En el siglo XIV, cuando el mundo aún estaba en la Edad Media, una misteriosa enfermedad comenzó a atacar a la población. La llamaban la peste negra y sus síntomas eran bastante característicos: fiebre de más de 40 grados, tos con rastros de sangre, sangrado por la nariz y otros orificios, sed aguda y aparición de manchas azules o negras en la piel. En algunos casos incluso se presentaban gangrenas o inflamaciones, que cuando se reventaban supuraban un líquido pestilente. La peste apareció en Asia, pero gracias a la Ruta de la Seda, que transportaba las mercancías desde China hacia el resto del mundo, pronto llegó a Génova, Italia, en donde miles de personas se infectaron. De ahí viajó al resto de Europa, en donde causó la muerte de unas 25 millones de personas, casi la tercera parte de la población de la época. Como era altamente contagiosa y no se sabía la causa de la enfermedad, los médicos comunitarios que comenzaron a tratar a los pacientes intentaban usar atuendos que les cubrieran todo el cuerpo. Al inicio, por ejemplo, creían que una de las causas de la peste eran los olores pestilentes que emanaban de muchas calles europeas, así que se inventaron unas máscaras que parecían picos de aves y que rellenaban por dentro de matas aromáticas.
Como también pensaban que la enfermedad se metía por los poros de la piel, se ponían guantes de cuero, lentes de cristal para proteger los ojos, sombreros de ala ancha y un abrigo de cuero que llegaba hasta los tobillos. Aunque los doctores creían que la máscara y el atuendo los protegía de recibir el aliento del infectado, esto no era así y muchos de ellos se contagiaron y murieron. El traje sufrió varios cambios, a lo largo de las diferentes pestes que vivió Europa. Se cree que su versión más definitiva, sin embargo, data de Venecia. Tanto, que hoy esa máscara es una de las más características del carnaval. A pesar de eso, para muchos simboliza los peores años de la peste.