He notado que las calles de muchos barrios bogotanos, sobre todo de estrato 4 o superior, lucen tan solas después de las 8:00 p.m., que bien podría alguien creer que sus habitantes han abandonado sus hogares. Me preocupa mucho este panorama de “pueblos fantasma”, pues muchos ciudadanos vuelven de su trabajo o de su lugar de estudio justamente después de esta hora. Me preocupa, en particular, porque una nueva modalidad de delincuencia se está aprovechando de esta soledad: muy armados y en un carro, los ladrones se parquean ahora en cualquier esquina de los barrios y, allí, esperan pacientemente a sus víctimas para atracarlos justo en la esquina de su casa, hacerles el ‘paseo millonario’ o, peor aún, para secuestrarlos dentro de sus propios hogares. Esto sucede, ante todo, en aquellos barrios que no cuentan con una seguridad privada exterior. Pero aun en estos casos, muchas víctimas son atracadas llegando a su casa, pues dicha seguridad no puede, por muy buena que sea, extenderse desde el hogar de una persona hasta el lugar en donde lo deja su transporte. El problema puede obedecer a una falta efectiva de presencia policial en las calles de la ciudad. Pero yo creo que este problema, junto con otras muchas otras modalidades de atraco callejero, obedece más a una falta efectiva de consciencia ciudadana: a una indiferencia por lo que le sucede a los ‘demás’. Hace muy poco, un ciudadano bogotano, a quien llamaré Carlos, fue víctima de un atraco como el que he mencionado aquí. Él caminaba hacia su casa, a eso de las 9:00 p.m., cuando justo a media cuadra antes de llegar dos asaltantes se bajaron de un carro y le apuntaron con un revólver. Carlos sólo atinó en voltearse de inmediato para salir corriendo, mientras gritaba: -“Auxilio”. Al parecer y por fortuna, los gritos de Carlos asustaron a los delincuentes, pues estos no le siguieron, no le dispararon y tan solo huyeron en su carro. El caso es muy afortunado, por supuesto, pues es claro que muchos ciudadanos no han corrido o no correrán con la misma suerte. Sin embargo, hay algo en el relato de Carlos que sí me parece realmente lamentable. Él dice que cuando se volteó para correr, gritando, no pudo soportar el temor de que una bala le entrara por la espalda. Por eso, él no pudo correr de frente sino que lo hizo de medio lado, para no dejar de mirar a los delincuentes y tener, así, la oportunidad de esquivar un posible disparo. Pero Carlos no tuvo que correr mucho, puesto que observó cómo, de la manera más tranquila y sin agilizar el paso, los delincuentes se dirigieron hacia su carro y en él huyeron sin la más mínima aceleración. El desconcierto de Carlos fue aún peor, pues en medio de su agitación pudo observar cómo, en un barrio atiborrado de casas y edificios, ni un alma se asomó por la ventana. Por esto y con cierto resentimiento, Carlos dice que vive en un barrio fantasma. A mí no deja de extrañarme que el resentimiento de Carlos no se dirija hacia los delincuentes sino hacia sus vecinos. Pero creo comprender su sentimiento, y por esto me aventuraré aquí a explicar, brevemente, por qué ninguno de sus vecinos se asomó ni tan siquiera por la ventana. Ya dije que se trata de una falta de ‘conciencia ciudadana’, pero esta expresión me parece demasiado vaga y trillada. Permítaseme agregar y explicar, entonces, por qué el problema obedece más a una concepción errónea que del ‘espacio’ tenemos los citadinos (y no, valga decirlo, los habitantes de un pueblo). Yo creo que la noción que tengamos del ‘espacio’ es un factor que determinará la manera en que entendamos el mundo, cómo nos concibamos como personas y cómo nos relacionemos con otros. Nuestra noción del ‘espacio’ determinará nuestro comportamiento en general. El común de los citadinos entiende el espacio como un lugar dentro del que, simplemente, está, se encuentra. De aquí que una distinción básica sobre la que se construye esta concepción es la de ‘adentro’ y ‘afuera’. Usted está adentro cuando está en su casa, por ejemplo, usted está afuera cuando está en la calle, entre otras cosas. Y esto no deja de ser extraño, puesto que, bajo esta concepción, las personas parecen creer entonces que cuando dejen de existir ‘saldrán’ del mundo, como si fuese posible pensar que existe un lugar por fuera del universo. El espacio, sin embargo y más que un lugar, es una noción meramente relacional, que nada sería si no existiéramos aquellos quienes hacemos uso de ella: los seres vivos. Pero concebir el espacio como un lugar dentro del que se está no parece tener mayores consecuencias prácticas; por lo menos no en cuanto a nuestra concepción del mundo en general. Estas consecuencias se presentan más bien en un nivel muy particular. Me refiero a la manera en que nos concebimos como personas y, a partir de aquí, a la manera en que nos relacionamos con otros. El común de las personas cree que el adentro y el afuera también las configura como personas, pues considera que son la sumatoria de un ‘yo (o alma) interno’ y un ‘cuerpo externo’. Parece que tenemos, así, una vida interior y una vida exterior. Así, por ejemplo, usted estará en su interior cuando esté inmerso en sus pensamientos, aun cuando vaya en un bus repleto de gente; usted estará en su exterior cuando interactúe con otras personas. Yo le invito a que se pregunte, sin embargo: ¿quién es su ‘yo interno’ sin una referencia hacia los demás, hacia el mundo que le rodea? ¿Quién es usted si no es el hijo o la hija, padre o madre, amigo o amiga, vecino o vecina, amante o negociante, entre otras tantas cosas que nos configuran como personas? Es un hecho, no es posible que usted pueda definirse como persona si no es mediante una clara referencia a los demás. Y esto es porque, como bien lo dijo el filósofo alemán Martin Heidegger: “Los otros no quiere decir todo lo demás fuera de mí, y en contraste con el yo; los otros son, más bien, aquellos de quienes uno mismo generalmente no se distingue, entre los cuales también se está”. Siendo así, con los otros no estamos en el mundo, con los otros habitamos el mundo, porque ellos son parte de nosotros. La noción de ‘habitar’ relativiza, entonces, la radical distinción entre adentro y afuera sobre la que se funda nuestra inadecuada idea de ‘estar en el espacio’. Por eso permítame invitarle a que revalúe su idea de interior y exterior, de lo suyo y lo ajeno, para que comience a tomar conciencia de la importancia de ayudar a los demás. Cuando usted habita realmente en su hogar lo que pasa justo fuera de él es algo que le compete a usted, porque su hogar es tan solo una parte de un hogar más grande en donde todos habitamos: el mundo. Habitar, como bien sucede en los pueblos, implica un mayor interés por el afuera, por el otro. En primer lugar, yo creo que esto obedece al contraste entre la arquitectura de las ciudades y la de los pueblos, porque las casas y los edificios de una ciudad más que hogares parecen cárceles completamente abarrotadas, como no sucede en un pueblo. En segundo lugar, pienso que esto obedece a que el citadino es una persona blindada y desconfiada, quien difícilmente, y a diferencia de como lo hace un pueblerino (en el uso no despectivo de esta palabra), se abre a los demás y se importa por los demás. Piense que por más segura que sea su casa o la posición en la que se encuentre, por ejemplo, tarde o temprano puede ser usted quien esté en el lugar de Carlos pidiendo auxilio. Así pues, cuando vea o escuche a alguien en peligro y usted considere que no lo puede ayudar de una manera directa, entonces haga escándalo o llame a la policía, pero ¡haga algo! ¡Angústiese de tan solo pensar que bien podría ser usted o un ser querido quien se encuentra en peligro! Consejo: si se vuelve más conciente de sus ventanas, como lo es de las paredes y puertas de su casa, comenzará a ‘habitar’, en lugar de ‘estar’, simplemente, en su hogar; son ellas su contacto con el afuera, con esa otra parte de usted: los otros.  *Profesor de Humanidades, Universidades del Rosario y Jorge Tadeo Lozano