La carrera 45 es el eje comercial de Sabaneta. Hace décadas, incluso antes de que el pueblo se convirtiera en municipio, existía una carretera, desde Envigado, que pasaba al lado del sector donde ahora está el parque principal. La carretera seguía más allá de la quebrada La Doctora y casi en el cruce de la vía y el afluente, a menos de cinco cuadras de la plaza, Jesús Libardo Vásquez construyó el bar Dejar que Digan. Para 1972, Vásquez contaba ya con experiencia en este tipo de negocios. Tres años antes había renunciado a ser conductor de una empresa de curtiembres y se fue a trabajar a una fonda a orillas de la carretera, fuera de Sabaneta. Allí estuvo dos años. Cuando volvió a su ‘terruño’, subarrendó La Cueva, un bar conocido en el sector, y cuando le pidieron el local, en 1974, decidió comprar una casa vecina con solar, unos metros más al sur, por 18.000 pesos. Habilitó la sala y el corredor como negocio, y, poco a poco, los primeros clientes llegaron: los compañeros antiguos de la empresa de pieles lo visitaron y los habituales de su antigua cantina. “Este negocio nació con clientela. Es que Libardo es muy conocido desde hace años y, donde él va, lo siguen”, asegura el Guajiro, un jubilado de Coltejer al que no le gusta que lo llamen por su nombre. Este hombre es amigo de Cigarrillo, como le dicen a Libardo desde muy joven, y es uno de los clientes más fieles. Le recomendamos: Lo más criollo de Sabaneta Se dice que el bar Dejar que Digan tiene ese nombre por dos razones, o bueno, hay dos versiones del por qué. La primera es que en Sabaneta, como en muchos pueblos y ciudades de Colombia, son habituales los chismes, y como Libardo, Cigarrillo, no le prestaba mucha atención a ellos decidió bautizar su bar como Dejar que Digan. Y la otra parte de la historia, cuentan algunos, es que cuando fue a registrar el nombre en la Cámara de Comercio no pudo utilizar el de La Cueva –como todavía llaman al bar unos cuantos–, pues ya estaba adjudicado al propietario del anterior establecimiento. Por eso, en la misma oficina, tras un debate de pocos minutos, surgió la denominación actual, que se ve impresa en letras blancas sobre un fondo rojo, acompañada de la imagen de una reconocida marca de cerveza. La cantina comparte espacio con la vieja casa familiar de los Vásquez, apenas tocada por los años, en una zona donde queda poco del pasado, pues además de un centro comercial al frente, a los lados han construido edificios que muestran la transformación del municipio. Los dos espacios, vivienda y negocio, se comunican por una puerta metálica por la que cada madrugada, desde hace 45 años, pasan Libardo o Raúl, uno de sus cinco hijos, a preparar el café antes de abrir las puertas. Desde las cinco de la mañana las cuatro mesas de la acera y las seis del salón empiezan a recibir los primeros clientes. La mayoría de ellos toma café, aunque los fines de semana, a esa hora, hay quienes vienen a rematar la rumba y se quedan hasta la tarde del sábado o domingo. Otros días no es extraño ver algún campesino viejo, de sombrero, poncho y perrero –una suerte de látigo de cuero– tomando un trago antes de las diez de la mañana, mientras charla con taxistas o vendedores de lotería. Además de ser un tintiadero habitual y un bar tradicional, el juego ha estado casi siempre a lo largo de la historia de este lugar. Hasta comienzos del milenio era habitual que por lo menos una de las mesas del fondo estuviera ocupada por jugadores de cartas y otra por los de dominó, quienes pasaban el día entre café, cerveza o algún trago más fuerte que acompañaban con chorizo o empanadas. Hoy el espacio tiene cuatro máquinas electrónicas de juego que reemplazan el cara a cara y la conversación de los tahúres, una charla que se ahoga de vez en cuando por la música popular que sale de los parlantes, activada desde un computador. Cerca de esas máquinas permanece todavía un piano de monedas –como le dicen a la rocola– que aún funciona. Afuera del bar está el ruido de los buses, taxis, camiones y otros vehículos que no han podido detener las conversaciones. Allí, todavía, después de medio siglo, aún se escuchan los susurros de las confidencias o los gritos a todo pulmón para llamar la atención o las burlas entre los casi ‘residentes’ del bar, donde todos dejan que digan. *Periodista