Un elemento espiritual contagió la inauguración del Hay Festival de Cartagena. Viajó entre la silletería del Teatro Adolfo Mejía, se asentó en el público, regresó a su punto de origen: el músico Yuri Buenaventura. De frente al Roberto Pombo, director de El Tiempo, el cantante de salsa abrió la duodécima edición del festival no con música, tampoco con un relato de sus días en las calles de París, sino con un mito: “Un africano llega a las costas de Brasil. Su barco se rompe y los hermanos mayores desde el fondo del mar lo llevan hasta la costa. Allí hace un pacto, se sube a la cordillera y muere en el pacífico colombiano. Donde muere nace una mata y esa mata da una flor morada. Ella se desprende y gravita. Cuando los niños nacen, respiran esa flor, ese mito, y empieza entonces la canción”.Antes de adentrarse en la historia que ya muchos conocen, la que lo llevó de tocar una guacharaca en el metro del París a consolidarse como un músico de fama mundial por su interpretación del clásico francés Ne me quittes pas, Buenaventura dedicó por lo menos media charla a asuntos más íntimos. Habló de su infancia, en una isla no lejos de Buenaventura, Valle del Cauca, donde creció en medio de la pobreza, no lejos de una tumba emberá. “Ustedes tenían juguetes de plástico. Los míos estaban vivos: camarones, cangrejos, culebras”, dijo a un público que no tardó en animar las historias del músico con aplausos. Los fundamentos de su niñez, afirmó, provinieron de esa humildad “del que no se sabe pobre porque hay amor alrededor”.
Buenaventura se desenvolvió con Pombo como quien se desenvuelve con un buen amigo. Le expresó su amor por los saberes ancestrales de su tierra, exigió con voz queda que hay que sacar tiempo para escuchar a los indígenas de Colombia y definió la negritud no como un tono de piel, sino como una cosmovisión. Incluso se refirió a un sueño que lo acompañó durante años, protagonizado por un indígena en cuclillas, y con parábolas espetó contra la mentalidad capitalista, asegurando que el hombre “debe aprender del corazón para funcionar de otra manera, con el arte, con la música”. El público, cada vez más conmovido con las historias del músico, aplaudió en repetidas ocasiones de manera atronadora.Así, poco a poco, la charla que había comenzado de una manera tan íntima se volvió un recital igual de íntimo. De pie, Buenaventura le cantó por lo menos tres veces al auditorio, al tiempo que interrumpía sus presentaciones para contar la historia de cómo Yuri Bedoya, el hijo de un seminarista jesuita y una monja carmelita, se volvió Yuri Buenaventura, el músico cuya música resuena en todo el mundo francoparlante, desde el Congo hasta Martinica.Confesó que llegó a la capital francesa después de vender su moto, invitado por un amigo que no pensó que iba a llegar. Allí, arrumado en una diminuta habitación en algún sexto piso, vio en un documental a Jaques Brel interpretar “No me quittes pas”, y aunque no entendió nada, se le quedó pegado el sonido del “pas”. Ese primer contacto con Brel lo llevó a abandonar la universidad, donde estudiaba economía, y a adentrarse en la senda de la música: en el metro, tanto en los vagones como en las estaciones –donde durmió muchas noches-, entraría en contacto con el mundo de la salsa parisina, que vivía un auge en los años noventa.Las dificultades, sin embargo, se apilaron sobre sus hombros, y un día se quebró: se lanzó al río Sena con la intención de no volver a salir, solo para perder la memoria y regresar a la orilla en calzoncillos y una media. Regresó entonces a Colombia para manejar un taxi (“uno colectivo, lleno de gente”), pero París lo llamó de vuelta por medio de un casete que le había dejado a un amigo. Un empresario de la música lo había escuchado en un taxi y así, poco después, nació el músico Yuri Buenaventura, el mismo que, al final de esta memorable inauguración, dejó al público lamentando que se hubiera acabado.Por fortuna, esta noche, a las nueve, dará un concierto en el Centro de Convenciones.Haga clic aquí para más #ApuntesDelEditor