“Viaje y pintura se entrelazaban como en una cuerda. Líneas abruptas, en ángulos imposibles, árboles creciendo al revés en techumbres de roca, pendientes que se hundían en telones de nieve, bajo un sol abrasador. Y lanzas de lluvia que clavaban en nubecitas amarillas, ágatas enguantadas de musgo, espinos rosa. El puma, la liebre y la culebra, eran la aristocracia montañesa”. Así nos narra César Aira, en su novela Un episodio en la vida del pintor viajero, las vivencias de su protagonista, Johan Moritz Rugendas, mejor conocido como Mauricio: un pintor, paisajista, expedicionario y aventurero, nacido en Alemania a principios del siglo XIX que dedicó buena parte de su vida a retratar los inhóspitos paisajes de Latinoamérica.La historia que nos cuenta Aira data de 1837 y es la de un Rugendas que, en medio de la travesía desde los Andes chilenos hasta la pampa argentina, para llegar a Buenos Aires y cumplir el sueño de ver el mito de “los malones”, es violentamente embestido por un rayo. El incidente, por irónico que parezca, le permite redescubrir su esencia como artista y preguntarse por las ambigüedades entre lo real y la ficción.Y bien, es ese relato, ese experimento de novela decimonónica basado en un archivo epistolar de Rugendas –con evidentes tintes de ficción y surrealismo–, el detonante para que siete artistas suramericanos, en diálogo con el escritor argentino, y por invitación del Library Council del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa), se embarcaran en la empresa de hacer una publicación viajera, La valija, en inglés The Valise.
Nos cuenta May Castleberry, editora de la sección de Ediciones Contemporáneas del museo, que este proyecto, enfocado en Sur América, se empezó a gestar en el verano de 2014 a partir de una serie de investigaciones que ella misma venía haciendo alrededor de proyectos que involucraran el dibujo, los diarios de viajes y los mapas. Tres años después, el resultado es un estuche de conservación rígido, de color verde terroso oscuro, similar a los portafolios miniatura homónimos de Marcel Duchamp, que mide 62 centímetros de largo por 34 de fondo y 10 de alto, con broches en plata, y que contiene más de 50 obras de Johanna Calle (1965, Bogotá), Matías Duville (1974, Buenos Aires), Maria Laet (1982, Rio de Janeiro), Mateo López (1978, Bogotá), Nicolás Paris (1977, Bogotá), Rosângela Rennô (1962, Belo Horizonte) y Christian Vinck Henriquez (1978, Venezuela): una joya publicada en una edición de 100 copias autografiadas (para miembros del consejo de la librería del Museo), otras 25 puestas a la venta principalmente en colecciones institucionales de América (entre 5000 y 9000 dólares, dependiendo de particularidades de las piezas contenidas) y diez adicionales entregadas a cada artista participante.La muestra estuvo inicialmente en Nueva York, luego en Madrid en el primer semestre de este año, y desde el pasado 14 de junio se puede ver en Bogotá, en La Oficina del Doctor, sede del sello editorial de la galería Casas Riegner.En medio de la sala hay un escritorio largo de madera y sobre éste, la maleta, rígida, abierta como en una disección. También hay una silla Thonnet del mismo tono de la mesa para que el visitante se siente. Alrededor, en una repisa blanca como la pared, se despliegan algunas de las obras que pertenecen a La valija. Otras permanecen en el interior del estuche.Calle, conocida por la delicadeza de sus obras en dibujo y su pasión por los archivos, presenta dos obras gráficas, Páramo y Paisaje Morfina. La primera es un friso en cartulina negra, en pliegue de acordeón, con fotografías y anotaciones tomadas de dos archivos distintos. Las ampliaciones de un fotógrafo colombiano que trabajó en la cordillera de los Andes en la década de 1940, y las descripciones escritas a mano en el diario de un viajero anónimo. El acto de la artista consiste en intervenir las fotografías a mano y reescribir los textos a máquina a manera de pie de foto y así armar cada libro. Junto al álbum, reposa una impresión tipográfica mediana con dos palabras claves en el texto de Aira, paisaje y morfina, construidas a su vez por una saturación de palabras pequeñas, también de la novela. Ambas piezas parecen traducir el delirio que vive el protagonista cuando se enfrenta a la exuberante naturaleza del sur bajo los efectos alucinógenos del fármaco que le dan para el dolor.
Luego, en un tocadiscos, gira un long play de vinilo grabado por Matías Duville y su hermano Pablo, que tienen una banda, Centolla Society. Este disco de nueve canciones hace las veces de banda sonora de unos dibujos, un póster y una xilografía de Duville. Todas las piezas, muy al estilo del artista, sumergen al oyente y al espectador en una nebulosa sideral, en una deriva mental o en un paseo submarino que muy seguramente es la forma del artista de interpretar el fluir de consciencia de Rugendas a lo largo de la recta Pampiana. Si bien los dibujos coinciden con la manera de hacer usual de Matías, la música resulta más experimental y más lenta que la que se le conoce a la banda.A su lado reposan pequeñas piezas en papel. Una de ellas muestra una hoja de árbol, comida por las hormigas en sus recorridos de supervivencia. Otras recuerdan aquel juego infantil en el que un niño le pide a otro que le diga un número y éste, en respuesta, va abriendo y cerrando un papel doblado con mensajes y que le cabe entre los dedos. Se trata de una de las obras de Nicolás Paris que se titula Autodiccionario Pictionary, en su versión en portugués y en español. También hay unos sobres cuyos dobleces fueron hechos a mano y que nos muestran unas travesías geométricas (Geometric journeys). Esto, entre otra serie de delicados experimentos a los que nos tiene acostumbrados Paris, como por ejemplo, una bombilla de doble cabeza con una semilla encerrada en su interior y un cuerpo ovoide de papel que, por acumulación, genera una ondulación interna. En total, siete piezas retoman el interés de París por la educación, la geometría presente en la naturaleza y los viajes. Además fue quien diseñó la tapa de la versión de lujo de la publicación, pintada a mano con metal holandés.
En las paredes hay una serie de dibujos hechos con tinta negra y roja de Mateo López, quien que ha dedicado gran parte de su cuerpo de trabajo a pensar el mismo proyecto, pero de formas distintas: un artista, encerrado en su taller, que puede ser simplemente su cabeza o los sitios a donde viaja, que deambula tanto por el espacio físico como por ese lugar mental.Tal cual le sucede a nuestro Mauricio, pintor del siglo XIX. Entonces López en sus exposiciones pone en escena una caja de zapatos, o un laberinto de puertas de colores, una casa flotante o su motocicleta –como laboratorio de creación– para mostrar la deriva que significa crear y dibujar. En este caso, y siguiendo con las misma lógicas, éste se desplaza a la misteriosa e inhóspita región del Darién en donde convive con comunidades indígenas en busca de entender su relación con la naturaleza y el cosmos. Los dibujos que vemos, llamados Ciudad solar (La conquista de El Darién) son precisamente una traducción de estas vivencias. Se siente una racionalización de aquello que fue transmitido bajo una lógica espiritual y experiencial. López lo explica de la siguiente manera: “El ejercicio consistía en intentar alcanzar la estructura interna de las cosas y representar plantas y animales en otro idioma... Encontrar la geometría del objeto y después simplificar, simplificar, simplificar”. En total son 24 imágenes, muchas de ellas con cortes y pliegues que empiezan a insinuar una tercera dimensión.En una esquina, en medio de esos dibujos, aparece también un libro cuya particularidad es que sus páginas no son de papel sino de tela, de una lona similar al lienzo. En ellas el venezolano Christian Vinck pintó, de manera expresiva y naturalista y usando un espeso impasto, escenas de la ruta entre Chile y Argentina que recorre nuestro protagonista. Deja ver que los tiempos han cambiado. Pintó, por ejemplo, una intersección banal en una calle de Santiago que toma el nombre de Rugendas; también, el lateral de un autobús llamado “el rápido”, o un conjunto de piedras Gustonescas.De este grupo de artistas, Christian es el único autodidacta, y quien se enfrentó en vivo y en directo a las problemáticas del viaje de los antiguos exploradores. Eso puede notarse no solamente en el libro UEELDVPV, sino también en un póster de impresión offset complementario, que también se encuentra en la maleta.Más allá, de la parte alta de una de las paredes, cuelgan 2,8 metros de papel semitransparente japonés sobre el que vemos un rastro difuso de color negro. En este caso se trata de una mono impresión llevada a cabo por Maria Laet, quien caminó 180 veces sobre esa impresión, colocada sobre la superficie irregular de una plancha de madera entintada. El resultado son una serie de huellas de diferentes matices de gris que, como lo indica su nombre, trazan un camino. La obra responde al constante interés de la artista por documentar la refracción del tiempo mediante la destilación del material. Dicho de otra forma, es hacer evidente cómo el paso del tiempo, la repetición y ciertos gestos pueden modificar materiales tan duros como una roca o el mismo cemento. Este dibujo enorme se enrolla para coincidir con el tamaño de la maleta.Por último y ya dentro del estuche, junto con otras curiosidades que parecen nunca acabar, como si se tratara de un contenedor infinito, vemos un mapa fotográfico, en impresión Offset, de Rosângela Rennó. Como muestra el catálogo oficial de la maleta, este fue plegado para el viaje, encuadernado en una funda hecha con una lente de Fresnel. Este mapa espacio-temporal muestra fotografías de lugares turísticos y de parientes de la artista, que posan de camino a destinaciones desconocidas en décadas pasadas.Al modo de las lagunas de tiempo, de lugar y de memoria que impiden una “lectura” clara del mapa, se han retirado de la superficie del collage formas ausentes y contornos de diversas lentes fotográficas para revelar un patrón apenas perceptible en forma de telaraña. En el reverso del mapa, se invierte este intercambio positivo/negativo de imágenes, ya que son las formas de las lentes las que contienen información fotográfica, mientras que los espacios a su alrededor resuenan con representaciones de telarañas. Este “mapa fotográfico” cuestiona nuestra enternecedora incapacidad para reconstruir y reubicar la memoria de momentos, lugares, planes y gentes que fueron familiares y ahora pasan de largo ante las “ruedas” de la lente fotográfica.En pocas palabras, este es un proyecto editorial ambicioso que implicó múltiples viajes de lado y lado, tanto de los artistas como de los gestores. Una producción de más de tres años y decenas de personas involucradas, entre editores, diseñadores y libreros, en la que cada cual hizo de interlocutor y se dio a la tarea de realizar numerosas tares específicas, como impresiones en técnicas tradicionales, también copias a mano, diseños únicos, pliegues especiales, dibujos originales, enmarcaciones particulares e instrucciones.Una vez terminadas las obras sería Leslie Miller de Grenfer Press, y su equipo, la encargada de diseñar todos los artefactos, mecanismos y compartimentos, como en un rompecabezas, para que las piezas entraran. De igual forma se hizo con la traducción de textos, redacción de material escrito e interpretación de las ideas de cada autor.Sin embargo, a pesar de la rigurosidad y de la sutileza con que está hecha la maleta queda una sensación de que nuestro contexto, nuestro continente y nuestra historia, debe siempre ser traducido e interpretado bajo el lente exotista del extranjero o del interprete foráneo. Y vuelvo y cito a Aira: “De modo que Rugendas no tuvo el menor inconveniente en sumarse a la ronda del fuego, abrir su bloc de buen Papel Canson y poner en acción la carbonilla y la sanguina. Ahora si los tenía cerca, con todos los detalles: las bocazas de labios como salchichones aplastados, los ojos de chino, la nariz como un ocho, las crenchas duras de grasa, los cuellos de toro. Los dibujaba en un abrir y cerrar de ojos.”