A Samanta Schweblin no le gusta dar entrevistas porque, dice, confía más en sus libros que en ella misma en la inmediatez de una conversación. Sus ojos son oscuros y penetrantes como sus cuentos, pero su expresión severa se alterna con esporádicas risotadas. Tiene 38 años, cuatro libros publicados, ha ganado varios premios literarios y en 2010 fue elegida por la revista Granta como uno de los 22 mejores escritores en español menores de 35 años. Actualmente está de paso en Bogotá por ser una de las finalistas del Premio de Cuento Gabriel García Márquez. A los 12 años usted dejó de hablar por una frustración personal con el lenguaje. ¿Puede contar cómo fue eso? ¿Encontró en la escritura un escape a ese sentimiento y al hecho mismo de no hablar? Dejé de hablar de verdad. No es que hablara poco, es que me preguntaban mi nombre y no contestaba. Estaba muy enojada con todo en ese momento, con el lenguaje entre otras cosas. El lenguaje tenía una ambigüedad muy peligrosa que siempre terminaba atacándome por la espalda. Y encontré en la literatura un espacio en que se respetaba mi necesidad de soledad. Abrir un libro se convertía en una especie de capa que me cubría, me hacía invisible y me permitía esa soledad. Me acuerdo de lo que disfrutaba al encerrarme en el baño a leer. Me acuerdo de las fiestas de 15, en que teníamos que vestirnos de cisne o de torta y bailar. Me acuerdo de elegir el libro que iba a leer durante esa noche. Me leía todo el libro sentada en el inodoro con una alegría… Había unos libros chiquitos de Alianza Colecciones que no se notaban, los podía llevar sin levantar sospechas. Su obra está llena de silencios e insinuaciones. ¿Cree que la literatura, entre líneas, dice más que la oralidad? Rebecca Solnit tiene una frase que a mí me encanta. Dice que un libro es un corazón que palpita en el pecho del otro. Un libro no es un libro en sí mismo, sino su potencial. Lo que quería decir ella es que gran parte lo pone el lector, pero para que eso ocurra el texto tiene que generar el espacio. Cuando uno escribe está todo el tiempo generando imágenes, sensaciones, pero también tiene que generar el tiempo, físico y real, en que esas imágenes y sensaciones caen en la cabeza del lector. Es como si uno fuera caminando y un pie lo pusiera el lector y el otro, el escritor. Se camina así, de a dos. A mí me gusta decir que parte de lo que se escribe se escribe en el papel, y otra parte en la cabeza del lector. Y eso último está programado, no es algo al azar. ¿Cuál es el efecto deseado? ¿Cómo controla eso? Para mí es fundamental la tensión. La tensión y la atención, que van juntas y son lo mismo. Como lectora me gusta la narrativa que hace que desde la primera línea no puedas parar de leer. Y como escritora busco generar eso todo el tiempo. Si el texto no lo genera no puedo avanzar, siento que es un ejercicio inútil. Esa tensión no está basada en quién es el asesino del thriller. Es una tensión mucho más delicada que tiene que ver con la energía y las promesas que genera un texto, oración tras oración. Creo que la unidad mínima de tensión es la oración, y una oración debe responder algo que se preguntó en la inmediatamente anterior y debe a su vez preguntar algo que todavía no se ha respondido. Por supuesto, toda esa tensión que se va generando tiene que contestarse en algún momento con algo contundente. Un cuento siempre entrega algo a cambio. Hay un premio al final. ¿Y qué es ese algo que se obtiene a cambio? Una mirada nueva sobre algo que uno antes no sabía. O un recorrido sentimental que uno nunca había atravesado y nunca hubiera atravesado de ninguna manera si no hubiera sido a través de ese cuento. Yo realmente creo que se obtienen cosas concretas que tienen que ver con la empatía o con un conocerse, incluso, a uno mismo. Para mí la literatura es un espacio de entrenamiento en el que puedo exponerme a mis peores miedos, ver qué me pasa, ver cómo puedo superarlo, ver qué me cura, qué me hunde más. Puedo hacer todo ese juego con la libertad de volver a casa ilesa. Uno de los temas más recurrentes en sus relatos son las relaciones familiares. ¿Por qué le interesa explorar ese tema en su escritura, sobre todo desde las rupturas, las zonas grises y raras? La familia es nuestro entorno más familiar, por redundante que suene. Es lo que tenemos más cerca. Y encontrar lo extraño, lo monstruoso, lo venenoso en las cosas que tenemos más cerca da mucho miedo. Encontrarlo en uno mismo da mucho miedo. Esa cercanía me resulta muy atractiva. También estoy muy peleada con esta etiqueta de “lo normal”. Me parece que es una falacia enorme. No hay familia “normal”. David Lynch dijo que cualquier obra de arte solo tiene que decir una cosa todo el tiempo: “El mundo es un lugar muy extraño”. Reconocer eso incluso nos tranquiliza, porque tenemos una devoción por pertenecer, por ser parte, por poder conectar con el otro, y parecería que para poder conectar con el otro uno tuviera que cumplir con ciertos estándares de normalidad. Pero después resulta que cuando te enamorás del otro, cuando algo del otro te fascina, cuando algo del otro realmente te conmueve, siempre es por lo extraño, lo loco, lo distinto. Ahí hay un ruido que me parece muy interesante. Usted dijo que por los años de sus primeros dos libros (2002-2009) se sentía reticente a hablar de temas relacionados con algún concepto de feminidad, pero que luego se dio cuenta de que en realidad usted estaba tocando esos temas: la familia, el amor, etc. ¿Por qué sentía ese rechazo? En la inocencia de mis primeras lecturas para mí lo femenino pertenecía al mundo de la literatura femenina entendida como lo rosa, lo ingenuo, lo superficial. Cuando me preguntaban cuáles eran mis escritores favoritos yo daba una lista de veinte autores y no había ni una sola mujer. Pero cuando empecé a leer literatura escrita por mujeres –a Flannery O‘Connor, Doris Lessing, Elizabeth Strauss, Emily Dickinson– me encontré con que no solo eran diez veces más oscuras que los hombres, sino que eran diez veces más fuertes, que eran profundas, furiosas. Encontré una literatura que me dejó patasarriba. ¿Por qué tardé diez años en llegar a ese lugar? Por toda una cuestión de mercado, incluso de la academia, que hacía que a una lectora ingenua de 12 o 13 años le llevara diez años llegar a ese lugar. Hoy digo orgullosamente que escribo literatura. No femenina, ni masculina, porque la literatura se escribe desde la esencia más original y personal de uno, y allí hay varias cartas: el sexo, la política, la moral, el lugar donde uno nació, las lecturas que uno hizo. Eso genera una literatura original. Hacer un recorte de género es casi tan arbitrario como hacer el recorte de barrio, aunque uno pueda llegar a hacerlo para ciertos estudios, para armar una antología. Me acuerdo de que viví con muchísima violencia, por ejemplo, el recuerdo de cuando un crítico literario muy reconocido, en pos de alagarme por mi primer libro, dijo que yo escribía tan bien que parecía realmente una narrativa escrita por un hombre. ¡Incluso en un primer momento me alegré! Lo que quiero decir es que hay que aceptar la ingenuidad con la que uno llega a este mundo literario, y lo que cuesta llegar a ese lugar en el que uno entiende que por años se ha dejado por fuera gran parte de la mejor literatura universal. Los cuentos de su más reciente libro, Siete casas vacías, retratan una cotidianidad rara, que es solo la superficie de un sustrato oscuro y ominoso. No hay, como en sus otros libros, lo que usted llama “fantástico rioplatense”. ¿Por qué dejó eso a un lado para escribir estos cuentos? No creo que lo haya dejado de lado del todo, pero es lindo hablar sobre esa diferencia entre lo fantástico y lo extraño. Lo fantástico es lo que es imposible que suceda. Y por ser imposible, deja al lector en un lugar muy cómodo. En cambio lo extraño es posible que suceda. Ese es el espacio que me interesa, y cuanto más uno pueda llevar esa extrañeza a lo hiperreal, más amenazante es. Y sí es algo que busqué conscientemente en este libro: inquietar. Producir una sensación en que el lector termina preguntándose “Yo pensé que esto iba a estar bien, que era un espacio de comodidad, de confort”. No lo es tanto. Hablemos de los premios. Usted es muy joven y se ha ganado muchos. Ahora podría ganarse además el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. ¿Qué le pasa a usted cada vez que gana, qué significa? Me acabo de acordar de algo de lo que no me acordaba hace años. ¡Con razón dejé de hablar! Estas entrevistas son psicoanálisis puro (se ríe). Cuando tenía 12 o 13 años mi abuela, que era la gran fanática de todo lo que yo escribía, me sacó unos cuentos y unos poemas a escondidas y los presentó en un concurso de un club de barrio en Buenos Aires. Me llamó un domingo y me dijo que al parecer había ganado uno de los premios y querían que fuera. Entregaban tres premios de poesía y tres de cuento, e iban llamando de atrás hacia adelante. Había un público enorme, con toda la gente que había presentado sus cuentos: chicos, adolescentes, viejas que escribían sus poemas. Entonces llamaron: “Tercer premio de poesía: ¡Samanta Schweblin!”. Mi abuela lloraba emocionada. Entonces subí, leí el poema, me felicitaron, me dieron unas flores y volví a bajar. “Segundo premio de poesía: Samanta Schweblin”. Ya menos aplausos. Subí, leí mi poema y me llevé mi segundo ramo de flores. “Tercer premio de poesía: Samanta Schweblin…”. Ya la gente había dejado de aplaudir. Y después me dieron también los tres premios de cuento. Ya en el último mi abuela estaba toda cargada de ramos, feliz, no dejaba de llorar. Pero la gente empezó a silbar. ¿Entendés? ¡Me sentí tan avergonzada! Para mí fue terrible. Pero bueno, volviendo a los premios, creo que lo más lindo que tienen es que ayudan a encontrar lectores nuevos de una manera muy efectiva, muy potente. Yo no sé si mis libros hubieran llegado a donde llegaron sin los premios porque le dan visibilidad al libro. Pero también tienen su lado peligroso. Si te agarran en un mal día pueden ser contraproducentes para la escritura por las expectativas que generan, por el peso que tienen. Yo terminé mentalizándome en que los premios son cosas que les pasan a los libros, no me pasan a mí. Pensarlo de esa manera me quitó el problema de encima. Pero también me alegran un montón. Un premio nuevo siempre me llena de alegría y de energía para escribir. Y da dinero, que no es algo menor, porque para escribir hay que tener mucho tiempo.