otro, es parte de una estrategia más amplia de negación de cualquier conflictividad social y su reemplazo por una ficción de armonía en la que todos trabajamos juntos por la promesa, más bien vaga, de un porvenir feliz. Candidatos a la Alcaldía de Bogotá: ¿hacia dónde van sus propuestas de cultura? Más allá de que el candidato Galán tenga o no algunas de las virtudes del muestrario que exhibe, o de que en efecto se trate de virtudes, lo que interesa para esta interpretación es su nivel de cuidado artificio y de propaganda, y el porqué de su éxito en este momento. Como en todo producto de marketing político, lo que urge leer aquí con atención es lo que en él se despliega y el significado de su triunfo o su fracaso. Parece incontestable que, más allá de los resultados del próximo domingo, la marca Galán interpretó bien un momento de la psique colectiva bogotana y nacional: el repliegue hacia las aguas cálidas de un duradero abrazo familiar que morigere los miedos y las ansiedades que produce un presente de inestabilidades políticas y crisis sociales y ambientales. Claudia López es presentada como un salto al abismo de lo desconocido, una aventura. Galán sería el garante de la estabilidad, por mucho que el orden que perduraría con su elección es uno en el que los problemas de la ciudad no se enfrentarán de forma estructural, como lo analiza un video de Las Igualadas publicado el 11 de octubre y que se detiene a explicar las abundantes generalidades de su programa de gobierno. En el sentido común de un electorado extenuado y temeroso parece estar prevaleciendo la tranquilidad de repetir frente a la temeridad que implicaría probar lo nuevo, asociado en la figura de López con aquellos segmentos sociales de orígenes inciertos, bastardos o populares, sin la sanción tranquilizadora de los apellidos de tradición. Un triunfo de Galán confirmaría el ascenso de un relato conservador en el que élites y pueblo se funden en un abrazo de confianza que afirma el statu quo, como en todo melodrama que en su desarrollo muestra el ascenso de los desclasados pero que reserva para su final la neutralización de la imaginaria amenaza que representan. El tiempo de los niños Galán ha contado con la suerte de dos hechos fortuitos que coincidieron con su campaña por la alcaldía. El primero fue el aniversario número treinta del asesinato de su padre, Luis Carlos Galán. El segundo, el nacimiento de su hijo Juan Pablo. Es muy diciente que el candidato haya anunciado esta ‘buena nueva’ en medio del fragor de un debate en redes sociales con el senador del Polo Democrático Jorge Robledo, quien le cuestionaba a Galán su independencia y le recordaba su trayectoria política y de servicio público al lado de tres patriarcas de origen liberal: César Gaviria, Juan Manuel Santos y Germán Vargas Lleras. En esa ocasión Galán no insistió demasiado en desmarcarse de estos padres, como lo ha hecho a lo largo de estos meses –a pesar del color rojo que predomina en su campaña y que remite a un liberalismo del cual en él no sobrevive mucho–. Hizo algo más eficaz: anunció que era padre él mismo y que en esa condición podía hacerse cargo no solo de su propio destino sino del de otros. Fue una magnífico clímax de continuidad y ruptura. Continuidad biológica de la herencia del padre muerto que, en todo caso, ya no proyecta sombra real pero sí una favorable sombra imaginaria, y ruptura con esos padres vivos (los patriarcas liberales) con su incómoda presencia en su vida. “Hagan su campaña. Debate para después, en este momento está naciendo Juan Pablo y lo quiero disfrutar!”. Con este mensaje en Twitter Galán cortó la refriega con Robledo. Lo privado y sus demandas –incuestionables– se imponían sobre lo publico y sus responsabilidades. El nacimiento del hijo de Galán fue la culminación de un hilo subterráneo en esta campaña que había tenido un primer pico con las denuncias contra Hollman Morris por cuenta de su esposa Patricia Casas, mucho antes de que Morris fuera elegido por Petro como su candidato. En la exhibición de los hijos y la vida familiar coinciden los dos delfines, Galán y Uribe Turbay. ¿Y los otros dos? Claudia López ha hecho, durante la campaña, manifestaciones públicas de amor hacia Angélica Lozano que muestran una familia más o menos heteronormada. ¿Hay en esto valentía, considerando los rezagos de homofobia de la sociedad colombiana, o un deseo de encajar dentro de un ideal socialmente aceptable de amor de pareja, aunque gay? “Mi muñeca divina: Esto si es amor puro, verdadero y absoluto! Vamos a ganar!!!!”, le escribio López a Lozano en Twitter el domingo pasado. El 24 de agosto, la candidata respondía un mensaje en el que Lozano le contaba que iba rumbo a Cassette Fest: “¡Que te diviertas vida mía! Lucky [el perro de la pareja] y yo te esperamos en casita”. La familia con sus conflictos, redefiniciones y reacomodos, ha sido pues un asunto de no poca importancia en esta campaña por la alcaldía. Digamos que, por lo menos, su lado inconsciente; y ya sabemos como este nos impone su propio orden. ¿Qué indica de nosotros como sociedad, de nuestros miedos y expectativas este desfile de esposas fieles y abnegadas, o resentidas y demandantes con sus hijos no atendidos, de bebés recién nacidos, novias afectuosas y perritos adoptados que hemos visto en estos meses? Quizá que el centro de ese hipotético mundo feliz que nos espera es la familia, en su versión más conservadora. Y que mientras sobreviva esa Arcadia, la trascendencia de toda política, estaremos protegidos de los males del mundo. Los resultados de las últimas encuestas, con los ascensos de Galán y Uribe Turbay, muestran que el storytelling que rodea a sus modelos de familia se impone sobre las nuevas familias que representan López y Lozano, o sobre la imposibilidad de que un candidato separado y con una familia destruida como Morris pueda ganarse la confianza de un electorado ampliamente distinto al de la disciplina debida al líder o caudillo (Petro en este caso, con su aval a Morris) que, si todo sale como parece, habrá fracasado en su intento de construirse como una figura paterna para sus cuadros políticos y demostrado de paso el fracaso de los partidos y los movimientos como otra forma de familia. (La fisura de la Colombia Humana o la obsesión de Galán por recordar una y otra vez su ruptura con Cambio Radical dan señales suficientes sobre ese fracaso). Galán y Uribe Turbay, niños huérfanos pero nuevos padres de unas familias que lucen plenas y seguras, sellan una traumática historia nacional de violencia. La promesa que se instala con ellos es que los niños del mañana no se quedarán huérfanos ni serán desatendidos; tampoco caerán en manos de familias “monstruosas” compuestas por dos mujeres. Tampoco serán abortados, al menos si eso dependiera de Galán, quien se ha pronunciado (discretamente) en contra de los tres casos aprobados por la sentencia de la corte. Es el triunfo del relato de las élites sostenido en el triunfo de sus familias ideales, fiadoras de la estabilidad y la prolongación de lo conocido. Aunque la verdadera historia no vaya a ser necesariamente así, la política es, ante todo, el arte de desear el futuro, proyectar en él los miedos –y prejuicios– del presente y conjurarlos. La candidata y el patriarca, por Carolina Sanín