El director sueco Ruben Östlund tiene la apariencia de un atleta nórdico. Es alto, rubio y delgado. Apasionado por el esquí, filmó durante varios años películas sobre un deporte parecido al cine: deslizarse con el riesgo de la velocidad por una montaña cubierta de nieve podría servir como metáfora de las acrobacias que definen la producción, el rodaje y la llegada de un film a la pantalla.

Su descenso de los paisajes nevados a los terrenos movedizos del cine comenzó en la década de los 90, cuando Östlund tenía veinte años de edad. Su sentido del humor, tan ácido como el de Jonathan Swift, y su forma de observar las virtudes y miserias de una especie tragicómica como la nuestra, harían de la pantalla donde se proyectan sus películas un espejo en el que nos reflejamos y confrontamos nuestros valores éticos.

“El cine nos habla acerca del mundo en que vivimos”, afirmó Östlund en el diálogo que tuvo con Yorgos Krassakopoulos, director del programa internacional del Festival de Tesalónica, durante la clase magistral que hizo parte de la retrospectiva más completa que se haya presentado hasta el momento de su obra.

Premiado en el Festival de Cannes de 2014 por su película Force Majeure, en la que se narra la crisis de una familia sueca de vacaciones en los Alpes franceses, donde una avalancha detona las miserias de un matrimonio echado a perder cuando el marido sale corriendo y abandona a la suerte de la nieve a su mujer y a sus hijos, Östlund fue premiado de nuevo en Cannes cuando presentó este año The Square, una historia implacable y mordaz sobre las dimensiones insólitas que alcanza el ego en el mundo fraudulento del arte contemporáneo, donde los análisis que explican con la astucia de una inteligencia retórica el sentido de una obra descubren la precariedad de sus artistas.

“Mi estilo es la sátira”, agregó Östlund en otra entrevista que le hiciera Krassakopoulos, publicada en el libro Non-Catalog, editado por el Festival de Tesalónica sobre las relaciones entre el arte y el cine. “No importa el contexto en el que sucedan mis películas. Siempre trato de enfatizar en que hay ciertas convenciones con las que no estoy de acuerdo. Por ejemplo, cuando en The Square aparece un artista con un discurso pretencioso del que no encontramos nada bajo la superficie. Lo sé porque es un mundo del que también hago parte: en la Universidad de Gotemburgo, donde enseño, la Escuela de Bellas Artes está al lado del Departamento de Cine. Es como en El traje nuevo del emperador de Hans Christian Andersen. Me gusta desnudar las convenciones de la gente y los papeles que asumen, detrás de los que tratan de esconderse”.

Un teatro de la frivolidad que pierde su impostura cuando el hombre agazapado tras la fachada de la civilización se descubre agobiado por la marea de sus instintos, como sucede en The Square en una escena que tendrá con el tiempo un valor simbólico para hablar de nuestra época.

Hacia el final de la película, durante una cena que reúne al mundo del arte en un salón de apariencia cortesana, los invitados se sorprenden con un hombre corpulento que ronda entre las mesas, tiene el torso desnudo y se comporta como si fuera un gorila. Tal vez sea simplemente un happening -una improvisación que compromete al espectador con un momento escénico interpretado por el artista que dirige el juego-. Poco a poco la diversión se transforma en una tensa inquietud y crece de forma vertiginosa, convirtiendo a los invitados en bestias con smoking. Las convenciones han sido desnudadas una vez más por un director que prolonga la inversión de los términos a la manera de otros observadores irónicos y agudos de la realidad como Buñuel, Fellini o Potocki.

Östlund es consciente del momento en el que filma sus películas. Es consciente del público al que se dirige. Sabe, como le dijo a Krassakopoulos, que “torpe” es la palabra más frecuente en las búsquedas de Google; que las parejas que más se divorcian son las que van al cine a ver historias románticas; que la industria del entretenimiento ha banalizado la violencia; que es acusado en Suecia por la supuesta frialdad con la que trata problemas como la inmigración y sus conflictos.

Como sea, seguirá mostrando los trajes del emperador: su próxima película será “un ataque a la idea de la belleza convertida en valor comercial por el mundo de la moda”.

La sátira será evidente con personajes tan encantadores como el matrimonio de ancianos dulces y británicos que tienen el siguiente diálogo con el protagonista, cuando les pregunta a qué se dedican.

“Bueno, nuestros productos sirven para algunos de los más grandes conflictos del mundo”, le responden.

“Okay, pero ¿de qué clase de productos se trata?”.

“Bueno, el más exitoso es la granada de mano”.

Östlund agrega que sería muy fácil tildar de imbécil a una persona que tiene negocios como ese.

“Pero estoy seguro”, agrega, “que tienen un buen motivo para decirse a sí mismos: ‘Este es nuestro negocio; el mundo necesita armas‘”.

Convenciones revisadas temática y formalmente cuando en Tesalónica se presentaron otro tipo de visiones que hicieron de la tradición un punto de partida para llegar a otro destino en la ruta cinematográfica que se propusieron dos directores, en dos épocas distintas, con intereses diferentes.

La actriz y directora Ida Lupino, que retó la misoginia de Hollywood desde finales de los años 40 hasta principios de los 50, presentándose en el festival una retrospectiva de cuatro películas -Never Fear (1949); Outrage (1950); The Bigamist (1953); The Hitch-Hiker (1953)-, y un poeta y dramaturgo, nacido en una barriada de Mónaco, caído eventualmente en el cine como director, Armand Gatti -fallecido el pasado abril, a los 93 años de edad-, un autor esencialmente vanguardista en una obra que para el escritor y traductor, colaborador de la programación internacional del festival, Yannis Palavos -¡recuerden este nombre cuando publique sus cuentos!-, se define por su defensa de la independencia social y personal del ser humano, por su distancia ante los códigos impuestos y por la búsqueda de formas de expresión renovadoras, resumiéndose para Palavos el mundo de Gatti en las líneas de un poema donde sugiere que hay que darle “al público / y a sus imágenes / su única dimensión habitable: / el exceso”.

Lupino impactó al público de su época con una perspectiva cruda y melodramática sobre las dificultades enfrentadas por sus protagonistas: una bailarina atacada por el polio en Never Fear; la muchacha que antes de su matrimonio es violada y se convierte en la víctima de los juicios morales y dudosos de su pueblo en Outrage; el hombre solitario que comparte sus días con dos mujeres en The Bigamist; un asesino que escapa hacia México en The Hitch-Hiker, una rareza de dimensiones arqueológicas por ser la primera y la única película de cine negro dirigida por una mujer en Hollywood.

Personajes al servicio del temperamento de Madame Lupino y de la forma narrativa que tenían sus películas, en las que contrastaba con eficacia absoluta la utilización dramática de la fotografía con la edición visual y sonora que organizaba sus relatos y el efecto emocional de sus tramas.

Lupino supo ganarse un lugar en el territorio de la industria cinematográfica, hipotecada para los beneficios de sus machos alfa, donde las mujeres eran las estrellas que complacían el ideal masculino del sexo hecho belleza y hacían soñar con universos imposibles al público femenino, sometido por otra invención masculina: la rutina doméstica como sinónimo de esclavitud -¡aliviada de manera pasajera yendo al cine!-.

Tal vez el nombre de Ida Lupino permanezca como otra rareza semejante a The Hitch-Hiker. Recordada por Martin Scorsese en su documental A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995), en el que describe la secuencia de la violación y el miedo de la protagonista en Outrage como un ejemplo del talento con el que Lupino entendía el cine, descubrimos que las convenciones, aunque sean aceptadas, no son las más sensatas y es necesario desvirtuarlas.

Una actitud que también definió la biografía de Armand Gatti en la poesía, el teatro y el cine. Hijo de inmigrantes italianos, supo que tenía que aprender hasta la perfección el francés para demoler los prejuicios de sus compañeros de escuela. Fue entonces cuando entendió el poder de las palabras.

“Si creo en algo es en que somos la muerte agonizante de una estrella”, dijo Gatti. “Sólo las palabras pueden ayudarnos a recuperar el brillo que perdimos”.

Las palabras y, quizás, las imágenes del cine. El material con el que Gatti moldeó sus memorias como miembro de la Resistencia, detenido en un campo de concentración cerca de Hamburgo, donde fue sentenciado a muerte y logró escapar. Años después trabajaría como periodista, tras la liberación de París, en Liberé, Match y Libération, cubriendo conflictos alrededor del mundo, como señala Palavos en su artículo sobre Gatti, publicado en Non-Catalog.

Gatti aprovechó el cine como herramienta política para denunciar la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, las dificultades del exilio, la violencia ejercida con abuso de poder y los riesgos de las dictaduras -en El otro Cristóbal, filmada en Cuba por invitación de Fidel Castro, la euforia de los años 60 con la revolución no impidió que Gatti hiciera una crítica de tono surrealista a la situación cubana, que atravesó durante el rodaje de la película por la Crisis de los Misiles que enfrentó a Rusia, Estados Unidos y Cuba en lo que pudo ser una catástrofe nuclear-.

Armand Gatti fue un director que abrió las puertas al futuro de su época. Antes del lugar común que han sido en la pantalla las historias narradas en campos de concentración -un lugar común que nunca será suficientemente visitado y al que deberíamos regresar con frecuencia para no olvidar su tragedia inverosímil-, L’enclos (El encierro, 1961), con una puesta en escena situada entre el cine y el teatro, relató el exterminio de los presos, humillados por los nazis con un adjetivo del desprecio: “sub-humanos”.

La explicación de Gatti al horror sería después un hábito temático. Una comprobación del talento imitado con el tiempo -acompañado por antecedentes memorables como Un condamné à mort s‘est échappé (Bresson, 1956) o Nuit et Brouillard (Resnais, 1955)-.

Incluso sin que importe el medio. Palavos recoge en su artículo dos citas de Gatti que lo explican:

“Cuando tengo una idea, si es posible hacer cine, hago cine. Si no puedo hacer cine, hago teatro. Y si el teatro tampoco es posible, hago otra cosa, pósters, por ejemplo. Lo que importa es hablar, actuar, rebasar los límites para alcanzar un propósito”.

“¡El cine no es un arte! Es una industria (…) Este siglo es el siglo de la imagen y estoy en contra de esto (…) Con las imágenes no es posible decir ‘Dios‘. Es la palabra, la poesía, las que han creado a Dios. La imagen es incapaz de hacerlo. Sí, la imagen es el demonio”.

Consecuente con sus contradicciones y dilemas, Gatti supo que era necesario desvirtuar la idea de un sistema, “¡porque el sistema es horrible!”.

Una noción útil al cine cuando varias películas proyectadas en el Festival de Tesalónica reinventaron la idea del sistema industrial del cine y lo adecuaron a sus comentarios sobre el mundo.

Aprovechando el molde de un género como el western para hablar sobre las relaciones al borde de una crisis de nervios en los terrenos del racismo, las diferencias culturales, las presunciones de las arrogancias imperiales y sus conflictos cuando el director australiano Warwick Thornton denuncia el maltrato y exterminio de los aborígenes por parte de los blancos en Sweet Country, retomando la eterna maldición de John Wayne disparándole a los comanches en un enfrentamiento clásico de vaqueros vs. indios, y cuando la directora alemana Valeska Grisebach declara de forma todavía más explícita su interés por el género en su última película, titulada simplemente Western, en la que vemos a una compañía de obreros alemanes que llegan a trabajar en Europa Oriental, haciendo el papel de cowboys, enfrentados a “los indios” protagonizados por los búlgaros del pueblo, con los que sostienen una guerra silenciosa en una historia sutilmente política que enjuicia los conflictos raciales en Europa.

Actualmente, los directores más sinceros ante la realidad que los compromete enseñan un paisaje desolado en la pantalla; un mundo desapacible y amargo; donde la truculencia de la especie explota y amenaza la supervivencia. Nada nuevo pero cada vez más frecuente.

En el festival se podía hacer un viaje en el tiempo desde el presente hacia el pasado que brilló en la pantalla cuando este año el programa “Balkan Survey”, a cargo de Dimitris Kerkinos, se concentró en las relaciones del cine y la literatura en los Balcanes con películas realizadas, en su mayoría, durante las décadas de los años 60 y 70, haciendo una radiografía de las crueldades militares, las perversidades políticas o los exterminios raciales según The Peach Thief (Vulo Radev, 1964); Dry Summer (Metin Erksan, 1964); The Goat Horn (Metodi Antonov, 1972) y The Professional (Dušan Kovacevic, 2003).

Canibalismos que no estuvieron ausentes de dos películas que cifran la esperanza en el futuro del cine, pero no en la condición humana: 1945, del húngaro Ferenc Török, sobre la expropiación que se hizo a los judíos ausentes de sus pueblos de parte de sus vecinos durante la Segunda Guerra Mundial, y Closeness, del ruso Kantemir Balagov, alumno de Alexander Sokurov, sobre los conflictos raciales que agobian a un pueblo llamado Nalchik, al norte del Cáucaso, a finales de los años 90.

Rescatándose el lirismo visual de la poesía que tanto le importó a Gatti en una película que sirvió como testamento cinematográfico de Harry Dean Stanton, despidiéndose con una belleza digna de su talento en Lucky, de John Carroll Lynch, con un guión acerca de la vejez, su soledad, los amigos fugitivos a otra dimensión del tiempo y, al final, la muerte, ante la que Stanton se permite una sonrisa.

Y en medio de la fiesta, el Estado y sus relaciones tortuosas con el cine griego explicadas en la tarjeta que una mano secreta deslizó bajo la puerta de mi habitación en el hotel; una tarjeta impresa en griego y en inglés, con el mismo encabezamiento en ambos idiomas, “Who is Fucking Greek Cinema?” (¿Quién está jodiendo al cine griego?), en la que se registraba la cronología de una crisis que empezó en 2009 y continúa en 2017 -cuando en el mes de noviembre el Ministerio de Cultura despidió al Director General del Centro del Cine Griego-, aboliéndose en 2015 el impuesto en taquilla que sirve de financiamiento a las producciones nacionales, cancelándose en 2013 la programación televisiva del cine nacional, realizándose en 2016 despidos de parte del Ministerio de Cultura de funcionarios como el director general y el presidente del comité de directores del Centro del Cine Griego, obligando el caos a la respuesta del encabezamiento de la única manera posible: apoyar las condiciones de producción que sostienen a la industria cinematográfica y garantizar lo que sucede cada año en el Festival de Tesalónica -y, por extensión, en el cine de cualquier geografía-, cuando es un arte necesario que ayuda a comprender el mundo con sus testimonios, más aún cuando se sitúa al margen de las convenciones y las formas de pensar establecidas.

Tesalónica Top Ten

1945, Ferenc Török.

Closeness, Kantemir Balagov.

Sweet Country, Warwick Thornton

Western, Valeska Grisebach.

Lucky, John Carroll Lynch.

La defensa del dragón, Natalia Santa.

Retrospectiva Ruben Östlund.

Retrospectiva Ida Lupino.

Retrospectiva Armand Gatti.

Retrospectiva De las palabras a las imágenes: cine y literatura balcánicos.