Estudié en un colegio que quedaba a varios kilómetros del barrio en el que crecí. La ruta, que pasaba a las 5:45 de la mañana, recogía a los estudiantes en el occidente de Bogotá para emprender un viaje de 1 hora por la calle 68 y la Avenida Suba hasta llegar a Cota. Si uno se mantenía despierto durante el trayecto podía ver, a medida que se alejaba de Bogotá y se acercaba a Cota, menos edificios y más casas junto a lotes inmensos donde los madrugadores sacaban a pasear los perros.   Con el tiempo y la expansión de la ciudad, las casas se convirtieron en edificios, los humedales en avenidas, los potreros en conjuntos, centros comerciales u hospitales. Además de los evidentes beneficios económicos que ese uso del suelo nos trajo (y que para muchos parecían superar aquellos de conservar los ecosistemas existentes), las decisiones de gestión del territorio produjeron serios problemas en el manejo de sus recursos. Los Humedales fueron de los ecosistemas más afectados: de las 50.000ha existentes en 1950, quedan apenas 660. La mayoría fueron cementadas, poniendo en riesgo la vida de las numerosas especies que estos acogen, la regulación climática e hídrica y los beneficios naturales que proveen. Las colonias de curies de la Sabana de Bogotá, por ejemplo, son cada vez más escasas y se encuentran cada vez más amenazadas. “Hace 20 años la palabra humedal no existía en el léxico de los bogotanos”, dijo la Secretaria de Ambiente en una entrevista sobre la celebración de los 42 años del Día Mundial de los Humedales, refiriéndose al creciente interés de la población en estos temas. En el mismo artículo, a propósito, mencionaban el convenio firmado entre el distrito y el Acueducto de Bogotá por 25.000 millones, que busca garantizar la administración permanente de todos los humedales durante los próximos 3 años. Sin embargo, no sobra preguntarse por qué procesos que llevan más de 2 años como el de la reubicación de los curies desplazados por construcciones residenciales junto al Humedal de Córdoba, que han involucrado derechos de petición, presencia de medios de comunicación, Juntas de Acción Comunal, visibilización del trabajo de universidades públicas y privadas, ONG, personas naturales y hasta promesas de la Secretaría de Ambiente por twitter, sigan sin resolverse. Cuando me mudé hace 8 años a este barrio, me tomó tiempo acostumbrarme a que esos lotes inmensos que años atrás veía desde la ruta, se estuvieran poblando rápidamente con conjuntos residenciales que prometían esta vida y la otra.  Las constructoras y sus geniales publicistas vendían una ‘vida sana y tranquila en el pulmón de Suba’ con ‘todas las comodidades en un refugio natural’. Paradójicamente, son esas mismas constructoras y la negligencia entre estas y los entes de vigilancia, las que han llevado a que uno pueda pararse a las 4 de la tarde sobre una avenida principal a ver curies nerviosos tomar el sol, mientras alguna vecina grita al confundirlos con ratas. La cosa no se queda ahí: después de un buen tiempo de tener el predio desatendido, los dueños del lote han empezado a cortar el pasto dejando a los curies desplazados todavía más desprotegidos. ¿Habrá que esperar con los dedos cruzados que la Secretaría de Ambiente se involucre activamente en el proceso y que éste no se estanque aún más en retóricas de trámites o ‘lentos cambios culturales’ que retrasan acciones positivas concretas?