«D’yeux avides se penchaient sur les trous du stéréoscope comme sur les lucarnes de l’infini» Charles Baudelaire 1 Madeleine Por fin tengo la orden. La puerta del estudio de la calle de Lancry se abrirá ante mí y el material será decomisado. La autorización de la Prefectura es el término de una larga pesquisa. Por un tiempo pensé que iba a ser imposible dar con el autor de las imágenes. Supuse una organización en la que varios hombres trabajaban persiguiendo un objetivo común. Ese objetivo, desde un principio, me pareció claro. Pero los movimientos de quienes lo perseguían se hacían confusos en tanto los consideraba provenientes de varias direcciones. Las imágenes han circulado, cubiertas de un peligroso anonimato, por algunos rincones, y no precisamente sórdidos, de la ciudad. Ellas significaron, durante un tiempo, lo único de lo que podía fiarme. No me equivoqué al concluir que de las mujeres con sus poses, y de la atmósfera de telas y objetos que las rodeaban, a veces con claridad, en otras subrepticiamente, se desprendía el nombre del fotógrafo. Sentí rabia y admiración cuando las encontré por primera vez. Estampadas en pipas esbeltas, en cofrecitos destinados a guardar misivas, en elegantes billeteras. Con las visitas a los burdeles y a los bares, en los vestíbulos de teatros, noté cómo el comercio de la desnudez se extendía a través de una oculta proliferación de estereoscópicas. Las pistas, como corresponde a mi trabajo, se fueron configurando lentamente. La conversación con un médico a la salida del Louvre, en esos días en que al cielo lo surca una agónica precipitación de hojas húmedas. Algunas horas, deliciosas pero difíciles, pasadas al lado de la señorita Pirraux. La tarde en el taller del hombre que nos ha mostrado arenas, ruinas, rostros de Argelia estampados sobre el papel. Le puede interesar: ‘La escuela de música‘: una entrevista con Pablo Montoya 2 El arresto de Belloc no obedece a principios morales. O al menos, en mi caso, no se trata de una moralidad común. La Prefectura, es verdad, sigue una ruta de saneamiento ciudadano que yo no comparto del todo. Desde que el hombre vive en comunidad, a través de políticas sociales ha tratado de controlar los juegos de la imaginación que le suscita el cuerpo de la mujer. Lo más ansiado, para él, culmina a veces por ser objeto del peor castigo. Una serie de persecuciones, defenestraciones, castraciones y hogueras. No es casual que desde los orígenes de la fotografía la búsqueda de la desnudez y su condena hayan surgido al mismo tiempo. Pero luchar contra las inclinaciones eróticas de los hombres, de algún modo resulta vano. Lo inmoral posee horizontes más amplios que las buenas costumbres. Y estas últimas, por lo general, están apoyadas en la hipocresía, la mezquindad y el prosaísmo. Pero, puesto que soy el investigador Pierre Madeleine, debo adherirme a ciertas pautas. Reconozco, por ejemplo, que comercializar la desnudez es ominoso. No me estoy refiriendo, aclaro, a la prostitución, ni tampoco al mundo de la pintura. El primero me parece un oficio esencial de toda civilización. Si los griegos, por sólo mencionar un caso entre muchos, poseían prostitutas para su solaz diario, por qué nosotros no podemos tenerlas para intentar satisfacer nuestra clandestina necesidad de la carne. La desnudez en la pintura pertenece a otra búsqueda. Más sublime que la empleada por el nuevo oficio del fotógrafo. En lo que a mí concierne, repudio una determinada desnudez. Las razones de ese rechazo, sin embargo, no están emparentadas con el temor. No hago parte de quienes creen que los desnudos, al ser sensuales, puedan convertirse en algo peligroso para el bien común. Éste, en cierta medida, no me interesa como podría interesarle a un simple gendarme. Mis razones nacen del desprecio. El trabajo de Belloc, ese que ha realizado durante estos últimos años en secreto, me parece sencillamente aborrecible. Por eso lo he perseguido. Por eso no he vacilado en llevar a cabo esta tarea. Ni siquiera me temblará la mano cuando meta sus fotografías en las bolsas. Por eso descansaré al saber que toda esa grosera visibilidad del sexo haya desaparecido.   3 Pero no odio la fotografía. Si se consideran los itinerarios que me han conducido a la calle de Lancry, creo seguirla con interés. Exageraría si dijera que la amo. La única manera de hacerlo no reside ni siquiera en ser fotógrafo. Soy tan solo un obsesivo de ella. Y hasta donde lo permite mi oficio, me he informado sobre la evolución de esta actividad tomada por algunos como un arte. Comparto esta opinión frente a ciertos daguerrotipos. No niego la maestría de Belloc, y de otros de sus colegas, en los desnudos más sugerentes. Ante esta maravilla de la época abogo, empero, por una cautela adecuada. Me subyuga, en todo caso, el devaneo ininterrumpido del hombre por capturar lo efímero. Esto último fue lo que le dije al doctor Chaussende. Alto y fornido, de pequeños ojos azules, con una calvicie prematura y un mostacho rojizo, nos encontramos, por casualidad, frente a la bañista de Ingres. En esa tarde la sala del Louvre estaba vacía. Yo observaba el turbante que corona a la mujer cuando el médico apareció. Chaussende es de quienes buscan en la pintura claves secretas capaces de resolver un enigma. Por la ventana cercana una luminosidad gris de lluvias próximas tocaba nuestros rostros. La del cuadro, en cambio, tenía un júbilo contenido que obligaba al silencio. A los dos, no fue arduo descubrirlo, nos une una misma manera de iniciar la observación. Nunca empezamos por el centro. Lo hacemos desde los extremos. Confrontando los detalles de la cara, si la hay, no sólo con los relieves del resto del cuerpo, sino con lo accesorio que lo rodea. Quiero decir que nos gusta distanciarnos de la mujer y mirarla desde diversos ángulos. Los dos podemos pasar horas tratando de imaginar los rasgos ocultos de la bañista. Y sabemos que lo que está en la tela, la cortina verde con sus pliegues, las sábanas recogidas para el sueño, la espalda de una tersura impalpable, ha sido dibujado para acercarnos, entre la tristeza y la epifanía, al lugar escondido entre sus piernas. Un comentario sobre el perfecto diseño de la pasamanería nos lanzó a la conversación. Ésta la prolongamos en un café de la calle Saint-Honoré. Supe entonces que Chaussende desconfía también de la visibilidad. Pero su abominación de lo que se muestra no tiene nada que ver con atávicas inclinaciones a la penumbra. Oriundo de la costa del Mediterráneo, Chaussende sale a recorrer, sediento de luz, las calles de París. Más que caminarlas, las mira. Atento a las modificaciones de las sombras o a las iluminaciones de los crepúsculos en las fachadas. Procurando no dejar pasar por alto cómo el resplandor opaco o excesivo de ciertos ramajes y enredaderas influye en los rostros de los caminantes. El médico, incluso, trabaja de una manera particular con la luz. Su oficio le exige aproximarse al sexo acompañado por ella. Pero Chaussende lo enfrenta no como una revelación, sino como una fisura abierta a la degradación.   4 Chaussende es un vidente obsesivo. Busca infatigablemente la belleza. La pintura de Ingres, no sólo la mujer que ha tomado el baño sino también sus odaliscas, le parece el término de un camino iniciado con las esculturas griegas. Esas mujeres dueñas de una desnudez pétrea, pero cuyo recuerdo se incrusta en la imaginación con una suavidad de seda. Ambos coincidimos en un mismo rechazo hacia los artistas que se deleitan pintando guerreras desnudas. Apología de la fuerza y de los músculos, senos, piernas y brazos fibrosos para estimular el derramamiento de la sangre, el pánico, la odiosa huida. Toda la parafernalia con que suelen expresarse los heroísmos nos inspira náusea. También el dolor, al ser mezclado a la desnudez, nos llena de un íntimo desdén. Por eso las carnes marciales de David y las desparramadas en las masacres y torturas de Delacroix apenas las miramos. Y nada nos despierta, ni siquiera compasión, la Andrómeda de Chassériau que, un poco más allá de la bañista, mira con espanto. De la tabaquera de Chaussende surgió, de pronto, al modo de los evocados genios de Oriente, una mujer diminuta. Sonreí. Observé de cerca la caja. Es una joven recostada en un tálamo. Está de espaldas. Sus muslos, recogidos uno sobre otro, forman un cálido agujero abajo de las nalgas. Lo más perfecto de ella tal vez sea el pelo negro. Por la espalda desciende, silencioso y ondeante, hasta la cintura. Bruno Braquehais, dije. Chaussende afirmó con satisfacción. Comenté que en casa poseía un grupo de lectoras entre las cuales una de Braquehais ocupaba espacio singular. Discurrimos sobre los aciertos del fotógrafo. Supe que una mudez congénita le otorga una cierta excentricidad genial a sus imágenes. Al menos tal es la opinión de Chaussende. Hablamos de los velos y las anafayas y su vínculo sutil con la languidez que expresan algunas de sus modelos. Es interesante lo que están haciendo los fotógrafos ahora, explicó Chaussende. Quieren equipararse con los pintores. Suponen, erróneamente, que por reflejar la exactitud merecen ser llamados artistas. En tal premisa reside su equivocación. Los fotógrafos tocan lo real y lo reproducen. Pero su producto, a pesar de ser verdadero, o justamente por eso mismo, no es bello. Con la pintura sucede lo contrario. Todo en ella es aproximación, sugerencia, insinuación. La pintura representa, estimado Madeleine. Pero en esa representación los espectadores rozamos la belleza porque no vemos sino que imaginamos. El médico guardó silencio. Bebió su copa de cognac. Luego la conversación giró en torno a otro tipo de fotos. Aquellas que atentan contra la armonía que la pintura cultiva con exquisitez. Lo miré con curiosidad. La ciudad, por desgracia, se llena cada vez más de ellas, dijo Chaussende. Y se vuelve inevitablemente vulgar. Como fui insistente, al final del encuentro obtuve la dirección del burdel. Le puede interesar: Un recorrido por la obra poética de Pablo Montoya